ra, quizás, marzo de 1988 cuando escribí por primera vez. Por lo general, formalmente, señalo otro momento, creyendo que es la conciencia de un género y la intención de una trama, por mínima que sea, lo que inaugura ese camino. Pero no, comencé a escribir lúcida y febrilmente cuando tenía 16 años y la realidad inmediata me había acorralado. Necesitaba fugarme. Acababa de leer Alicia en el País de las Maravillas, pero en mi casa los espejos no ofrecían ninguna posibilidad de fuga.
Era, pues, 1988 y Montero se había ganado el equívoco mote de “la ciudad blanca” debido al consumo y turbios negocios de cocaína, que solamente en un par de años habían convertido a muchas personas que conocía o quería en perfectos extraños. De algún modo éramos un pueblo de zombis entusiastas.
Papá no se había metido en “el negocio”, pero esto no me producía orgullo. Su pobreza me convertía en una outsider. Yo no llevaba al colegio flamantes zapatillas Reebok de colores fosforescentes que hicieran juego con poleras flúor súper trendy recién traídas de algún tours en Miami o Cancún. En nuestras fiestas familiares mi padre no prendía sus cigarrillos con el obsceno y breve incendio de billetes de cien dólares.
Era duro formar parte de la resistencia ética de papá. Me costó la adolescencia.
Aunque las monjas salesianas intentaban equilibrar o protegernos del inconmensurable poder de los zombis confundidos, los pocos kilómetros que separaban el colegio del pueblo no constituían una barrera suficiente para mantenernos a saludable distancia de la “ley de la coca”. Un día, la chica más popular del cole no vino a clases.
Al día siguiente, mientras con un oído conectado clandestinamente al pequeño walkman que escondía en mi sostén de principiante (mis pechos eran diminutos), me consolaba con la única heroína que me comprendía, Madonna, escuché con el otro lo que Sor Alicia, la filósofa, tenía para anunciarnos con una tristeza desahuciada: nuestra chica popular había sido salvajemente violada. Su guardapolvo, con el orgulloso logo que, como “hijas de María Auxiliadora”, ostentábamos en el bolsillo superior, había atravesado las calles de Montero, flameando, sangriento y ultrajado, desde la ventanilla de una enorme vagoneta con vidrios oscuros. El viento en contra inflaba la prenda-trofeo convirtiéndola en un globo enorme; de lejos, dijo Sor Alicia, la mancha parecía una flor. ¿Acaso nuestra chica no había sido eso, una flor? Me dolió la forma en que uno podía ser inmediatamente devorada por el pasado.
Esa semana, entre el morbo y el horror, nos preguntábamos si ella no había tenido la culpa; ¿había acaso desobedecido la orden de las monjas de usar justán bajo el guardapolvo, no maquillarse los ojos con lápiz carbón y peinarse con raya al medio o a un costado evitando la impúdica sugerencia de un jopo demasiado enmarañado por virtud del spray punk? El señor M., profesor de Sociales, puso las cosas en su sitio y, aunque la voz no le temblaba, las pupilas de un negro impenetrable denunciaban la furia. Ni siquiera el diente de oro por el que tantas veces nos había pagado “diez puntos” si lo encontrábamos entre el césped del patio central cada vez que se le caía, cuando el fervor patrio le hacía cantar con la boca desmesuradamente abierta durante los actos cívicos, ni ese mítico destello, digo, ahora conseguía suavizarle las facciones o devolvernos su humor familiar. Supimos, pues, los nombres y apellidos de los culpables, hijos de quiénes eran y la absurda nada de su estupidez y su vacío.
La vida se había convertido en un thriller clase C.
Como era de esperarse, una mañana, mientras la filósofa nos hablaba de Kierkegaard, asistimos a través de la ventana del aula a los procedimientos de la “ley de la coca”. Allí, frente a la enorme verja de nuestro establecimiento campestre, estaban los matones de los culpables cuyos apellidos no vale la pena escribir. Apalearon al señor M. turnándose para no sudar demasiado, mientras los más cobardes, revólveres en mano, mantenían a raya a las monjas y a las pocas estudiantes que se habían animado a salir.
Cuando el show terminó y nos vimos obligadas a continuar con una educación que parecía una broma pesada, una excentricidad en los márgenes de ese pueblo enloquecido, Sor Alicia dio una orden tajante: ¡Escriban!, dijo. Un mechón de pelo se le había escapado del velo estricto. Nos dimos cuenta que era rubia, rubia natural. Escriban sobre lo que quieran, como quieran, una carta, una plegaria, un cantar, una historia… Escriban una composición. ¿Tema libre?, preguntó incrédula la más falluti del curso. ¡Tema libre!, rugió sor Alicia.
Abrí mi cuaderno de filosofía y, debajo de la última lección en la que Kierky renuncia al amor de Regine Olsen debido a la incurable enfermedad de la melancolía, comencé a escribir. Brillaban las palabras en las hojas cuadriculadas y mi letra era joven y redonda y si había que tachar, tachaba, libre de culpa, saltando como sobre un pequeño charco de lluvia de verano los verbos o adjetivos que se resistían a mi poderosa sed. Creo que empecé escribiendo sobre un diente de oro extraviado, pero ahora mismo no puedo asegurar qué rumbo tomó la composición, o si fue un cuento o una plegaria.
Giovanna Rivero (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia)
En este número de EdM, Rivero publicó también: https://escritoresdelmundo.com/2010/06/iniciacion-de-la-ninfa-por-giovanna.html Imprimir
2 comentarios:
Querida G, me has llegado al corazón.
Vi lo mismo viviendo a apenas unos kil[ometros de Montero en aquel mismo tiempo y nunca hubiera encontrado las palabras necesarias para narrarlo como vos lo has hecho.
Tu primera vez que escribiste....los motivos, que te impulsaron a escribir entonces...creo notarlos en alguna línea, en alguna intención..en tus escritos que son tan apasionados y fogosos como lo fue aquel tiempo en que andabamos rodeados por zombies y asesinos...
Grande Giovanna...
La primera vez que te vi, te movías a la velocidad de una ardilla. Bonita, con una sonrisa intrigante, tierna, dueña de un jopo movedizo (entonces no sabía que acá le decían eso al mechón de cabello que yo conocía como un cerquillo al costado) vestías bluejeans, zapatos de tacón compacto, blusa escotada roja. No sé porqué sabías mi nombre, me ofreciste unas entradas para no sé qué cosa y, no sé por qué motivo, te dije no. Me diste un beso y continuaste tu camino. Te miré embelesado, (como opa, suena más exacto y más de acá) hasta que te perdiste por los pasillos bien lustrados de la universidad. No te molestaste por mirar atrás.
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