(Una foto de Liborio Justo, tomada en Nueva York, 1934; un cuadro de Antonio Berni realizado en el sur del continente.)
Un plano dividido: en lo alto se suceden unos rascacielos que recortan el cielo. Imponentes. A la izquierda se distingue un edificio más bajo con grandes ventanales.
Un puente parte al medio la imagen, de extremo a extremo. Debajo, una arboleda alivia el hormigón. Un hexaedro de metal quiebra la hegemonía donde confluyen plantas, arbustos y cuerpos. El farolito asoma entre las matas, no deja ver ninguna pebeta luminosa como un sol. Es de día y no hay mujeres en la plaza. Sólo una fila interminable de hombres.
En otros tiempos, una columna similar pero de hombres erguidos se apostaba en las puertas de alguna fábrica. Aquí no. Permanecen sentados. No es eso parte de una conquista laboral como la que habían obtenido algunas mujeres en un lejano país del sur. Cierta modorra desesperanzada parece impregnar este ambiente. Como en un cuadro de Antonio Berni –rechazado en el Salón Nacional– donde unos hombres dormitan al sol. Sus zapatos están lustrados, como en la foto tomada en Nueva York. Ambas imágenes son de 1934. Pero en el sur gobierna en ese año –paradojas nominales– alguien que se apellida Justo, al igual que el fotógrafo. Los hombres-canteros están adormilados, otros hojean las páginas ya leídas de un viejo diario que sirve como punto de fuga. El blanco de la hoja condensa una ausencia. Lo que ya no se busca: ni trabajo ni respuestas. Los titulares crujen. Crash. Los spiker graznan. Crash. En todas partes esa palabra se repite.
El que tomó la imagen se contenta: nadie miró a la cámara. Otro deseo se cumple para quien buscó alejarse de esa ciudad del sur donde su “situación de hijo de Fulano siempre era un serio inconveniente.” A nadie le da curiosidad el observador, ni ser protagonistas de esa escena.
Guillermo Korn (Buenos Aires)
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