scribo en dos mesas blancas. Una es rectangular, la otra es redonda. La mesa redonda está en la planta baja, en la cocina, y la mesa rectangular en la planta alta, en lo que podríamos llamar “estudio”. Las dos mesas son fuertes y sólidas. La mesa de la cocina tiene una única pata de aluminio que se ensancha en la base (pop) y la mesa del estudio patas de madera clara, cruda. El estudio fue construido directamente sobre la cocina, de modo que las dos mesas están ubicadas en la misma vertical. En esa vertical me recluyo. Esa vertical es mi convento. La cocina da al jardín. El estudio a los techos de las casas vecinas. Ignoro por qué escribo a veces en una y a veces en otra. Las dos son igualmente cómodas. Las dos reciben el mismo aire y la misma luz. No sé nada sobre sillas, pero me dicen que el apellido de la silla de la cocina es “Jacobsen”. La silla del estudio es una vieja MDF de cuero, giratoria, con apoyabrazos, que compré una década atrás. Son sillas felices, ya que paso mucho tiempo en ellas, pero no deciden nada. De modo que ni el aire, ni la luz, ni el punto de vista, ni el asiento. Tampoco la intimidad. (Hay una variación mínima en el grado de intimidad, según trabaje arriba o abajo). Escribo en una computadora portátil, así que, en caso de que mi mujer reciba amigos, o ante cualquier visita inoportuna, no hay nada más fácil para mí que mudarme al piso de arriba. Si las visitas tienen la confianza suficiente para pasar a la planta alta, pues entonces la mudanza es hacia abajo. Sé que en ese trámite, muy ocasional, resulto antipático. Fumo, y de tanto en tanto (en las pausas de la escritura) barro con una mano o con un dedo las esquirlas de ceniza que afean la superficie siempre limpia de la mesa. Limpia, no ordenada. Nunca lo está, nunca lo están. Siempre hay sobre ellas una buena cantidad de cosas que tienen y no tienen que ver con la tarea, desde libros y papeles hasta piedras recogidas en la playa y frasquitos de aceites que al ser quemados despiden fragancias de rosas o lavanda, en la mesa del estudio. La mesa de la cocina es un poco menos “culta”: frutas, llaves, bolsas de compras, boletas de impuestos. En este preciso momento escribo en la mesa del estudio y acabo de contar 37 cosas u objetos en total desorden alrededor de la computadora, incluyendo una comunicación fiscal, un pequeño mandril de vidrio y un bastidor de 30x30 en el que pinté hasta que me puse a escribir. Suelo pintar en los momentos de descanso. Es muy relajante (una ducha mental), sobre todo en largas jornadas de trabajo. Empiezo muy temprano, alrededor de las seis o siete de la mañana. Puedo escribir un par de horas o diez horas sin parar. Eso ya no depende de mí sino del texto, desde luego. He pasado días completos escribiendo. Semanas y meses de “días completos”. A veces me intoxico, a veces almuerzo, a veces me derrumbo. De noche siempre tomo alcohol. Es el momento de revisar lo escrito durante el día. Cuando llega el alcohol, llega la corrección. Corregir es escribir en el interior del texto. Es el reino del desvío. Agrego, elimino, reescribo, me paseo por entre oraciones como en un bosque de especies nuevas, con una lupa en una mano y un machete en la otra. Es una tarea muy placentera para mí.
Sergio Bizzio (Buenos Aires)
Sergio Bizzio publicó las novelas: Rabia (2005), Chicos (2006), Realidad (2009), Era el cielo (2009) y Aiwa (2010). Además de novelista es también director, guionista y músico.
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario