Representar el infinito puede ser una tarea un tanto... ardua. Porque no se trata únicamente de agarrar un ocho (8) y darle un empujón para que quede desparramado en posición horizontal (∞), imposibilitado de levantarse por sus sinuosas redondeces. Además, fuera de la semejanza formal con el número, el símbolo infinito parece remitir más a la cinta de moebius que al número fetiche de Riverito, aunque ya se utilizaba mucho antes de que don August Moebius fuera alemán.
La cuestión es que antes de que la era digital extrapolara los límites de lo finito hacia dimensiones inciertas (por ejemplo, hoy podemos decir que [relativamente {elemental, mi querido Albert}] la Internet es infinita; o bien, gruesita), hubo creaciones analógicas que desafiaron las fronteras de lo perceptible. Porque, ¿cuándo terminamos de subsumir un objeto dado?, ¿cuándo terminamos de comprender los múltiples escorzos de un dato exterior que se empecina en su continuidad sin fin aparente?
En fin(ito), fuera de las expresiones artísticas, también en la más tediosa cotidianeidad podemos experimentar la sensación del infinito de múltiples maneras. Tal vez ya exista un escalectric de un solo plano y con funcionamiento a energía solar, una pista de autos que emule la cinta de moebius y permita correr carreras para siempre sobre un ∞. O bien, arribemos al ∞ a través de un yuyo psico-tropical que explaye nuestro cuerpo y rebase cualquier tope. Tal como escribiera el surrealista francés Michel Leiris: "El 'tirabuzonamiento' de la viña, imagen de lo que será más tarde –una vez el jugo embotellado–, el tirabuzón, que a su vez prefigura la rosca sinfín de la ebriedad". Porque el infinito es todo lo que no somos. Todo lo exterior al yo. Pero ahí, en un pliegue, está la llave al éxtasis lúdico o narcótico para ahondarnos hacia un abismo interior donde el ennui, el spleen y todos sus semejantes estallen en infinitas esquirlas.
Luciano Beccaria (Buenos Aires)
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