Un zapato combina formas ante una puerta abierta sobre un piso de baldosas hexagonales. Un zapato derecho que brilla mientras espera ser tomado con la cámara desde el otro extremo del mismo cuerpo. La foto es de 1931, Horacio Coppola la tituló “Rivadavia entre Salguero y Medrano”, como si murmurara de soslayo los secretos de la ciudad: el piso convertido en un panal de abejas como un cielo que ya ha comenzado a vencerse. Poco queda del Buenos Aires de aquellos días; es más, las baldosas parecen datar la construcción a los inicios del XX, cuando los baños de las casas de clase media acomodada tenían el piso revestido con ellas. El modelo del zapato, sin embargo, todavía anda por la ciudad, no se ha extinguido en las vidrieras ni en los pies. Quizá sea porque los zapatos viven en un ritmo paralelo al de la historia; se hacen visibles para invisibilizar los pies, y en ese mismo gesto, a la vez, se ocultan por timidez. Basta con detenerse en las posturas que adquieren pies y zapatos en los pasajeros sentados de un colectivo o un tren para descubrir que ellos siempre están tramando otra cosa. A veces se trata de historias desacompasadas, no necesariamente opuestas: el agotamiento que queda coronado en unos zapatos que se ponen de canto; la rabia o la impaciencia manifiesta en aquellos que se sostienen sólo con la parte trasera del taco; vergüenza y timidez en esos empeines escondidos detrás del talón de un pie acurrucado como un bandoneón.
Zapatos y pies mantienen una extraña alianza que se remonta desde muy lejos. El gremio de los tipógrafos supo estar asociado desde el XIX a los cambios revolucionarios, aunque desde mucho antes los zapateros han representado el pensamiento alternativo y rebelde. Uno apelaba al valor de corporizar la letra; el otro protege el cuerpo inventando una frontera entre el pie y el mundo. Uno aspiraba y celebraba la elevación del espíritu; el otro se afirma en la experiencia para multiplicarla: el zapato protege al pie del mundo al tiempo que lo hace mundo: invita al pie a tomar distancia del suelo y lo invita también a dialogar con la tierra. Es una altura que crece hacia abajo. Y siempre más. Lo sabían los poetas homéricos cuando decidieron que Ulises fuera reconocido a su regreso a Itaca después de veinte años de ausencia por una cicatriz en el pie. Montaigne se ocupó de los zapatos en sus ensayos para acercarse al misterio, y Rousseau, que conocía muy bien de qué se trataba, se ocupó de enfatizar que él descendía de zapateros. No habría que olvidar los pies descalzos de Tom Sawyer ni los análisis y conclusiones de Sarmiento sobre los pies de los estadounidenses: cuidan sus pies, dice, porque son un pueblo abierto a los caminos; dejan que sus pies descansen sobre las sillas porque saben que siempre ensanchan sus propios límites. Los zapatos maltrechos de Carlitos en medio de la miseria de los desocupados por la crisis. El recuerdo de Thomas Bernhard que en un internado a principios de los 40 era obligado a estudiar el violín encerrado en la sala de los zapatos: arte y castigo en un diminuto cuarto sin ventanas y recubierto de zapatos extraños. Un pequeño paso para un hombre y un gran salto para la humanidad. Jacques Lacan, luego de tropezar con una piedra en el campus del MIT de camino a una conferencia, aseguró a la audiencia que no estaba seguro de poder hablar porque él pensaba con los pies. Las zapatillas colgadas de las víctimas del incendio de Cromañón. Y todos los zapatos que dejan los cuerpos de los accidentados en choques de autos, trenes, amontonamientos y persecuciones; no faltan quienes dicen que si hay un alma debe estar en los pies.
Horacio Coppola enfocó la cámara sobre su propio zapato antes de salir y antes de entrar; es decir, cuando el presente aún no dejaba de ser y el futuro era un cuerpo por descubrir.
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
Otras notas de Vitagliano en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Vitagliano
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1 comentario:
Antes que nada, felicitaciones por Escritores del Mundo, es realmente algo valioso. No lo leo todo pero lo voy salpicando y siempre tiene algunas cosas que me gustan de verdad mucho.
Y ahora, sobre este texto tuyo, Miguel: me encanta, y me maravilla la foto. Puedo aportar algo, aunque es demasiado terrible y pido disculpas por el bajón: me acordé de los miles de zapatos acumulados y polvorientos que se exhiben en Auschwitz, en vitrinas descomunales porque son demasiados, no cabrían de otro modo. Una vitrina para los zapatos de los hombres asesinados, otra para los de las mujeres y otra con tantos, tantos zapatitos de niños de todas las edades, de bebés, de nenes chicos, de chicos grandes. Cuando vi eso me quebré, no me había quebrado antes, en cosas peores, pero era tan brutal esa acumulación, transmitían una PRESENCIA esos zapatitos vacíos. Ese desacompasamiento que decís ahora hablaba de otra cosa, los zapatos todavía con las marcas del uso, de la vida que los había llenado. Tal vez en eso que marcás, la autonomía que adquieren los zapatos vistiendo los pies con sus gestos propios, esté la explicación de lo insoportable de verlos ahí, cada uno con sus particulares señas de desgaste vital pero vacíos. Sobre todo los de niños, estamos acostumbrados a ver esos piecitos saltando y corriendo y llenándose de tierra y barro. Los pibes gastan una zapatilla en meses y ahí estaban, gastados y quietos, cadáveres de la infancia. Había otras vitrinas con otras cosas terribles pero nada tenía la fuerza de los zapatitos.
Hay algo como la metonimia más humana en los zapatos, ¿no? Eso que decís sobre los pies como el andar, su relación con el presente y el pasado, con el piso, con la protección y con la frontera que, supongo, es también la que nos separa de ser parte de la naturaleza, la que nos trae de este lado de la cultura.
En fin...pensar que esos zapatos fueron prolijamente conservados por los nazis y por eso pueden exhibirse hoy, que se los hicieron sacar antes de asesinarlos, que los guardaron cuidadosa, alemanamente almacenados porque podían ser útiles.
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