APUNTES

Ochentoso: primera crítica a la crítica, por Pablo Luzuriaga


¿Qué es lo que un intelectual lee? ¿Qué es lo que decide un itinerario de lecturas? Cuando fue reeditado Contra la interpretación de Susan Sontag, en 1996, la escritora norteamericana le agregó un breve prólogo, una nota y algunos agradecimientos. “Treinta años después” fue el título de la presentación y puesta al día del libro que contenía sus célebres ensayos escritos al calor de los años sesenta. Cuando en 1963, Sontag escribía su ensayo sobre Lukács, el filósofo húngaro, por su parte, había escrito, pocos meses antes en julio de 1962, un prólogo a la reedición de su más conocida colección de ensayos de juventud Teoría de la novela. Los prólogos a las reediciones intentan, en vano casi siempre, comunicarle a los nuevos lectores el modo en que una obra, que en el pasado produjo un relativo impacto, tendría que ser leída una vez pasado el tiempo y las ideas cambiadas. Sabemos qué dijo Lukács sobre su obra temprana; Sontag, en cambio, cierra su evaluación del siguiente modo: “Puede que los juicios del gusto expresados en estos ensayos hayan triunfado. Pero no los valores subyacentes a estos juicios”. El filósofo húngaro justificó sus textos tempranos, de los que abjuraba, con el siguiente argumento: “El momento que determinó su génesis fue el estallido de la guerra en 1914, el efecto que había producido en la intelectualidad de izquierda la aceptación de la guerra por la socialdemocracia”. Un libro nacido “en un estado de ánimo de desesperación permanente acerca de la situación del mundo”, dijo.
    En 2000, fue reeditado El imperio de los sentimientos de Beatriz Sarlo; en el prólogo que intenta presentar el modo de leer sus investigaciones de los años ochenta, la ensayista argentina explica:

«En 1985 yo creía que esas tres primeras décadas del siglo XX tenían claves importantes para entender la “diferencia” argentina. Pensaba también que la salida de la dictadura militar era una nueva oportunidad para este país y que el primer tercio del siglo XX podía ser revisitado para descubrir allí, por lo menos, las oportunidades perdidas» (Sarlo, 2000, p.12).

El campo intelectual argentino que se proponía acompañar el proceso definitivo de institucionalización democrática pasaba por alto, al menos momentáneamente, los cercanos setenta y su violencia política, los no tan lejanos “años sesenta”, todo el primer peronismo; para volver sobre los años veinte y treinta, y encontrar allí, en el origen de nuestra modernidad, algunas respuestas para ese futuro que la primavera democrática proponía.
    Los años veinte como una usina de soluciones inmaculada del periplo de sucesivos golpes de Estado y períodos democráticos más y menos legítimos. Una época signada por lo nuevo, por un futuro luego truncado al calor de la creciente violencia política que tan cerca estaba aún de esos mediados ochenta. Sabemos qué coordenadas tuvo la curva que le dio forma a esa cosa que la academia aplana bajo el nombre de “estado de la cuestión”: a principios de los noventa, con la publicación del trabajo de Oscar Terán Nuestros años sesenta (1991) e Intelectuales y poder en la década del sesenta (1991) de Silvia Sigal, entre otros desarrollos pioneros, comenzó un nuevo arco de investigaciones que fue avanzando hasta volver su mirada sobre la violencia política de los setenta. Incluso ya hace unos años, en una revista paradigmática respecto de este arco de preocupaciones como lo es Confines, la reflexión historiográfica pareciera estar pudiendo tocar aquellos primeros años de la democracia alfonsinista.
    La explicación de Beatriz Sarlo, el modo en que ella justifica sus preocupaciones al promediar los años ochenta, pareciera contener el mismo presupuesto que entorno al año 2000 se usó para explicar por qué  había tardado tanto tiempo el habla y la escucha sobre la militancia política de los desaparecidos: era necesario borrar la violencia política de las víctimas para dar paso a los juicios, al Estado de Derecho, a las instituciones. Fue necesario no hablar de ciertos temas para poder establecer pactos básicos de la vida en común, tras el Estado criminal que los había roto todos. Con la aparición de H.I.J.O.S., la subjetividad diluida de los desaparecidos (“fueron llevados a los campos por pensar distinto”, podía oírse) fue puesta en primer plano y hoy, al menos en los principales centros urbanos del país, se puede hablar de la Lucha Armada sin problemas (no es el caso de la enorme mayoría de las provincias donde aun no hay otra palabra que “subversión” para nombrar al activismo de los setenta).
    Hoy sabemos que la relación del presente con la experiencia argentina de los años setenta es un poco más “justa”, esa imagen en blanco que había en las banderas detrás del rostro de los desaparecidos hoy contiene cantidad de colores que pueden gustar más o menos, pero ahí están.
    La pregunta con que quisieramos cerrar esta primera nota sobre los años ochenta es, entonces, la siguiente: ¿en qué medida la lectura de nuestra modernidad, "periférica", se vio limitada por aquello que no podía ser dicho en los años ochenta? ¿Hasta qué punto la reescritura del pasado argentino, de la tradición cultural, que fue llevada adelante como programa en los ochenta sufre de la imposibilidad de hablar sin eufemismos ni rodeos retóricos de la violencia? Uno de los síntomas principales producto de este límite es el que analizaremos en la siguiente nota: el de una crítica, la de los ochenta, que lee el mundo como si tuviera una clave que pudiera, acaso, descifrarse.


Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)
Imprimir

No hay comentarios:

Publicar un comentario