ESCRITORES EN SITUACIÓN

Una mirada americana, por Alcides Rodríguez




“El único romántico argentino que ha sido capaz de hacerse una reputación en Europa (…) El señor Sarmiento ha escrito y publicado esta obra, nueva y llena de atracción, instructiva

como historia, interesante como una novela, brillante en imágenes y color”.


Charles de Mazade, sobre el Facundo. Revue de deux Mondes, 1ª de octubre de 1846.


Hacia mediados del siglo XIX cualquier ciudadano del mundo que deseara interiorizarse sobre la realidad política, social y cultural de la Hispanoamérica independiente sabía que uno de los primeros libros que tenía que leer era el Facundo de Domingo F. Sarmiento. Desde el momento en que el crítico Charles de Mazade publicara en 1846 su reseña del libro en la célebre Revue des deux Mondes, el Facundo y su autor se transformaron en una inevitable guía que brindaba las claves para la comprensión de ese mundo algo sísmico en el que todo se transformaba rápidamente. El hecho de que Sarmiento tomara de la realidad estadounidense muchos de los materiales con los que construyó su modelo ideal de civilización lo convirtieron en un puente entre dos mundos. En los EE. UU. sus textos eran leídos por todo intelectual interesado en cuestiones latinoamericanas. Mary Mann, viuda del gran educador Horace Mann y una de sus más queridas amistades, había traducido al inglés el Facundo en 1868 con una reseña biográfica escrita con numerosos datos proporcionados por el propio Sarmiento. El gran hispanista George Tricknor tuvo el gesto de comentarle que Recuerdos de provincia era una obra maestra. Sarmiento mismo no dudaba en escribir que su Facundo, junto a la Historia de Belgrano y de la independencia argentina de su amigo Bartolomé Mitre, eran las obras que hacían posible comprender la compleja realidad de nuestras sociedades.

    Durante los años de la Segunda guerra mundial las relaciones entre la Argentina y los EE. UU. oscilaron entre una razonable vecindad y una profunda agresividad. El meollo de la cuestión pasaba en buena medida por la tozuda neutralidad asumida por el país sudamericano frente al colosal conflicto. A principios de 1944 la Argentina había roto relaciones diplomáticas con la Alemania nazi, pero se abstuvo de declararle la guerra. Este hecho motivó que ciertos sectores de la administración norteamericana intensificasen las presiones sobre Buenos Aires para que declarase la guerra al Eje, en un amplio abanico que iba desde la diplomacia hasta la economía. Cobró fuerza, sobre todo en las manifestaciones públicas, la idea de que la actitud del país simplemente obedecía a las simpatías nazifascistas de su gobierno. Aún después de finalizado el conflicto muchos fueron los que en Washington siguieron pensando que la candidatura de Juan D. Perón a la presidencia representaba una supervivencia del fascismo derrotado en Europa. La intervención del ex embajador norteamericano Spruille Braden en la campaña electoral del ´46 es una buena prueba de la fuerza que tenía esta creencia. Pero la llegada en 1947 de George Marshall a la Secretaría de Estado modificó sensiblemente las relaciones entre ambos países. Sin abandonar los estandarizados discursos acerca del fascismo de las nuevas autoridades argentinas, el nuevo secretario inició una política de acercamiento y entendimiento. Y es que, en el momento en que nacía la Guerra Fría, la gran potencia norteamericana aspiraba a instalar una temperatura un poco más agradable para sus intereses en América del Sur. Soplaban tiempos mejores para unas relaciones que nunca habían sido sencillas. No sorprende entonces que en estos mismos años haya crecido el interés en el mundo intelectual norteamericano por comprender las realidades continentales fuera de la América angloparlante. En este sentido la Universidad de Princeton inauguró en esos años los departamentos de Historia y Lengua modernas en el marco de un nuevo programa de estudios que apuntaba a preparar estudiantes especializados en temas latinoamericanos para las carreras de negocios y diplomacia. Desde 1944 Allison Williams Bunkley, un joven profesor universitario de Princeton, venía profundizando sus estudios acerca de la realidad argentina, especializándose particularmente en la vida y la obra de Sarmiento. Llegó a editar un pequeño periódico, Argentine News, en donde divulgaba información acerca del país objeto de sus estudios. En 1946 el Departamento de Estado le concedió una beca para continuar su trabajo sobre Sarmiento en Argentina y otros países de América del Sur y, dos años más tarde, su propia universidad le concedió otra para completar su investigación. Al año siguiente, le entregó a sus editores el manuscrito de la obra de su vida, The life of Sarmiento. En él partía de la idea de que la “tradición hispánica” era uno de los elementos básicos para comprender a Sarmiento y el medio en el cual le tocó vivir y luchar. Esta “tradición”, que apenas había incorporado algo de la “civilización de la ilustración y la Era de la Razón”, alimentaba el egocentrismo, el personalismo y el integrismo del hombre hispanoamericano aún después de roto el vínculo con la metrópoli peninsular. Eran sociedades completamente atomizadas, en donde cada hombre era una república en sí misma. Su organización era posible en el momento en que cada una de estas repúblicas individuales lograba conformar una suerte de “confederación”, cuya unidad se mantenía gracias a una masiva transferencia de lealtad política depositada en las manos de un liderazgo personal fuerte e indiscutido. Este era el mundo en donde el caudillo personalista cobraba vida y fortaleza. Guiado por las ideas de Américo Castro, su profesor y mentor en Princeton, Bunkley consideraba que la persistencia de esta tradición en el mundo hispanoamericano permitía explicar tanto la genialidad individual de sus máximos exponentes intelectuales como las grandes dificultades que estas sociedades tenían para perfeccionar en clave moderna sus instituciones políticas, sociales y económicas. El caso argentino era bien característico: todos los intentos decimonónicos de construir una “nomocracia”, un gobierno basado en una legalidad abstracta que estuviese por encima de las personalidades, habían fracasado ante la feroz resistencia de los mejores exponentes de aquella durable tradición. Y justamente lo que atrapaba el interés de Bunkley era el fracaso de lo que consideraba había sido el mejor y más profundo intento, el de Domingo F. Sarmiento. Atrapado él mismo en un irresoluble conflicto íntimo entre una modernidad tan deseada y esa tradición que había moldeado su propia personalidad, Sarmiento no había logrado que la Argentina trascendiera la profunda marca personalista heredada de su pasado hispánico. La habilidad y fortaleza de los caudillos habían hecho naufragar todos sus esfuerzos. Como Robinson Crusoe en su isla, hacia el final de su vida Sarmiento seguía cavilando en Conflictos y armonías de las razas en América acerca del problema, mientras en tierra firme aparecía un nuevo modelo de caudillo que, en palabras de Bunkley, era un “personalista encubierto con la vestimenta constitucional y protegido por las instituciones republicanas”. La paradoja del asunto era que quizá el propio Sarmiento, presentado por Bunkley como un intransigente caudillo modernizador, le había insuflado vida a este nuevo modelo con su presidencia. El espíritu de Facundo Quiroga no estaba muerto; con típica astucia de gaucho había sabido adaptarse a las circunstancias. Revitalizado en la persona de su peor enemigo, había puesto la “nomocracia” formal a su servicio para así preservar su irremediable personalismo hispánico.
    En 1947 Bunkley había publicado dos artículos acerca del gobierno de Perón: uno para la Yale Review y el otro para Newsweek Magazine. En su segunda visita a la Argentina y otros países sudamericanos se había entrevistado con escritores e intelectuales censurados por el gobierno argentino, divulgando esta información en Nassau Sovereign, una publicación que circulaba en Princeton. Tanto el Departamento de Estado como los ministerios de Relaciones Exteriores de varios países se mostraron compresiblemente interesados en esta información. Esta actividad le generó previsibles problemas en la Argentina peronista. En 1950 Bunkley estaba trabajando en una historia del peronismo. La dirección hacia la que apuntaba su análisis la podemos imaginar leyendo las últimas páginas de su biografía de Sarmiento.

“Casi tres cuartos de siglo después de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, la lucha entre el personalismo y la nomocracia continuaba en la política argentina. Sarmiento ha sido repudiado por el nuevo personalismo. Los “nacionalistas”, partidarios de Perón, han mutilado sus estatuas. Su retrato ha sido descolgado de las escuelas que él fundó. Lo han descrito en términos desfavorables algunos de sus biógrafos más recientes y la escuela del revisionismo histórico se ha dedicado a destruir su reputación mientras enaltecía la de Rosas” .

    Y si alguna duda queda, ésta se despeja en una nota al pie de página, en la que Bunkley se refiere a Perón como “el dictador personalista del siglo XX”. Glorificar a Rosas, el gran enemigo de la modernización por la que Sarmiento luchó durante toda su vida, era el mejor homenaje que el gran caudillo personalista moderno le podía rendir al mejor representante del viejo personalismo de corte hispánico. Perón era una contundente prueba contemporánea del fracaso del proyecto de Sarmiento. La construcción de la “nomocracia” en la Argentina era todavía una asignatura pendiente. Pero el trabajo y la vida de Bunkley quedarían interrumpidos el día de su cumpleaños número veinticinco, al compás del absurdo giro de una ruleta rusa. Resulta paradójico que su trágica muerte se haya producido jugando un juego que bien podría haber jugado un “bárbaro” como Facundo Quiroga. Las tensiones entre civilización y barbarie, tan propias del alma de Sarmiento, también estaban presentes en la de su biógrafo norteamericano. En un contexto de creciente frialdad internacional, en momentos en los que los EE. UU. entretejían nuevas relaciones con la Argentina, Bunkley ofrecía al mundo angloamericano un camino para comprender la realidad política del país sudamericano. Una vez más, al igual que en el siglo XIX, las bases de ese camino descansaban sobre Sarmiento y su obra. El puente sabía resistir el paso del tiempo. Cabe preguntarse si, en pleno siglo XX, no hacía falta revisar algunas partes de su estructura.

Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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