PIES DE IMAGEN

Amor encallado, por Guillermo Korn


Husmean la mesa donde sobresalen unas hojas de papel. Flush, de ojos almendra y la perra Tulip. Nobleza obliga: ni de cocker spaniel ni de pastor alsaciano va la cosa.
    Porque Tati era un perro sin clase. Su nombre derivó de un juego de palabras. Así, con acento en la a, no como el padre del señor Hulot.
    Lo vieron jugando con alguien a metros del mar. Una caricia bastó para que los siguiera. Se sumó al grupo de amigos como sí nada y empezó a acompañarlos en sus largas caminatas por la playa. Escucharon que unos pibes lo llamaron: ¡Guacho, vení! Y allí fue saltando a saludarlos.
    Después se enteraron que Oliver y Ámbar fueron otros de sus nombres. Cada uno le decía a su modo. Esos bautismos suponían una amistosa apropiación. Era el juego de unos pocos. La mayoría lo miraba con distancia.

    Los que hablaron fueron parcos.
    –Es un perro peligroso. Muerde…
    –Arma jauría en el invierno. Cuando todos se van de acá.
    –De casualidad se salvó éste.
    Uno masculló algo sobre un veneno.
    Otro quiso ser más simpático. En la locuacidad que habilita el alcohol, comentó que lo tuvo en la mira para liquidarlo.
    Los viajes se sucedieron. Luego del turismo, el pueblo parecía cerrarse sobre sí mismo. Con menos gente no perdía su encanto. Al contrario. Al rato de llegar, el perro se les apareció. Estaba algo lastimado y más flaco. Gruñía. Eran unos agudos sonidos, entrecortados. Propios de un cuzquito y no de semejante porte. Ese recibimiento le aseguró abundante comida. Y sobre todo, mimos. Pócima mágica convertida en estrategia: viaje a viaje mantenerlo fuerte. Del resto se ocupaba solo. Así pasó la mosca berro, los perdigones, el embichamiento y las múltiples heridas que portaba cual estandarte.
    –Se cura con sus propias lambidas –les dijeron. Más difícil parecía sobrevivir a las miradas torvas y a las amenazas.
    ¿Qué tenía de peligroso? En verano perseguía y ladraba a los coches. Con más ganas al de la policía. Y se trenzaba con otros perros. Nada de otro mundo. Escucharon más: había mordido, hace un tiempo, a una mujer joven. Una turista yanqui, dicen.
    –Entonces es un perro antiimperialista –dijo el albañil que no mostraba simpatías por el animal.
    El amor por ese perro que parecía elegirlos, los fue ganando. Cada regreso a la ciudad cargaba unas lágrimas mal disimuladas. Muy corto resultaba ese tiempo para creerse sus dueños. Nadie podía llevarlo. Su lugar no era la ciudad, ni la vuelta a manzana su destino. Cómo reemplazar su trote anticipado a la playa, las vanas corridas sobre alguna distraída gaviota, y la libertad de moverse por el pueblo, solo o con la Negrita.
    Entre esos amigos, cada uno preserva un recuerdo compartido o de cosecha propia. La sobremesa acompasada por los crujidos secos de los restos del asado. La búsqueda de cobijo bajo la mesa, cuando llegó para entregarse manso a una improvisada curación. Frente a la panadería, echado, con un ojo atento a la partida del micro. La guapeza para enfrentar una jauría, antes que la impavidez se hiciera grito. Los juegos con el palito que a veces terminaba en el mar, su temible enemigo.
    Las cosas no ocurren para ser recordadas, pero igual encallan en la memoria.

Guillermo Korn (Buenos Aires)
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