APUNTES

Sobre vagos, holgazanes y mendigos, por Alcides Rodríguez.


El 11 de julio de 1935 la policía detenía a Rafael Pozzo, un ciudadano español de 49 años de edad que hacía veintitrés que residía en el país. Luego de hacer un recorrido de todas las desdichas de su vida, el detenido terminó admitiendo frente al comisario su “delito”: era un mendigo “profesional”. En su defensa afirmó que en los tiempos en que trabajaba como un “bruto” durante ocho horas diarias ganaba algo más de 3 pesos por día. Pidiendo limosna, obtenía entre 6 y 8 pesos diarios. Para Juan A. Ré, autor de El problema de la mendicidad en Buenos Aires. Sus causas y remedios, libro publicado en 1937 en la colección de la Biblioteca policial, casos como el de Pozzo eran buenos ejemplos de personas que se dedicaban a mendigar movidos, entre otras cosas, por un irrefrenable afán de vagancia.

    Nuestro autor se preocupó por documentar ampliamente su libro. Citaba ejemplos argentinos y de muchos otros países del mundo. Francamente excepcional era el caso del mendigo inglés Thomas Lidowe. Fue llevado ante la justicia acusado de vivir “como un rey” gracias a sus cincuenta y siete tentativas de suicidio. Lidowe se arrojó cuatro veces al Támesis y tres al mar; se abrió las venas nueve veces y, con calculado cuidado, tomó veneno y otras sustancias peligrosas en treinta y un ocasiones (tenía cierta preferencia por un barbitúrico, el veronal). Seleccionaba cuidadosamente el lugar en donde se iba a “suicidar”, verificando siempre que hubiese gente pudiente para salvarlo. Por ello tenía preferencia por los hoteles lujosos, logrando casi siempre que los impresionados (y adinerados) huéspedes hicieran una generosa suscripción a favor del “desesperado” suicida. Ante el juez, Lidowe sostuvo que, en tiempos de gran dificultad para ganarse el sustento, se hacía necesaria cierta creatividad para encontrar formas de vida poco explotadas. Ré no trataba sólo casos de mendigos individuales; también analizaba complejas organizaciones. En Alemania existía una especie de “bolsa” de mendigos, en la cual se repartían los distintos sectores de una ciudad para mendigar; previo pago, también proveía de muletas, lazarillos y otros “útiles necesarios” para ejercer el “oficio”. De forma similar, en los EE. UU. se había conformado un poderoso “sindicato de mendigos” en cuya sede social había un depósito con 3.000 muletas, 10.000 brazos y piernas ortopédicas de madera y caucho y otros adminículos por el estilo. Cada mañana los miembros del sindicato retiraban sus “instrumentos de trabajo”, restituyéndolos al anochecer. Cada “socio” también tenía a su disposición una variada cantidad de carteles cuya misión era “impresionar al transeúnte caritativo”, y podía consultar listas de personas especialmente caritativas y lugares lucrativos. Desde luego, Ré no perdía la oportunidad de destacar que el líder del sindicato era un millonario dado a la gran vida.
    Para la Edad Media la mendicidad fue un elemento bien integrado al cosmos cristiano que nunca generó inconvenientes en cuanto tal. En los orígenes de la modernidad comenzó a ser asociada a la idea de ocio improductivo y vagancia, y más aún en el momento en que la Revolución industrial comenzó a demandar inauditas cantidades de mano de obra. De ser un pobre de Cristo destinado a despertar piadosos sentimientos en almas pecadoras el mendigo se transformó en un holgazán vivía de los demás gracias al dominio del “arte” de dar lástima. Numerosas legislaciones comenzaron a ocuparse de lo que comenzó a ser visto como un problema. La Ley de Pobres inglesa de 1662 preveía que los “pícaros, vagabundos, holgazanes, personas fuera del orden y mendigos reincidentes” fuesen llevados a las plantaciones de ultramar a trabajar forzosamente durante siete años como sirvientes. En la Buenos Aires dieciochesca el virrey Vértiz publicaba un bando en 1779 en el cual obligaba a trabajar en la cosecha de la campaña a todos los “gauderios bagamundos y gente ociosa”. De la misma manera el gobernador entrerriano Justo J. de Urquiza sancionaba en 1860 una Ley de Vagos en la cual el vago era definido como aquella persona que no estaba en condiciones de demostrar fehacientemente de qué vivía. Se lo condenaba a tres meses de trabajos públicos, con todos los agravantes en caso de reincidencia.
    ¿Qué solución ofrecía Ré al “problema” de la mendicidad y la vagancia? Como Vértiz y Urquiza, proponía leyes que la reprimieran duramente. Ese primer momento represivo era seguido por una completa asistencia social y un proceso de “reeducación laboral” en asilos, talleres y colonias de trabajo, en donde el sujeto recuperaba hábitos de trabajo a través de la enseñanza de diversos oficios. La reeducación laboral del vago terminaba con la mendicidad y el delito. Convencido de la bondad de su propuesta, Ré no se planteaba el problema de cómo implementarla en tiempos de crisis económica, escasa oferta laboral y bajos salarios, tal como fueron los años treinta del siglo XX. Por ello cabe preguntarse si personajes como Pozzo o Lidowe eran gandules “de vocación” o en realidad eran individuos que renunciaban a recibir magros salarios a cambio de duras y extensas jornadas laborales. Los “gauderios” bonaerenses de Vértiz y los peones rurales entrerrianos, ¿eran vagos crónicos o eran personas que se resistían a incorporarse en forma plena al naciente mercado de trabajo rioplatense? Pudiendo generar recursos fuera de ese mercado laboral, ¿intuyeron de alguna manera el significado de la transformación que se estaba gestando a su alrededor, reservándose el momento de elegir cuándo trabajar en relación de dependencia y cuándo no hacerlo? Habrá que pensar si palabras como “vago”, “holgazán” y “mendigo” siempre han sido utilizadas para designar sólo a quienes piden limosna o se resisten a trabajar por repugnancia a la sola idea de hacerlo.

Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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