La noche de San Juan, las nubes encapotaron el resplandor de la luna y los vientos soplaban con furor incontenible.
En las calles, donde la luz se desvanecía como en las galerías de la mina, se encendieron las fogatas haciendo crepitar las piedras; entretanto Juan, el dirigente minero, acabó de acostar a cinco de sus hijos en una misma cama. Apagó la vela y se tendió de espaldas junto a su mujer.
Juan se mantuvo en vigilia, escuchando la risa de las mujeres y las voces de los obreros que bebían largos tragos de aguardiente. Cavilaba en la posibilidad de que el ejército, amparado por la noche, cercara el campamento minero. En efecto, poco antes de despuntar el alba, las bocas de los fusiles, más cortas que las bayonetas, estaban prestas a incendiar la atmósfera con vómitos de fuego.
Cuando las fogatas comenzaron a languidecer y los borrachos a dormir, ráfagas intermitentes hicieron florecer carnes entre alaridos que se oían por todas partes. Las calles eran teñidas con sangre y niños aterrados se escondían detrás de las puertas, acosados por las balas que zumbaban en el aire.
Juan, deslumbrado por los tiros de artillería, concibió la idea de correr al sindicato, con la intención de tocar la sirena y convocar a la huelga. Se vistió a tientas, abrió la puerta por donde entró un aire glacial a golpes y a su espalda alguien estalló en sollozos. Pero él, sin volver la mirada, ganó la calle, alzó el cuello de su chaqueta de cuero negro y avanzó adosado a la pared.
En una de las calles, donde los bazukazos hacían volar puertas y ventanas, una mujer plañía su dolor junto al cadáver de su marido.
El dirigente minero, sintiendo el latido de su corazón cerca de la boca y los látigos del viento en la cara, siguió ganando distancia, esquivando los bultos que se desangraban en el suelo.
En una acera cubierta de grava, muy cerca del rescoldo menguante de una fogata, vio desplomarse a un hombre sobre un hervidero de balas y, en la acera de enfrente, a una mujer que yacía con el vientre destrozado, en medio de un círculo de sangre que crecía debajo de sus polleras.
Al llegar a la sede del Sindicato, empujó la puerta con el hombro y corrió por las gradas en dirección a la sirena. En el rostro tenía una expresión de pavor y en la boca contenía un aliento a coca y mal de mina.
La sirena llenó el campamento minero con sonidos fúnebres. Juan descendió las gradas apoyándose en la baranda, mas apenas llegó a la puerta, los ojos se le agigantaron frente al brillo de las bayonetas, parecidas a las estalagmitas bajo el color sonrosado de la aurora.
Un capitán, adelantándose al piquete de soldados fuertemente armados, puso el frío metal del revólver entre los ojos de Juan y de un tiro le partió la cabeza. La víctima cayó violentamente de bruces y, con una mueca de dolor y espanto, quedó tendido tras rozar las bayonetas.
Víctor Montoya (Bolivia / Suecia)
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