Molesto ante una nueva encuesta sobre “¿Por qué escriben los escritores?”, Enrique Vila-Matas decidió poner la respuesta en sus pies: “También podrían preguntarme ustedes por qué acabo de hacer un moño en mis zapatos, y por qué no me he contentado con un nudo que, para el caso, me habría servido igual.”
Quizá se trató de un repentino y casual mirar hacia el suelo, pero la comparación entre la práctica de la escritura y el riesgo de intentar un moño ya estaba echada a rodar. Hacer un moño es muy distinto a hacer un nudo, aunque ambas sean alternativas para un mismo cordón. El nudo se cree suficiente, y el moño ni siquiera se conforma con lo que es y quiere más. Toda la gran familia de los nudos es una sola que se cree feliz, en cambio los moños se fingen parecidos para andar invisibles sintiéndose únicos.
Vila-Matas buscó la manera de no quedar anudado en la encuesta, lo que sucedería acaso si respondía acerca de las intenciones y extensiones de sus escritos. Prefirió dar cuenta de la tradición de una práctica para que ese rodeo, precisamente, trazara por sí solo el contorno de la silueta del moño. Del moño no dicho; es decir, de ese moño que podríamos llamar literatura: “En algún tiempo remoto, un antepasado hizo el primer moño. Nosotros no somos más que sus imitadores, un eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición. De modo que a quien habría que preguntarle por qué escribo es a ese antepasado, preguntarle por qué quiso ir más allá del nudo.”
Ni Michel de Montaigne puede ofrecernos la respuesta de quién decidió hacer por primera vez un moño. Sin embargo, hay un moño en el zapato de otro escritor, George Steiner (1929), en el que podríamos detenernos. El autor de ensayos críticos como Después de Babel y Presencias Reales, como de la novela The Portage to San Cristobal of A.H., donde se ficcionaliza la captura de Adolf Hitler anciano en una selva de Suramérica, nació con un defecto en su brazo derecho que le impide su utilización. Aun pese a la notable dificultad que eso le ocasionaba en sus años de infancia, la madre jamás le hizo sentir aquello, recuerda Steiner, como una falta sino como un signo de la buena fortuna. “Eres un hombre privilegiado, porque a raíz de tu brazo no tendrás que hacer el servicio militar”, le dijo a los nueve años, poco antes de estallar la guerra: “Muchos desearían tener tanta suerte.” El niño tardó un instante en sonreír. Similar extrañeza había experimentado meses antes, cuando la madre le compró el primer par de zapatos y se los dejó en el cuarto. En lugar de elegir unos botines de capellada cerrada completa o que tuvieran un cierre, le llevó un par de zapatos con cordones, iguales a los que tenían los demás niños. Steiner se calzó solo los zapatos nuevos y comenzó a intentar.
“Ese día aprendí que no había nada que no pudiera lograr con esfuerzo y que en el trabajo de hacerlo estaba contenido el gozo”, asegura George Steiner.
Siempre creyó haber hecho un moño en sus zapatos esa mañana. ¿Lo habrá conseguido desde la primera vez? O mejor: ¿cuál será el límite preciso entre un nudo y un moño?
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
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