Al costado del Mosela se yergue esa ciudad llamada Tréveris, la más antigua de Alemania. Diz que la fundaron los romanos, hace una pila de siglos, y para que nadie lo olvide, dejaron su impronta en la Porta Nigra, donde, entonces empezaba el muro protector, y ahora la peatonal. Príncipes y arzobispos, duques y reyes se turnaron para competir por el esplendor en las construcciones y monumentos: el Palacio de los Príncipes Electores, la Basílica y el convento. Entre una cosa y otra, porque la vida se hace de días y de horas, la gente sin nombre trabajaba como esclava, y sierva, y hasta proletaria, arrojando el bofe entre pestes y tisis y hambre, construía el puente imperial sobre el río para que que pasaran las legiones sin mojarse las sandalias, y la catedral y las iglesias románicas y góticas, implorando al Altísimo, y también el empedrado, y los comerciantes traían sus productos al mercado y las jóvenes y viejas cocinaban para grandes fastos entre hambrunas crónicas.
En esta ciudad sede de la túnica sagrada de Jesús, un cinco de mayo de 1818 nació un niño a quien llamaron Karl. Su casa era una casa barroca de tres plantas, en el número diez de la Brückenstrasse, -la calle del puente- y muy cerca del mercado donde desemboca la calle de los carniceros y del otro lado la de los panaderos. El joven Karl, hijo de una familia acomodada de rabinos convertidos al protestantismo, creció viendo aquello que los demás ignoraban, y que él, nítidamente diferenciaba: los esclavos muertos durante la construcción del imponente puente imperial sobre el Mosela, los siervos trayendo y llevando la piedra para edificar los templos, los proletarios de la revolución industrial. La clase atravesando los puentes de historia enterrada. La dialéctica de la emoción y el candor, diría un graffiti siglo y medio después, en 1968.
Pero antes de la peatonal y las marcas del consumo estampadas en todas las riberas de todos los ríos, antes de la publicidad y del todo va mejor, y de la confirmación – repetitiva- de la estupidez infinita a través de la pantalla y el video y el i-pod y el mp3 y el celular, antes de ello, el hombre, a quien entretanto le había crecido la barba, que ya había estudiado leyes y filosofía y que había escrito acerca de un fantasma que recorre Europa, debió esconderse y exiliarse para siempre de la casa de tres plantas y el Mosela, y de Alemania y Francia, acusado de exceso de imaginación y por las dudas. Se llamaba Karl y se apellidaba Marx.
Su casa, que ya no es su casa, 128 años después de su muerte, es un museo adonde 60 mil turistas año por año, como yo, van a respirar el aire que fue su aliento. A un costado, un afiche irónico: a afeitarse, Gillete. Su rostro barbudo adorna una taza de café; un vino del Mosela lleva su nombre.
El vino, no han podido evitarlo, es rojo y espeso, como su logo.
Esther Andradi (Berlín)
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