APUNTES

Acerca del tamaño de las tetas, por Federico Jeanmaire


En su Compendium, Tomás de Aquino no habla de las tetas. Faltaba más. Pero sí dice una cantidad de cosas que pueden servirnos para alumbrar enormemente el asunto. Entre ellas, y sin ir más lejos: “la inteligencia no se corresponde con ningún órgano corporal específico, así como la visión se corresponde con los ojos”.
    Suele pasar con los santos que, mientras hablan de un tema cualquiera, da la impresión de que estuvieran refiriéndose a otro muy diverso.
    Sabrá Dios por qué.
    De todas maneras, lo importante en el tamaño más glorioso de las tetas, me parece, tiene que ver, como muy bien apunta el bueno de Tomás, con la inteligencia y con los ojos.
    Vayamos por partes.

    En principio, no sé lo que le ocurrirá a una mujer al respecto, pero resulta prácticamente imposible, para un verdadero caballero, sacarle los ojos de encima a un portentoso par de tetas que nos habla a menos de tres metros de distancia. No se puede. Definitivamente, no se puede. Aunque lo intentemos una y otra vez. Aunque nuestra interlocutora sea francamente tonta o la más vieja y la más fea del barrio, nuestros ojos se quedan irremediablemente rondando por allí. Nada se puede hacer contra ese instinto mirón de tetas que llevamos incrustado en el alma, desde el mismísimo Adán, los depravados animales humanos masculinos.
    No hay vuelta.
    Eso y no otra cosa es la que afirma medio elípticamente Santo Tomás de Aquino: ante tales circunstancias, la visión, por tener unos órganos específicos que la alimentan, los ojos, no se da tiempo para escuchar los reclamos de nuestra inteligencia, porque, claro, la pobre inteligencia nuestra ni siquiera posee un órgano desde el cual pueda enviarle con alguna posibilidad de éxito una orden fulminante o, al menos, una merecida reprimenda a esos ojos tan mirones.
    Y otro despropósito más al respecto:
    Muy a pesar de que Carlos Marx repetía hasta el hartazgo aquello de que a cada cual según su merecimientoM, además de la naturaleza, y para hacerle todavía más difícil la vida social al hombre, el capitalismo, que casi todo lo puede, supo introducir siliconas allí donde los merecimientos particulares escaseaban, pero sobraba el dinero.
    Sin embargo.
    A no equivocarse. Tampoco debemos dejarnos llevar de las narices por las conclusiones a las que en un principio vamos arribando. Las cosas, por suerte, resultan un tanto más complicadas. Como pasa con casi todo, por otro lado, en esta precaria vida de hombres que llevamos sobre el mundo.
    Ahondemos.
    Si bien es perfectamente cierto lo que nos cuenta Aquino, aquello de que no podemos hacer absolutamente nada para esquivar la visión cercana de un par gigante de tetas, los hombres no somos unas bestias irracionales. No. De ninguna manera. Los hombres somos seres que, entre otros asuntos, nos hemos acostumbrado desde chicos a aprender, a acumular experiencias y, a partir de ellas, por ejemplo, buscar aquellas tetas que nos hagan felices y no quedarnos con las primeras que saltan de manera quizás exagerada ante nuestros ojos.
    En otro pasaje de su monumental Compendium, Tomás de Aquino nos explica que “el hombre, respecto de su inteligencia, aborrece la ignorancia y apetece la ciencia”. Claro como el agua, nuestro querido santo iluminador: la búsqueda de las tetas justas y gloriosas es una tarea que lleva su tiempo, que no se decide en una tonta y fugaz mirada a menos de tres metros de distancia. Con el paso de los años, y como aborrece la ignorancia, cada ser humano varón va conociendo distintas dimensiones de tetas. Distintas formas y distintas densidades e, incluso, desde hace algún tiempo, también distintos tipos de rellenos que las agrandan de manera considerable. Pero como, además, apetece la ciencia, el hombre comienza, paulatinamente, a no hacerle tanto caso a sus descontrolados ojos y a escuchar, medio científicamente y desde alguna paciencia, lo que le va dictando en voz baja su, a veces, escasamente escuchada inteligencia.
    Así es la vida, más o menos.
    Y como la vida es así y es una sola y las posibilidades de las tetas de su entorno son casi infinitas, el hombre, ese mismo hombre que no puede hacer absolutamente nada para detener a sus indecorosos ojos ante el exceso mamario, un día cualquiera y después de sopesar inteligentemente todo lo que ha visto y ha palpado por ahí, decide lo que decide acerca del tamaño que mejor le sienta a sus irrefrenables deseos de mujer.
    Entonces.
    Si se me permite.
    Aquí mismo, quien firma estas reflexiones, al no poder hacerse cargo de las decisiones de todo el género masculino porque, a pesar de ser argentino, no se anima a atribuirse semejante representación, va a tener que dejar a un lado el profundo estudio sociológico que venía realizando, para adentrarse en el terreno árido de lo estrictamente personal.
    Así que.
    Allá voy y que Dios y todos los santos del cielo, no sólo Tomás, me ayuden.
    En mi caso, entonces, debo reconocer que la ignorancia de la que habla Tomás de Aquino me llevó a preferir las tetas grandes a las pequeñas durante buena parte de mi juventud. Las veía, me entusiasmaban y no podía parar hasta tenerlas entre mis manos. No sé, me pasaba. Me ponía como loco imaginar primero el disfrute y poder, después de obtener laboriosamente el asentimiento de la propietaria de aquellas enormes tetas en cuestión, disfrutar de semejante desproporción. Sospecho que la cosa tenía que ver con poseerlas, con tenerlas al alcance de mis manos o de mis labios, con que fueran mías al menos por un rato y con otro montón de etcéteras masculinos parecidos y perfectamente zonzos. La verdad, la cruda verdad, es que jamás poseemos nada que no sea de nosotros mismos. Y, muchas veces, ni siquiera eso.
    Entonces.
    Y desde la franqueza más animal, debo afirmar que las tetas gigantes son una ilusión de fiesta, no constituyen ninguna fiesta.
    Porque, claro, esas tetas vienen acompañadas de una dueña. Y esa dueña es la primera en conocer la exagerada magnitud de sus partes. Tanto lo sabe que, de manera casi poética, en algún momento anterior a nuestro encuentro, ha construido una extraña sinécdoque con su cuerpo y con su alma: toda ella es sólo ese voluminoso par de tetas. Son el principio y el final de cualquier relación que establezcamos con ella. Con variantes, por supuesto. Están aquellas que no nos permiten besárselas ni tocárselas ni, mucho menos, a quién se le ocurre, ensayar algún cariñoso mordisco. Y están las otras, aquellas que hacen de esa zona, la única zona que, casi obligatoriamente, nos dejan visitar.
    Lo que subyace en ambos casos, me parece, es una fuerte limitación. O por defecto o por exceso. Pero siempre una limitación. Y ahí es en donde reside el quid de la cuestión: el sexo nunca se llevó bien con las limitaciones. O, para decirlo de un modo más preciso, ¿qué sentido tiene zambullirse en una cama nada más que con un par gigante de tetas?
    Por eso.
    Las prefiero pequeñas.
    Que conformen una parte del todo y no la totalidad. Que se presten para la fiesta y no la impongan. Que se puedan olvidar hasta que reaparezcan como una sorpresa. Que hagan y se dejen hacer. Que sean, en definitiva.
    ¿Cómo de pequeñas?
    Ahí supongo que habrá matices o, incluso, la posibilidad de acaloradas discusiones. En mi caso, no puedo sino remitirme, por enésima vez, a las palabras de Tomás de Aquino en su Compendium: “Cuatro son, por consiguiente, las calidades de los cuerpos gloriosos, a saber: sutileza, claridad, impasibilidad y agilidad”.
    Me gusta que el santo use la palabra gloriosos para referirse a los cuerpos. No sé, me gusta. Lo siento más cercano, más amigo. Y también me gustan las cualidades que ha sabido elegir. Estoy en un todo de acuerdo. Como a él, con los años, la inteligencia me ha sabido soplar que unas tetitas gloriosas son aquellas delicadas, casi vaporosas, que pueden permitirse andar así de sueltas por el mundo, sin sujeciones; que se vislumbran o imaginan con cierta claridad a través de las ropas, que permanecen imperturbables al tiempo que ágiles, saltarinas y dispuestas a jugar, llegado el momento, un juego sin límites.

Federico Jeanmaire (Buenos Aires)
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