Que el reinado de los Incas fue lo mejor que les pudo suceder a los pueblos andinos antes de la conquista española fue lo que el Inca Garcilaso de la Vega se propuso demostrar en el más célebre de sus libros, los Comentarios Reales. Dividió la historia andina en dos edades: antes y después de la llegada de los Incas. En la primera edad describía un caótico estado de cosas que iba desde la más absoluta de las barbaries hasta, en el mejor de los casos, precarias formas de vida organizada en las cuales la violencia y la arbitrariedad eran la norma. Los jefes, que no duraban mucho, eran crueles y tiránicos. Las vestimentas, rudimentarias, y la comida, sin refinamiento alguno. Vivían en cuevas o refugios sumamente elementales, y apenas conocían formas básicas de agricultura. Peor aún, todos eran consumados idólatras. Estos pueblos adoraban con pasión animales, plantas, arbustos, piedras o montañas. También adoraban a cualquiera de los cuatro elementos. Eran capaces de realizar espantosos sacrificios humanos, extirpando corazón y pulmones, y rociando a sus ídolos con la sangre de las víctimas. No era infrecuente que terminasen las ceremonias religiosas dándose un gran banquete con lo que quedaba de ellas.
La segunda edad que iniciaban los Incas terminaba con esta lamentable situación. Citando a un tío suyo, el Inca Garcilaso describía cómo “Nuestro Padre el Sol” mandó a su hijo e hija con la misión de ordenar el mundo andino. Dieron preceptos y leyes para que todos “viviesen como hombres en razón y urbanidad, para que habitasen en casas y pueblos poblados, supiesen labrar las tierras, cultivar las plantas y mieses, criar los ganados y gozar de ellos y de los frutos de la tierra como hombres racionales y no como bestias”. El “Padre Sol” daba siempre una vuelta diaria sobre la tierra para asegurarle a los súbditos de sus hijos todo lo necesario para una vida feliz. Los “príncipes” Incas reinaron ayudados por los amautas, “filósofos y doctores de su república”. Se percibe en el texto cómo al Inca Garcilaso le gustaba destacar que gracias a ellos la cultura incaica había producido elaborados conocimientos en geometría, aritmética, geografía, música, botánica, astrología, medicina o filosofía moral. De todas formas lo fundamental de la misión de los Incas estaba en el terreno religioso. Por su expresa orden todos los habitantes del imperio adoraron a tres deidades. En primer lugar, Pachacámac, supremo, invisible y espiritual Dios y señor; luego, el “Padre Sol”, por todo el bien que hacía al universo; y por último la Luna, por ser su mujer y hermana. Postularon la inmortalidad del alma, la resurrección de los cuerpos y la división del mundo en tres partes: el mundo alto, donde iban los buenos; el mundo bajo, nuestro mundo sensible y corrupto; y el mundo inferior o “Zupaipa Huacin”, que venía a significar la “Casa del Demonio”. Sólo los reyes incas y sus amautas podían comprender la profundidad de todas estas creencias, y por ello estaban llamados a dirigir con amorosa paciencia a una humanidad andina tentada de volver a las espantosas costumbres de la primera edad. Gracias a su reinado “aquellas fieras” se transformaron en hombres “capaces de razón y de cualquiera buena doctrina”.
En 1550 se producía en Valladolid la célebre controversia entre el dominico fray Bartolomé de las Casas y el humanista Juan Ginés de Sepúlveda acerca de la verdadera condición de los indígenas americanos, en el marco de la discusión en torno a la legitimidad de la conquista española de América. Para Sepúlveda, culto humanista discípulo de Pietro Pomponazzi y traductor de Aristóteles, la guerra, la conquista y la dominación de España estaba legitimada por la natural inferioridad, barbarie e irracionalidad de los indígenas americanos. Lo mejor que les podía suceder a estos irremediables idólatras era ser conquistados para recibir, por la fuerza de las armas, la doctrina católica que los salvaría de las llamas del infierno. Fray Bartolomé de las Casas atacaba el corazón de la argumentación de Sepúlveda sosteniendo que los pueblos americanos no eran ni irracionales ni bárbaros. Dueños de una saludable inclinación por la piedad religiosa, tenían luz natural suficiente como para autogobernarse. Sólo necesitaban ser orientados por un pacífico gobierno tutelar español que los guiara hacia la única y verdadera religión, sin privarles de sus derechos de propiedad ni de ser gobernados por sus propios príncipes, que les pertenecían en virtud de la ley natural. La conversión debía lograrse por la persuasión, evitando toda conquista violenta que sólo generaba tragedia y esclavitud. Pero en la segunda mitad del siglo XVI la consolidación del dominio imperial español en América seguía más los argumentos de Sepúlveda que los de fray Bartolomé. El virrey Francisco de Toledo, supremo organizador del virreinato del Perú y creador de la tristemente célebre mita potosina, es buen ejemplo de ello. Preocupado por la represión y sometimiento de los indígenas, estimuló, con apoyo de los jesuitas, la difusión de la idea de que, antes de la conquista, los Incas y los pueblos andinos en general habían sido y aún eran irremediables idólatras bien asidos por las garras del Demonio. Humanistas como Pedro Sarmiento de Gamboa o jesuitas como el padre Joseph de Arriaga se encargaron de fortalecer tales argumentos con sus plumas. Se imponían tiempos de violencia y evangelización forzosa. Siguiendo la huella toledana se produjeron entre los siglos XVI y XVII las campañas de “extirpación” de la idolatría, procesos en los cuales los “extirpadores” buscaban destruir todo vestigio material y espiritual de la religiosidad indígena.
Establecido en España desde 1561, el Inca Garcilaso publicó sus Comentarios Reales en 1609. No fue el único que defendía a los Incas: otro mestizo, el jesuita Blas Valera, ya había hecho lo propio con varias de sus obras unos años antes, utilizadas por el propio Garcilaso para elaborar la suya. Sin negar la existencia de idolatría en el Perú, el Inca Garcilaso se propuso demostrar que bajo ningún punto de vista los Incas habían sido idólatras. Más bien al contrario: al elaborar concepciones que se acercaban notablemente a las verdades del cristianismo, habían dejando el terreno bien abonado para una futura evangelización. La aparición de la palabra revelada de la mano de la conquista española completaba la tarea, inaugurando así la tercera y definitiva edad en la cual los pueblos americanos ingresaban al orbe cristiano y a su salvación.
El Sol ocupa un lugar clave en esta versión providencialista. Hijo de una sobrina de Huayna Cápac, el Inca Garcilaso fue también un hombre del Renacimiento. En 1586 tradujo Los diálogos de Amor, del poeta y filósofo platónico León Hebreo, muy leídos a lo largo de todo el siglo XVI, incluso por personalidades como Cervantes y Montaigne, que llegó a destacar su popularidad. En la obra el Sol era considerado padre de la “hermosa luz” que hace hermosos al resto de los cuerpos del universo. Más aún, el poeta escribía que “la obra del amor de Dios es causar nuestra felicidad y la de todo el universo; y es la obra del Sol la causa de que nosotros le veamos”. En Los diálogos de Amor se encuentran trazas de lo que se suele denominar el “mito solar” del Renacimiento. Ya el sabio bizantino Gemisto Pletón, maestro de varios de los más importantes humanistas italianos del siglo XV, había intentado restaurar una religión solar en Morea, en el Peloponeso. A lo largo de ese siglo se difundió entre los círculos cultivados renacentistas una nueva y a la vez antigua teología solar. Marsilio Ficino, defensor de un cristianismo fuertemente platonizante y principal traductor de Platón y los textos herméticos de su época, escribió un tratado, De sole, que ubicaba al Sol en una suerte de centralidad metafísica universal. El Sol era para Ficino “el ojo eterno que todo lo ve, la luz celeste súper eminente que regula las cosas del cielo y del cosmos, que guía y mueve el armónico curso del mundo, señor del mundo,… ojo del mundo que todo recorre, poseedor del sello que modela todas las formas mundanas”. Pensando en la estructura del Universo, Giovanni Pico de la Mirandola se inclinaba en sus comentarios al Salmo XVIII, Caeli enarrant gloriam Dei, por un sistema combinado, en el cual alrededor del Sol giraban los planetas, al mismo tiempo que todos ellos giraban alrededor de la Tierra. Resultaría interesante saber si Copérnico leyó los tratados de Ficino y de Pico. Lo que sí se sabe es que en su biblioteca tenía un ejemplar de un texto neoplatónico muy importante: la defensa de Platón elaborada por el cardenal Bessarion, uno de los grandes discípulos de Pletón. Su sistema heliocéntrico le debe mucho al neoplatonismo y al hermetismo renacentista. Todo ello convierte al Sol en un gran eslabón que une a importantes humanistas como Ficino o Pico con Copérnico y con el gran defensor de los reyes Incas. Restaría saber cuánto de ese Sol renacentista brillaba en el lago Titicaca y en el Coricancha del Cuzco.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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3 comentarios:
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