“Me habían pedido que examinase a un chico de 15 años cuyos comportamientos parecían sorprendentes. Vi llegar a un pequeño pelirrojo de piel blanca, vestido con un pesado abrigo azul con cuello aterciopelado. En pleno junio, en Toulon, resulta una prenda sorprendente. El joven evitaba mirarme directamente a los ojos y hablaba tan quedamente que me fue difícil oír si su discurso era coherente. Se había evocado la esquizofrenia.”
Varias entrevistas sucesivas le fueron revelando al etólogo, neurólogo, psiquiatra y psicoanalista Boris Cyrulnik el mundo en el que vivía su joven paciente. Sacado del placard paterno, el abrigo azul lo salvaba de tener que explicar por qué no tenía una camisa. Habitaba en la parte más baja de la ciudad, en una casa con dos habitaciones. En la primera habitación un despiadado cáncer iba apagando la vida de una abuela casi postrada. Un padre alcohólico compartía la segunda habitación con un perro. No había madre. El pequeño pelirrojo se levantaba todos los días temprano, limpiaba la casa y cocinaba para todos. Por la tarde se iba a la escuela. Era un buen estudiante, aunque se relacionaba muy poco con sus compañeros. Luego de la escuela pasaba por el mercado, haciendo las compras necesarias para el resto del día y la mañana siguiente. De vuelta en su hogar, limpiaba las habitaciones otra vez, repartía todos los medicamentos del caso y preparaba la cena. Terminado el día, el pequeño pelirrojo iniciaba por las noches la única actividad del día que le daba un momento de felicidad: el estudio.
Esta rutina tuvo un abrupto cambio el día en que un profesor de lenguas no europeas se le acercó y lo invitó, junto a un compañero de clase, a tomar un café en un bar para charlar acerca del contenido de un programa emitido por France-Culture. Fue un antes y un después: nunca nadie le había hablado tan amistosamente ni le había hecho esa clase de proposición. Ese día volvió colmado de felicidad a su casa. Quizás el tema a discutir no fuera muy atractivo para la mayoría de los jóvenes de su edad, pero para él fue la posibilidad de disfrutar de unos inesperados momentos de amistad y lo introdujo en el mundo de la discusión intelectual. También lo ayudó a huir un rato de los sinsabores de su vida diaria. Ese mágico café fue el primer paso; al poco tiempo dos terribles acontecimientos modificaron su realidad. El cáncer terminó con la vida de su abuela, y su padre, beodo como de costumbre, fue atropellado por un automóvil cuando perseguía a su acompañante canino. Dramáticamente liberado, el joven completó sus estudios secundarios y después inició lo que sería una brillante carrera en lenguas orientales.
Para Cyrulnik este caso, uno de los varios que presenta en Los patitos feos, es un claro ejemplo de cómo opera la resiliencia. Para decirlo en pocas palabras, la resiliencia es aquella complejidad que deviene en un individuo que ha experimentado situaciones traumáticas, tales como abandono, catástrofes naturales, guerras, violencia extrema, entre otros. No sólo intenta reparar el daño producido sino que de ella emerge una fuerza creativa que remodela circuitos neuronales, generando nuevas posibilidades para el individuo, nuevos sentidos sobre la experiencia vivida y futura. Durante su temprana infancia el joven pelirrojo llegó a adquirir recursos suficientes que lo hicieron particularmente resistente al dolor. Un contexto afectivo en su primera infancia impregnó de alguna manera su memoria biológica no consciente con modos de reacción y formas de comportamiento que, unidos a diversos mecanismos de defensa generados posteriormente, le ayudaron a superar las duras pruebas de su adolescencia. De haber permanecido inalterable el contexto en el que vivió toda su infancia, probablemente el joven pelirrojo habría terminado por aprender un oficio para seguir manteniendo a su abuela y a su padre, reservando para sí mismo algunos pocos islotes de estudio y placer rodeados de un océano de desdicha. El contacto con el profesor de lenguas fue decisivo: no sólo por el sentido que le dio a su vida sino también por lo amistoso del mismo. Fue el momento en el que su memoria afectiva, elemento fundamental para que la resiliencia haga lo suyo, se disparó. Cyrulnik considera que para construir la felicidad hay que tener en principio un grupo de pertenencia afectuoso y un proyecto de vida. Y de fundamental importancia es estar “atado” a una persona que represente nuevas posibilidades. “La felicidad - sostiene - es una representación. (Si) se ama a alguien, si uno está “atado” a esa persona (…), uno habita sus representaciones. Y si esas representaciones son dinámicas, felices, nos hablará alegremente, creará un mundo sensorial que desarrollará en nosotros la probabilidad de la felicidad. Después de la adolescencia, cuando nos opondremos a nuestros padres para continuar nuestro desarrollo, nos corresponde a nosotros elaborar nuestro propio proyecto, trabajar en nuestra felicidad o en nuestra desdicha”. El desarrollo de una capacidad resiliente es clave para que muchos niños y jóvenes afectados por profundos traumas tengan la posibilidad de torcer un probable futuro desgraciado.
Antes de ser deportados a Auswichtz, los desesperados padres de Cyrulnik lograron, en los tristes tiempos de la Francia ocupada, ubicar a su hijo en una pensión. Trasladado a la Asistencia Pública francesa, fue adoptado por una institutriz que lo escondió en su casa. Durante una redada policial fue capturado y encerrado junto a otros judíos en la sinagoga de Burdeos, de la cual se escapó antes de ser deportado. Una enfermera lo sacó oculto en una camioneta de la ciudad. Con nombre falso trabajó en una granja hasta que llegó la ansiada liberación. Nunca volvió a ver a sus padres. A los once años logró encontrar una familia que lo acogió en su seno. Resiliente él mismo, se comprende mejor entonces por qué la resiliencia ha ocupado el centro de las preocupaciones científicas de Cyrulnik. Entre el joven pelirrojo y su terapeuta había coincidencias que iban más allá del consultorio.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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