Tan infraestructural como una fábrica o como el trabajo manual, hay en un conjunto social una vivacidad o superavit capturable que mantiene a una sociedad unida y que se inscribe en el discurso bajo la forma inestable del animal. La literatura está repleta de jaulas donde los animales, cautivos y domesticados por el acto de ser nombrados, llamados, atrapados, clasificados, enlazados, sacrificados, embalsamados, sujetos a algún nombre, no han dejado de crecer y reproducirse por el lenguaje, de formar familias, de responder a un llamado, de alimentar con su carne, sacrificada en el altar de los ejemplos, de la fábula o de la alegoría, el sentido de lo humano. La literatura no deja de ser una forma de cautiverio o de llamado al que el animal responde cuando funciona como adiestramiento, cuando la cultura los inscribe en ella, humanizándolos, cuando en última instancia, la cultura se los devora, trozados y cocidos en la receta de algún género.
Pero la literatura no es sólo un aparato de captura y contención: también produce y libera afectos, suelta intensidades, hace que un conjunto se fugue. Porque hay textos afectados, donde los animales no responden a ningún llamado, o vienen sin que se los llame. Se trata de textos apresados o cautivos de algún animal que espera agazapado entre sus líneas, un par de ojos brillando incandescentes en la noche del lenguaje, al borde de la presencia. Más que una perspectiva o una mirada sobre el animal, se trata de textos donde un animal me mira y me afecta. Habría un giro animal no cuando un texto da vueltas alrededor del animal, rodeándolo o cercándolo entre límites, sino cuando un animal pasa y el texto, afectado por un detalle desencadenado de la representación, gira sobre sí mismo como un guante que se da vuelta, interiorizando el afuera y exteriorizando el adentro. Umbral de intensidad, de materia ciega y espesa, vacía de anécdotas y de sentido, la huella del animal señala una zona de paso entre lo humano y lo animal, la violenta animalización del hombre o la piadosa humanización del animal trabajando en ese horizonte inestable de relaciones y reconfiguraciones de cuerpos que, en sus buenos o malos encuentros, hacen y deshacen permanentemente la institución de lo social.
Rastros de un giro animal, por ejemplo, pueden seguirse en “El Sur”, el cuento de Jorge Luis Borges de 1953—un giro suave pero decisivo de la historia que en algún momento arranca al protagonista de sí mismos y los arroja fuera de sí, en un campo próximo y extraño a la vez: el cuerpo animal de la especie. Hay que recordar a Juan Dahlmann, el bibliotecario del cuento que después de haber sufrido un accidente complicado por una grave infección sanguínea, viaja a recuperarse a una vieja estancia que lo espera en el Sur, último resto de una herencia familiar perdida por el paso del tiempo y las subdivisiones de la propiedad. Si en el siglo diecinueve, según el clásico diagnóstico de Sarmiento, la extensión de la llanura era el mal argentino por excelencia; en el siglo veinte, recuperada estéticamente por una cultura nacionalista que percibe la pampa como un depósito genealógico de argentinidad, la llanura ha pasado a ser una suerte de cura, de salud estética, aunque no sin riesgos.
Hay que recordar también el doble linaje de Dahlmann, la sangre impura donde los “impulsos de la sangre germánica” de un abuelo extranjero se mezclan con la impulsiva sangre argentina derramada en el Sur por un abuelo criollo lanceado por los indios. Éste es, a primera vista, “el antepasado romántico, o de muerte romántica” con el que Dahlmann elige identificarse. (Dardo Scavino, en El señor, el amante y el poeta, encuentra trabajando en “El Sur” al extranjero como “objeto reprimido” del nacionalismo). ¿O es el otro antepasado, el abuelo paterno venido de Europa como pastor evangélico? Porque tan romántica como la muerte de un soldado es la tradición poética y filosófica del antepasado europeo, formado en los discursos y las ideas filosóficas del romanticismo alemán. De ese conflicto depende la ambivalencia de un cuento que recorta el síntoma de toda identidad nacional: el gringo reprimido que habita oculto en los repliegues del mundo familiar del criollo. En efecto, el culto romántico de la tradición es un invento europeo que el nacionalista criollo debe atravesar para volverse argentino y recuperar la identidad nacional perdida en el tiempo.
Hombre de letras, nostálgico de la acción, Dahlmann busca recuperar en su estancia del Sur lo que nunca tuvo: una vida épica, pródiga en experiencias –una palabra que en el universo borgeano significa dar o recibir una muerte. El sur nombra una intensidad, una vitalidad de la que Dahlmann, convaleciente, carece. Pero su vida de lector no es ajena a las pasiones: fue por un libro –“un ejemplar descabalado de las Mil y una noches, de Weil”–, por la intensidad de una lectura apasionada y cegadora, que sufrió el golpe en la frente y la posterior infección de la herida que lo llevó hasta los umbrales de la muerte; y será por una lectura que Dahlmann va a morir. Son excesos de lectura, astillas de textos leídos y olvidados incrustados en la memoria de un lector de la ciudad, cuya propiedad y reconocimiento no siempre son evidentes. Generación segunda, destinada a heredar, Dalhmann transforma lo que no tuvo en materia literaria, en mito, haciendo pasar recuerdos ajenos por propios, viviendo –eligiendo o soñando– otra muerte que la del sanatorio.
Del sanatorio, Dahlmann parte finalmente hacia la estancia, y apenas entra al Sur, al otro lado de Rivadavia, aparece “el enorme gato negro” de un café de Constitución que “se dejaba acariciar por la gente” y que, en su desdén e indiferencia, le hace pensar a Dahlmann, mientras saborea un café y alisa el pelaje, en que “estaban separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante”. ¿Qué pasa entre Dahlmann y ese cuerpo opaco de carne y pelos, que desdeñosamente se deja rozar por la historia? En principio, no sin un deslizamiento del negro del café al negro del pelaje, el gato es lo que viene de afuera del pensamiento para que Dahlmann, que en ese momento no es más que el puro presente de un par de afecciones (dulzura del café, suavidad del pelaje), piense en la separación del hombre y el animal: el hombre vive en la sucesión del tiempo, es un ser para la muerte; el animal es eterno, puro y pleno presente sin pasado ni futuro ni, para algunos, sin muerte propiamente dicha. Pero antes que todo, el encuentro con el animal hace que Dalhmann “piense” a secas, como si el texto hiciera lo que dice: desde el momento en que piensa—piensa en lo que separa al hombre del animal—Dahlmann suspende toda referencia a la vida del cuerpo y se separa de aquello que lo pone en contigüidad con el animal: el cuerpo y sus pasiones.
En esta distancia donde se hace y se deshace la relación entre el hombre y el animal, entre la sustancia pensante y el cuerpo biológico de la especie, se juega la posibilidad de un texto que a partir de ese momento avanza desdoblándose. Lo que sigue es entonces Dahlmann deslizándose por la llanura, en esas máquinas del tiempo que son los trenes y, como el gato que se dejaba desdeñosamente acariciar por la gente, Dahlmann “se dejaba simplemente vivir”. A partir de entonces, los senderos de “El Sur” se bifurcan, y el relato avanza en dos direcciones a la vez. Con las Mil y una noches entre sus manos, Dahlmann queda dividido en dos hombres, “el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”.
¿Viaje de convalecencia, lineal y novelesco, de la ciudad al campo? ¿O viaje quieto de alguien que mientras agoniza, se instala en el mundo deseado del Sur? La estabilidad de una lógica narrativa organizada según un antes y un después tanto como un acá y un allá se ha vuelto irreconocible. La espacialización se transforma y no sabemos dónde estamos, porque sobre un fondo de inmovilidad del cuento, la cuestión es precisamente la cuestión del dónde. Sobre el fondo de fiebre, convulsiones y pesadillas de un shock séptico, en el momento en que la vida juega con la muerte, ¿qué quiere decir que Dahlmann, blanda y plácidamente, “se dejara simplemente vivir”? ¿En qué consiste esa especie de beatitud que alcanza Dahlmann; ese manso abandonarse agradecidamente al “hecho de ser”, en continuidad con el animal, sin lamentarse de nada y sin esperar nada a cambio, sin deseos ni reproches? Dalhmann estuvo en manos de los médicos y su poder mortificante de hacer vivir, que, en su delirio, lo encarceló “en una celda que tenía algo de pozo” y lo sometió a miserias físicas humillantes. En los días de agonía en el hospital, Dahlmann “odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara”. Separado de sí mismo por una enfermedad de la sangre, Dahlmann alcanzó los límites de la interioridad, asomándose en el abismo del ser viviente de lo humano –la vida impersonal, vegetativa, sin identidad ni atributos de un cuerpo próximo al animal y, un poco más allá, al cadáver. Supeditada al trance de morir, la identidad, el nombre, la pertenencia a una nación, a una tradición, a una profesión, queda suspendida en la indeterminación de lo viviente, en inquietante continuidad con el animal.
Justamente de allí, de esa franja de nuda vida liberada de su sujeción a las determinaciones de lo humano, se desprende el acontecimiento o la potencia que le permite inventar a Dahlmann nuevas posibilidades de vida. Extraña intensidad la de esta fractura trazada en torno al hecho de que la libertad y la felicidad de Dahlmann se esté jugando sobre el mismo terreno sobre el que su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, en manos de un poder que está operando sobre una sangre contaminada.
De ese umbral anónimo, pre-subjetivo e inhumano, surge para Dahlmann algo así como una nueva oportunidad de vida, una reserva vital desconocida que lo saca de sus formas y de sus hábitos para introducirlo en un “devenir gaucho” desbordante de afectos. (Un devenir gaucho que se alimenta de “la barba que le erizaba la cara” mientras Dahlmann agonizaba, la misma barba del abuelo “inexpresivo y barbado” tomando el rostro de Dahlmann). De un cuerpo sufriente y extático, objeto de enfermedad y de violencia, Dahlmann desprende una identidad incorporal, desencarnada, intensiva, que se despliega en el plano del sentido, como un espectro que flota sobre los cuerpos. Reinventado como hombre de acción, Dahlmann recupera (y se recupera de) la posibilidad que nunca tuvo, la experiencia de una muerte heroica, la fiesta o la felicidad de repetir la muerte romántica de su abuelo (de sus abuelos), dejándose matar en una pelea a cuchillo. Del duelo agónico por un tiempo perdido al duelo agonístico, a la alegría de morir en un duelo a cuchillo, hay una inversión: son dos sangres diferentes.
Dahlmann, que se dejaba tranquilamente vivir, no va a dejarse morir tan fácilmente. Va a dejarse matar (¿o va a hacerse matar?) en un duelo que cumple con la muerte soñada, que es real porque lo real del cuento es el deseo. Todo comienza cuando una punta de realidad, dura y filosa, entra intempestivamente en el marco de una lectura (el batiente y la bolita de pan rozan la frente de Dahlmann). Pero entre lo real y el sueño, entre los cuerpos y lo incorporal, Dahlmann resiste el choque, como resiste su cuerpo las arremetidas ciegas de la enfermedad, montando una escena alrededor de ese pedacito de real traumático que viene del exterior del lenguaje. En el umbral del lenguaje y de lo humano, a punto de desaparecer en el afuera desestratificado de una carne hirviente, no organizada significativamente, Dahlmann es llamado por su nombre. Las palabras conciliadoras del patrón del almacén (“Señor Dahlmann, no haga caso a esos mozos”) agravan la situación. Pero al sacarlo de su anonimato, convierten el desafío de los peones dirigido a mero cuerpo, “a una cara accidental, casi a nadie” en un desafío “contra él y contra su nombre”. Del campo del otro, Dahlmann recibe un nombre que, por un instante, lo retorna al umbral de su vida civil, digamos, al recuperar su identidad simbólica, un linaje, un pasado familiar y de clase.
Lo que sobreviene entonces es el encuentro del criollista letrado con el tan deseado gaucho primitivo, objeto último de sus lecturas, de su culto a la tradición y a los ancestros. Se trata, como diría algún naturalista viajero, del bello ejemplar de gaucho que le pone un cuchillo en la mano y lo compromete a pelear –un viejo gaucho, fuera del tiempo, pulido por los años “como las generaciones de los hombres a una sentencia”. Porque de eso se trata, de una sentencia, un trozo de lenguaje tallado por el tiempo y la tradición que tiene tanto de proverbio como de ejecución y mandato: una palabra cuyo sentido se realiza entre los cuerpos. No olvidemos que el encuentro de Dahlmann es doble, porque el criollo platónico es un desdoblamiento del peón borracho y pendenciero que acaba de provocarlo, cuyos “rasgos achinados y torpes” no están suavizados ni por los años, ni por la idealización poética ni por un discurso que en 1953, fecha de publicación del texto, introduce en la escena los rasgos que identifican al “cabecita negra” –las “horda bárbara” que ascendió con el peronismo y que recibió del estado una identidad política. ¿No resulta irónico que el mismísimo descendiente del gaucho no reconozca al nacionalista Dahlmann como su semejante? ¿A quién va a matar entonces el peón? ¿Qué vida va a ser sacrificada en ese campo de ilegibilidad al que sale Dahlmann, donde se puede matar sin cometer asesinato, faeneado como un mero pedazo de carne? ¿De qué tipo de violencia va a ser víctima? ¿Va a morir como un forastero, como un pueblerino, como un lector, como un gringo? ¿Va a ser víctima de la xenofobia, del antiintelectualismo, de la violencia popular? ¿Va a morir como un patrón de estancia ausentista, ajusticiado o sentenciado por un trabajador rural? ¿Va a derramar sobre el suelo la sangre criolla de su abuelo argentino o la sangre de gringo que contamina sus venas?
Fermín Rodríguez (Monte Hermoso, Argentina / San Francisco, EE.UU.)
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