aya uno a saber por qué algunas criaturas manifiestan una infatigable fascinación por los dinosaurios que los impele a declamarnos interminables listas de nombres tan entreverados y pavorosos como angulomastacator, carcharodontosaurio o paquicefalosaurio. Así es cómo me enteré de que entre estos monstruos remotos se encontraban algunos, parecidos a las aves, que los científicos llaman ornitomímidos, como el strutiomimus, similar a un avestruz, o el gallimimus, a una gallina. Pero mi pequeño especialista me explica, con una docta indulgencia, que la similitud es casual porque esos dinosaurios no tienen ningún parentesco con las mencionadas aves, del mismo modo que los triceratops –“no entendés nada”, protesta– tampoco son los ancestros de los rinocerontes a pesar de su fortuito aire de familia. Y me digo que mi paleontólogo en ciernes ya conoce la diferencia entre lo mismo y lo parecido, la identidad y la semejanza, en torno a la que giró la filosofía de Platón. ¿Y cómo no la conocería si él mismo juega a ser un pirata o un superhéroe sin serlo?
Platón, precisamente, tomó de ese arte del mimo, la mimêsis, el vocablo que le permitió distinguir entre lo idéntico y lo similar, entre la esencia y la apariencia, para pronunciar ese veredicto adoptado por los científicos y los cónyuges en dificultades: las apariencias engañan. Un filólogo, por ejemplo, va a demostrar que, a pesar de las apariencias, y de una opinión muy extendida, el vocablo testículo no tiene nada que ver con testigo, ni el sustantivo adolescencia con el verbo adolecer, ni la acción de sedar con la seda, ni la internación con lo internacional, ni la desolación y el novicio con la ausencia de sol y vicio. O va a explicarnos, al revés, que casto se vincula, esta vez sí, con castigo o que palabras aparentemente tan distantes como el foutre del francés y el joder del español proceden de un mismo vocablo: el latino futuo (fornicar) y probablemente del griego phutéuo (plantar). O incluso que, a pesar de su perfecta homofonía, y para no irnos muy lejos, el español dispone de dos verbos mimar y dos sustantivos mimo que no tienen el más mínimo parentesco etimológico. Pensar bien, para Platón, significaba no incluir en un mismo conjunto elementos en apariencia similares pero en esencia distintos: clasificarlos sin confundirlos. Y esto es particularmente importante en un dominio, la lengua, en que las palabras suelen mimarse entre sí.
Pero esto también explica por qué Platón había decidido desterrar a los poetas –a los artistas en general– de su república filosófica. Los artistas, en efecto, explotan nuestra fascinación por los parecidos, la imitación, los juegos de similitudes, las confusiones, los trompe l’oeil. Ellos no son solamente mimêtés, imitadores, sino también pseudês, falsificadores, embaucadores, creadores de ficciones. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Para que una mentira sea tal, tiene que ser vero-símil (la mentira es un veromimus, me hubiese dicho mi aspirante a paleontólogo, o una seudo-verdad). Un poeta, por ejemplo, ¿no va a jugar con esos equívocos por homofonía, o con las seudo-identidades, que los lingüistas tratan de evitar? Oliverio Girondo convertía a un novicio en una persona sin vicio o sugería que el sustantivo albatros escondía la expresión alba atroz, y Juan Gelman, por su parte, “desvalijaba” el adverbio desconsoladamente para extraer de su interior las expresiones con sol, hada y mente, mientras Perlongher imaginaba que el acrílico podía ser un líquido acre. De modo que la desolación, en poesía, también puede ser una melancólica ausencia de sol, un poco como el recordado “sol negro” de Nerval, o el verbo reverdecer definirse, a la manera de Girondo, como “volver a ver la fe de ser”. A estos retruécanos y calambures se refería el ruso Roman Jakobson cuando aseveraba que en el lenguaje poético “toda similitud aparente en el sonido será evaluada en términos de similitud o disimilitud en el sentido”.
Los poetas, por decirlo así, son los mimos de la lengua. Si resulta difícil traducir la poesía, se debe precisamente a que juega con las homofonías y los equívocos propios de cada idioma (una lengua, después de todo, no es sólo una modo singular de entenderse sino también, y sobre todo, de multiplicar malentendidos por paronomasia y polisemia: la maldición babélica no consiste solamente en la incomprensión entre personas que hablan diferentes lenguas sino también entre quienes hablan la misma). Pero además, los escritores recurrieron desde siempre a las más variadas metáforas, o a las semejanzas entre las cosas, o imitaron una manera de hablar, parodiaron una forma de escribir, forjaron parábolas o establecieron analogías entre episodios de historias presuntamente muy lejanas. Manuel Puig, tomemos por caso, mimaba la oralidad de algunos sectores sociales argentinos con una maestría incomparable y establecía a la vez paralelos entre relatos, como cuando convirtió las intrigas de los viejos filmes en la prefiguración de una historia de amor entre dos presos. La poesía en particular, y el arte en general, parecieran ir en dirección opuesta a la ciencia: confunden, adrede, lo diferente, se regodean en los equívocos, mezclan aquello que debería distinguirse y reúnen esas cosas que merecerían separarse. Cuando se trata del lenguaje, la expresión “las apariencias engañan” significa “cuidado con los malentendidos”, y por eso quienes aspiran a las definiciones claras y distintas no pueden tolerar que aquellos mimêtés y pseudês exploten deliberadamente las ambigüedades y las tergiversaciones embarrándoles alevosamente la ciudad ordenada y luminosa de las clasificaciones científicas.
Desde la antigüedad, sin embargo, hay quienes pusieron en entredicho esta perspectiva platónica o, como se diría hoy, logo-céntrica: la presunta semejanza fortuita entre dos imágenes o dos palabras también nos estaría revelando una verdad, pero, explican ellos, de un orden muy diferente. Si un paciente declarase que “como a Platón, a mí no me gustan los mimos”, el analista podría pensar que este equívoco resulta revelador, y lo mismo ocurriría si le contase que anoche soñó “con un mimo horrible”. Cuando Sigmund Freud estudió los olvidos de los nombres propios, advirtió que el inconsciente operaba por asociaciones cercanas a las poéticas: el nombre de un pintor, Signorelli, aparecía vinculado así con Botticelli, por la rima, y con la región de Herzegovina, por la asociación entre el Herr del alemán y el signor del italiano. Y el psicoanalista vienés nos recordaba que la angustia que nos suscitan ciertas situaciones, aparentemente muy banales, proviene de su analogía estructural con alguna escena traumática de nuestro pasado reprimido, de manera semejante a cómo, en una novela o un filme, un episodio inicial prefigura oscuramente el nudo de la intriga. Habría entonces verdades que se revelan gracias a los equívocos y las confusiones, las similitudes y los mimetismos, a esa dimensión poética del lenguaje y la existencia, sólo que éstas verdades ya no conciernen ningún objeto sino, por el contrario, a un sujeto. Y todo el secreto del sujeto, ese niño mimado de la modernidad, consiste en eso: no se trata de un objeto porque es él, en cualquier caso, quien habla y no acerca de quién hablan.
Dardo Scavino (Buenos Aires /Bordaux)
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