urante un reportaje ofrecido a una publicación brasileña unas semanas antes de la invasión norteamericana de Irak, Susan Sontag denunció las manipulaciones mediáticas del gobierno de George Bush y se despachó contra la “irracionalidad” de sus compatriotas recordando que cien millones de entre ellos seguían creyendo en la existencia del Diablo. Alguien hubiese podido señalarle en ese mismo momento que más de doscientos cincuenta millones de estadounidenses pensaban que existía Dios. ¿Y no resultaba esto igualmente “irracional”? Aunque para Sontag no existiera ni Dios ni el Diablo, suponía que una persona estaba en condiciones de asumir la presidencia de la nación si le rezaba al primero, pero merecía consumir psicotrópicos si se espantaba del segundo. En efecto, ¿por qué un ateo discute tranquilamente con un creyente acerca de la omnipotencia divina pero contiene de pronto la risa si su interlocutor invoca las potencias diabólicas para explicar algún suceso? La crítica norteamericana había procedido como aquel anarquista español que les replicó a unos testigos de Jehová que golpearon a su puerta: “No creo en el verdadero Dios, ¿y voy a creer en éste?”
Teniendo en cuenta la conflagración atroz que estaba por desatarse en Medio Oriente, Sontag hubiese podido incluso pensar lo inverso: la maldición que estaba a punto de precipitarse sobre la población iraquí, multiplicando por cien las víctimas del World Trade Center, parecía insinuar más bien la existencia del Maligno. En efecto, tanto el vocablo inglés devil como el hispánico diablo provienen del griego diá-bolos que significa el que divide o separa y, como consecuencia, el que inspira el odio y la envidia, el que siembra la discordia (en medicina sigue llamándose diábolo al dispositivo empleado para impedir que se unan las paredes de un conducto).
La discordia no hace sino que deshace, de modo que las fuerzas diabólicas serían puramente destructivas. El amor, en cambio, hace, de modo que la divinidad cristiana sería puramente constructiva. No es raro entonces que esta religión la sitúe en el origen de todas las cosas, concediéndole el título de padre.
La idea de que las cosas provenían del amor y la unidad no era, sin embargo, nueva. Algunos filósofos griegos se habían pronunciado ya por una tesis semejante. Para Heráclito, no obstante, esta tesis era un error muy grave ya que los seres eran “todos el producto de una lucha y de una oposición”, lo que explica por qué el Oscuro de Éfeso elevaba el conflicto a la dignidad de “padre, rey y soberano de todo”. Una cosa, en efecto, no llegaría a aparecer nunca como tal si no se separase de otra, y si no hubiese divisiones, todo sería uno y lo mismo y no existiría la infinita variedad de cosas que pueblan este universo.
Empédocles también situaba tanto la “querella funesta” como el “combate sanguinario” en el origen de los seres, sólo que esta hostilidad debía cederle el paso a la amistad o el amor: la división de las cosas, en efecto, debía detenerse en algún momento para que no terminasen por desintegrarse. “De Afrodita y de Ares nació la Armonía”, explicaba este filósofo, “de Ares porque es cruel y pendenciero; de Afrodita, porque es dulce y fecunda”.
Freud se inspiraba en el filósofo de Agrigento cuando aseguraba que el odio era más antiguo que el amor. Y su mito del padre de la horda primitiva ilustraba este principio: los jóvenes del grupo comienzan a verse mutuamente como hermanos porque todos, sin excepción, detestan al viejo macho dominante. Si algo tienen en común los miembros de esta nueva cofradía es un enemigo. De modo que la fraternidad no se constituye por amor al padre sino por hostilidad hacia él: en el origen de la unidad está el conflicto, y en el de la amistad, la inquina.
La propia Iglesia, de hecho, no pudo impedir en su seno los cismas, las querellas y las excomulgaciones, como si el Diablo no hubiese cesado de meter la cola, por decirlo así, hasta en la casa de Dios. ¿Y el propio Papa no evoca las amenazas de ciertos detestables enemigos –el ateísmo, el materialismo, el nihilismo– a la hora de predicar la unidad y la confraternidad entre los miembros del rebaño? Hasta el pontífice supremo pareciera creer que nada congrega mejor a los corderos que la inquietante sombra de algún lobo. Y cualquier mandatario sabe que un conflicto con un enemigo exterior, aunque nunca supere la etapa de los aspavientos diplomáticos, sirve para apaciguar los enfrentamientos políticos o sociales en el interior de una nación (el primer ministro francés George Clemenceau protestaba en las vísperas de la Primera Guerra Mundial contra los pacifistas que pretendían “suprimir las guerras internacionales para librarnos en paz a la calma de la guerra civil”).
Todo pareciera indicar entonces que Heráclito, Empédocles y Sigmund Freud no andaban muy descaminados: las fuerzas diabólicas de la enemistad y el conflicto preceden a las fuerzas de la amistad y la concordia, porque hasta éstas precisan de las primeras para obtener sus objetivos de unión y fraternidad. Los propios Estados Unidos, sin ir más lejos, son una vasta federación, es decir, ni más ni menos, una alianza entre distintos estados, y ésta sólo se constituye y se preserva cuando sus miembros tienen un enemigo común. El militarismo persistente de la potencia septentrional no es un accidente de su historia política. Sontag hubiese podido preguntarse entonces por qué los lemas de su país seguían siendo “In God we trust” y “E pluribus unum” antes de apresurarse a reprobar a sus compatriotas por espantarse del Diablo.
Dardo Scavino (Buenos Aires / Bordaux)
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