Los brokers de Wall Street también lloran. Con ese título, el 28 de agosto de 2011, el New York Times publicó una nota sobre el blog creado por Matthew R. Robison: Brokers with hands on their faces. La crónica, construida sólo por fotos de «operadores que se agarran la cabeza», reflejaba -y sigue reflejando- la desesperación provocada por la mayor crisis financiera desde el Crack del ´29. El joven Robinson creó el blog en octubre de 2008 porque los retratos desgraciados de esos otros le provocaban risa. Un deleite que, en las jornadas bursátiles más críticas, llegaron a disfrutar más de cincuenta mil visitantes. Sin embargo, a tres años de la creación del blog -y al momento de la entrevista- Robinson pensaba diferente. Un banco había embargado la casa de sus padres, su madre soportaba el ajuste presupuestario de la escuela donde enseñaba y él era incapaz de encontrar un trabajo fijo.
-¿Seguirá publicando las fotos? -le preguntó el periodista.
-Sí, pero ya no me causan risa.
Dos meses después de su debut, Brokers with hands on their faces reflejaría los rostros abatidos por un nuevo y dramático récord. Las calles heladas de Manhattan con sus luces desquiciadas y los árboles con borlas rojas y doradas como frutos maduros estaban listas para recibir la Navidad de 2008 cuando Bernard Madoff se declaró culpable de la mayor estafa en la historia de Wall Street. Más de U$S65 mil millones en un incierto juego que, según los especialistas, por primera vez golpeó más fuerte a ricos que a pobres. Nada creativa, la fórmula utilizada por el prestigioso e indiscutido -por décadas- gurú neoyorkino no hacía más que replicar una estrategia de inversión llamada piramidal, células de la abundancia o círculos de plata. La táctica se hizo famosa en la década del ´20 de la mano de Carlo Ponzi quien le agregó algunos toques personales haciendo que, desde entonces, la estrategia lleve su nombre: Esquema o Sistema Ponzi.
-Usted me da U$S1 y en noventa días tendrá U$S2. Carlo Ponzi no ahorró promesas para seducir a los vecinos de Boston. Gente común, pequeños ahorristas, incautos o avaros, que se dejaban tentar con la promesa de un rendimiento descomunal. Promesa que Ponzi honraba en tiempo y en forma con el dinero fresco que ponían los nuevos interesados en entrar al negocio -y no con beneficios genuinos generados por inversiones financieras o alguna actividad productiva en el campo de la economía real. El cumplimiento actuaba como la mejor propaganda: los inversores crecían, él se hacía millonario en poco tiempo y no dejaba de ser señalado por la sociedad como un ciudadano y empresario ejemplar.
Seguramente, Ponzi habría seguido gozando de los frutos de su ingenio si no hubiese sido por el artículo del reconocido analista financiero Clarence Barron en el Boston Post el 12 de julio de 1920. Sembró dudas, puso en evidencia las inconsistencias de la estrategia de inversión y provocó la huida de los inversores y el derrumbe de la pirámide. Al año siguiente, el Premio Pulitzer fue para el periódico. En cambio, según la biografía de Mitchell Zuckoff, el resto de la vida de Ponzi estuvo salpicada por la cárcel, nuevas estafas y la deportación -en 1934- a su país natal, Italia, donde llegó a seducir por un tiempo a Benito Mussolini. El final llegó en el caluroso enero de 1949, en Río de Janeiro, en un hospital para indigentes, con U$S75 dólares en sus bolsillos que sirvieron para pagar su entierro.
En la desesperación de las fotos de Brokers with hands on their faces se anticipaba el desenlace de Madoff. Porque esta vez no fue la investigación periodística quien le puso fin a la trampa sino el propio mercado con su crisis a cuestas. Los hijos de Madoff fueron los primeros en saber que el imperio, del cual formaban parte, no era otra cosa que un esquema Ponzi aggiornado al siglo veintiuno. Porque Madoff, además de usar el dinero aportado por los nuevos inversores para cubrir los vencimientos y rescates que se iban presentando, habría usado información privilegiada para adelantarse a las millonarias órdenes de compra, o de venta, de grandes inversores a los que les administraba el dinero; un front running para comprar antes de que los precios subieran y vender antes de que bajasen. Pero quizás el verdadero secreto de un éxito que duró dos décadas estuvo en la selección rigurosa que hacía de sus clientes: ellos eran los elegidos de Madoff; formaban un círculo selecto que despertaba en ricos y famosos la ambición de una pertenencia exclusiva. Estrellas de Hollywood, bancos internacionales de primera línea, ricos que todavía callan su pesar y sus pérdidas porque el dinero que habían invertido era negro como el humus.
Esta vez no hubo periodistas ni Pulitzer. Hubo sí, por ejemplo, uno de los tantos funcionarios del organismo de control que habiendo sido enviado a auditar los fondos de inversión de Madoff terminó casándose con una de las abogadas de la empresa y sobrina del gurú. Hubo sí muchos que ganaron fortunas al abandonar la célula de la abundancia justo a tiempo y sin preguntar en voz alta cuál era la fórmula para obtener tanto dinero en tan poco tiempo. Hubo sí un final fatal para el hijo mayor del estafador. Mark Madoff se suicidó en el segundo aniversario del estallido del escándalo ahorcándose con una correa de cuero y de perro.
«Que se jodan mis víctimas…eran unos avaros y estúpidos», declaró el estafador desde su celda, en una entrevista titulada Bernie Madoff, Monster, publicada por The New York Magazine en junio de 2010. Está allí desde mediados de 2009 para cumplir una sentencia de ciento cincuenta años. Algo más que Madoff no cumplirá.
Ser el dueño de la Torre Eiffel, el Puente de Brooklyn, el Museo Metropolitano o de la Estatua de la Libertad; comprar un terreno sembrado de diamantes o el diario -íntimo e inédito- de Adolf Hitler. La sensibilidad de los estafadores sabe que en la desmesura de la codicia está la clave para que sus delirios resulten creíbles. The Times publicó (agosto de 2010) una lista con diez increíbles hombres que se hicieron ricos vendiendo la Torre Eiffel, el Puente de Brooklyn, el Museo Metropolitano, terrenos sembrados de diamantes, el diario íntimo e inédito de Hitler. En la lista figuran también Carlo Ponzi y Bernard Madoff, los hombres que hicieron los círculos de plata más perfectos de la historia. El primero estafando a los pobres, el segundo estafando a los ricos.
Mónica Yermayel
Buenos Aires, EdM, enero de 2012
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