1. El trabajo del miedo
Miedo a los objetos sagrados, a cometer pecados, a la sangre, a las balas, a los vivos y a los muertos. Miedo a los espacios abiertos, a los espacios cerrados, a las calles, a cruzar puentes. Hasta la lluvia y el mar pueden ser causa de enfermedad y devenir agresión, tanto como los fenómenos metereológicos, la noche, las flores, los árboles y los colores. Miedo a todo, a los médicos, a los niños y a los animales; al pelo, a las palabra y a la ropa. Miedo incluso al propio miedo, como los que sufren de fobofobia. Desde el museo de la psiquiatría del siglo XIX, en el umbral de indistinción entre la ley y la medicina, una psiquiatra y un agente judicial repasan una lista interminable: sacrofobia, pecatofobia, hematofobia, balistofobia, antropobia y necrofobia; claustrofobia, agorafobia, agirofobia y gefidrofobia; ombrofobia, talasofobia y astrofobia; nictofobia, antofobia y dendrofobia; cromofobia y iatrofobia; pedifobia y zoofobia; tricofobia, verbofobia, vestiofobia: fallas, rupturas, grietas de sujetos desviados psicológicamente de la supuesta naturalidad de un orden social, personalizados por un miedo normativo que los envuelve e inmoviliza para volverlos legibles. Como si hubiera una ciencia del miedo que buscara tranquilizarnos, catalogando como enfermedad un exceso inasimilable que recorre los cuerpos y se filtra como un escalofrío por los poros de una vida abandonada activamente a su suerte, expuesta a una realidad afectiva, sentida más que vivida, virtual más que actual, que esconde entre sus pliegues una violencia indeterminada y ubicua.
Lanzada como una red discursiva sobre un territorio vacío de sentido, la lista de fobias atraviesa fugazmente la atmósfera recargada de terror que satura 2666, la novela inconclusa de Roberto Bolaño, para terminar desvaneciéndose en el desierto indefinido y ominoso que separa México de los Estados Unidos. La fecha del título es una orilla del presente, y alude al fin del mundo o de un mundo--un paisaje globalizado donde el tiempo dejó de correr y el gran relato de la modernización parece haberse detenido en torno a un único acontecimiento que se repite incesantemente, un círculo infernal en el que violan y matan impersonal y brutalmente ciento de mujeres que, en algún sentido, son siempre la misma. Para crear la ilusión de racionalidad y de orden, la psiquiatría y la criminología hacen pasar por el filtro de un discurso médico-legal el espectro que recorre las calles mal iluminadas de Santa Teresa, sus barrios obreros y villas miseria, sus terrenos baldíos y parques industriales—que evocan los de Ciudad Juárez. Porque si las cosas se llamaran efectivamente por su miedo, a la hora de psiquiatrizar un malestar irreductible habría que hablar antes que nada de ginefobia, ergofobia y tropofobia, que son el miedo a las mujeres, al trabajo y a cambiar de lugar. Se trata de un triángulo por el que se escurre de forma incesante una vida precarizada, superflua, privada de certezas, objeto de cálculos y apropiación por la acción deshumanizante de un capital que ha puesto el terror y la inestabilidad en el centro del proceso productivo. No hay aspecto de la vida que no esté tomado por una producción en serie de miedos que son menos contenidos emocionales subjetivos que fundamento colectivo de colectivo de una experiencia en la que resuenan, por debajo del nivel del discurso, las instituciones del poder. Síntoma de una realidad quebrada, el miedo se vuelve función constitutiva de un poder que induce y diseña medios de inseguridad en torno a cuerpos reducidos a residuos eliminables, expuestos a una violencia intangible, inminente, abstracta, causada por una actividad económica que no se percibe como violencia política.
Así, si la optofobia, que es el miedo a abrir los ojos, cediera por unos instantes y pudiéramos acceder al secreto del mal, lo que saldría a la luz es que más allá del enigma policial, más allá de la naturaleza pasional de los crímenes, más allá de la identidad de un asesino serial inatrapable y del diagnóstico psiquiátrico que explicaría su conducta aberrante, en Santa Teresa están matando obreras.
(continuará)
Fermín Rodríguez
Buenos Aires, Argentina/San Francisco, EE.UU., EdM, mayo de 2012
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