ESCRITORES EN SITUACIÓN

Archivistas de olvidos, por Paula Klein


Cajones de fotos amarillas, antiguos cuadernos escolares, archivos perdidos en un disco duro que se ha vuelto inservible, bibliotecas virtuales que prometen convertirse en catálogos de todo lo que existió, lo que existe y existirá.

Nuestra concepción de la memoria y de lo que vale la pena recordar y conservar depende, en gran parte, de la manera de aprehender los cambios que se producen en nuestra experiencia del tiempo. Tarea tradicionalmente asignada a historiadores y escritores, quizá sea hora de reconsiderar qué tipo de responsabilidad nos interpela a los lectores en el umbral de una época que se debate entre la utopía de unas bases de datos que prometen convertirse en una suerte de memoria externa potencialmente infinita, y la sensación cotidiana de que no somos capaces de retener ninguna nueva información sin ceder al previo olvido de la que hemos consumido inmediatamente antes.


¨¿Google nos está volviendo estúpidos?¨ Esta es la pregunta que da título y orienta la investigación de Nicholas Carr acerca del modo en que las nuevas tecnologías modelan, no sólo nuestras formas de leer, sino también nuestra forma de pensar. Trazando un camino que va de la antigua Grecia a la actualidad, desde la invención de la imprenta hasta la de la máquina de escribir o de internet, Carr repone los distintos tipos de inquietudes que asaltaron a filósofos y pensadores a la hora de pensar cómo los distintos adelantos técnicos podrían incrementar o bien disminuir nuestra capacidad intelectual. Hombres olvidadizos, necios convencidos de saberlo todo cuando en verdad no poseen más que un conocimiento superfluo y vago, ¨efímero¨ de las cosas. Tal es el diagnóstico de Sócrates en el Fedro cuando, retomando el mito egipcio de Teuth acerca de la creación de la escritura, declaraba que dicha práctica nos conduciría hacia la amnesia antes que actuar como un antídoto contra el olvido.

Volviendo a la actualidad, basta comparar la brecha que se abre entre el modelo del filólogo, que hasta mediados del siglo XX hacía de la memoria y del trabajo con lo escrito una de las formas privilegiadas de conservación del patrimonio cultural, y aquel propio de la era de los ¨nativos digitales¨ que surfean por la web y por los textos haciendo de la velocidad y la inmediatez el parámetro de la eficacia. En efecto, la velocidad de los cambios que se han operado entre la segunda mitad del siglo pasado y la actualidad, nos lleva a interrogarnos acerca del rol de la memoria y del olvido en la constitución del conocimiento. Ante la alarmante actualidad cuyo eco percibimos en el veredicto socrático, no podemos sino interrogarnos acerca del modo en que nuestra relación con los textos escritos incide en el desarrollo de la memoria y otros procesos cognitivos.

Si quisiéramos retratar de modo muy general el salto entre los modelos del filólogo y el del ¨nativo digital¨, podríamos señalar dos grandes imágenes arquetípicas de la sabiduría que signaron cada período: una, marcada por la capacidad de recordar y conservar lo escrito, la otra, signada por la rapidez y el vértigo del continuo, por la conexión y el salto de un hipervínculo al siguiente, ad infinitum.

Dediquemos unos instantes más al primer modelo. Heredero de la tradición humanista, el filólogo hizo del amor por la palabra escrita, la conservación y el ejercicio de la memoria, los deberes intelectuales de su época. Ciertamente, durante la primera mitad del siglo XX, la filología instituyó el lazo entre ¨memoria¨ y ¨archivo¨ como una estrategia clave de preservación cultural de cara a la inminente sombra de destrucción que acechaba a Europa en el umbral de la Primera Guerra mundial. No es casual que los grandes nombres de la tradición filológica europea, hayan escrito sus obras más representativas en este período. Para filólogos de la talla de Auerbach, Spitzer, Curtius o Gaston Paris, la memoria constituía aún un acervo de saberes que permitiría garantizar la supervivencia de las tradiciones y del patrimonio cultural de la civilización europea.

Paralelamente, la expansión y el auge de los estudios de literaturas comparadas también pertenece a esta época caracterizada por un gran énfasis nacionalista. Podríamos cuestionarnos, entonces: ¿Cuál es el vínculo invisible que comienza a gestarse entre nacionalismo y memoria, entre las secuelas ya evidentes del avance imperialista y el afán de trazar lazos entre los textos de culturas diversas? Acaso la necesidad de iluminar los puntos de contacto entre tradiciones disímiles sea la contrapartida esperable de este afán de construcción de un verdadero acervo de la cultura occidental pasible de sobrevivir a la violencia y el sin sentido de una guerra total, devastadora e inminente.

Por otra parte, Memoria y archivo van a convertirse en verdaderas herramientas conceptuales a la hora de estudiar las relaciones entre las tradiciones artísticas, de la antigüedad a nuestros días. Valga la mención de tan sólo uno de los más ambiciosos proyectos de la historia del arte moderno que se inscriben dentro de este ¨aire de época¨: Atlas Mnemosyne de Aby Warburg. Con el objetivo de alcanzar un esbozo de lo que luego denominaría un pathos formel del arte, el historiador emprende una inmensa obra fragmentaria e inacabada en la que trabajó hasta los últimos años de su vida. Fruto de una incansable labor que conjuga la pasión del hombre académico con la del coleccionista (piénsese, de modo especular, en la figura de Walter Benjamin), Warbourg confecciona su Atlas como un magistral catálogo de imágenes o ¨mitemas¨ visuales que atraviesa todo un abanico de épocas y de culturas disímiles. Una suerte de ¨memoria externa¨ de ciertos íconos visuales de Occidente.

Efectivamente, esta entronización de la memoria hacía de las obras maestras (ya fueran literarias, pictóricas o pertenecientes a otras artes) verdaderos ¨monumentos¨ que debían ser preservados de la destrucción pero también del olvido al que podían ser condenadas por las generaciones futuras desconocedoras de su verdadero valor. Se trata de una época a la que le corresponde una experiencia del tiempo signada por la valorización del pasado y, aún más, por una revisión permanente acerca del modo en que el presente es moldeado por la historia.

Hasta aquí, nuestra relación con lo escrito tenía la impronta de la conservación. Sin embargo, el primer crack up no tardará mucho en filtrar sus grietas en este modelo. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la invención de la denominada ¨memoria externa¨ causa una fractura irreparable que no tardará en convertirse en un alud que hará que nuestra antigua necesidad de recordar, de guardar datos y conservar información, comience a devenir paulatinamente obsoleta.

Llegando ya a la antesala del siglo XXI, el enorme flujo de información que comienza a circular y a crecer en la web, contribuye a afianzar la impresión de que no es necesario conservar información en nuestra memoria. La entrada en el mundo del ciberespacio nos enfrenta a la utopía de un banco de datos infinito y atemporal, una suerte de memoria digital artificial que podría aliviarnos, en lo que dura un clik, del esfuerzo de recordar.

Naturalmente, esta transformación de nuestra experiencia del tiempo afecta nuestra concepción de la memoria de una manera radical pero difícilmente perceptible en nuestra cotidianeidad. Como señala el historiador francés Francois Hartog, la época posmoderna se caracteriza por una “presentificación” del tiempo que desestabiliza por completo nuestra comprensión del pasado y el futuro. Siguiendo el diagnóstico de Hartog, nuestra generación experimentaría el pasado como una suerte de déjà vu del presente y, paralelamente, se vería invadida por la certeza de que el futuro ya ha pasado.

Pero, mientras que la mirada del historiador puede ofrecernos un diagnóstico global de la situación, el lector, desde su humilde rol de ¨testigo¨, no puede perder de vista el papel que ocupa el arte como un instrumento privilegiado para comprender estos cambios a partir de los cuales se cristaliza la sensibilidad de una época. Sin lugar a dudas, recuerdo y olvido operan como fuerzas entrópicas en lo que hace a la producción del conocimiento. En lo que respecta a la literatura, no necesitamos más que mencionar el innumerable catálogo de autores que han construido sus poéticas en función de las problemáticas relaciones entre memoria y olvido: de Proust a Fitzgerald, de la hipermnesia de Funes hasta la manía archivista de Perec, la necesidad de dar cuenta del cambio en nuestra experiencia del tiempo se conjuga con una forma determinada de concebir las relaciones entre pasado, presente y futuro.

En el punto de inflexión que se produjo entre aquella figura del sabio filólogo que cultivaba la memoria como un modelo de responsabilidad intelectual, y el surgimiento de aquella marea infinita de archivos frente a la cual aún debatimos los peligros y las ventajas que pueden depararnos en lo que respecta a nuestras capacidades cognitivas, acaso sea útil recordar la enseñanza de Funes. Imposibilitado de olvidar, el personaje borgiano se constituye en la encarnación ficcional que demuestra que nuestra capacidad de generar abstracciones y de trazar vínculos entre puntos distantes (de comprender la información a diferencia de surfearla, en suma) depende de un necesario enquistamiento entre ambos procesos. Ciertamente, la gran amenaza de la era de la información nos enfrenta al riesgo de vernos condenados a un estado más aterrador que el de la amnesia que vaticinaba Sócrates: la metamorfosis del lector en consumidor, presa de la literalidad del sentido, reservorio de un catálogo interminable de listas y documentos que no cesan de acumularse en rincones de su mente, inaccesibles a fuerza de pura accesibilidad.

Paula Klein

Buenos Aires, EdM, julio 2012
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