Dieciocho mil personas se quitaron las ropas en el Zócalo del DF, en mayo de 2007, para ser fotografiados por la cámara de Spencer Tunick (1967). El artista estadounidense lleva dos décadas desarrollando ese proyecto en el que ya ha fotografiado a 80 mil personas a lo largo del mundo. Suelta una invitación abierta y ofrece a los voluntarios una copia de la toma. Así lo hizo en ciudades como San Paulo, Barcelona, Munich, Ámsterndam, Santiago de Chile, Buenos Aires, Viena, Lisboa, Londres, como en un glacial de los Alpes Suizos y en el Mar Muerto.
Las “instalaciones humanas” de Tunick hacen estallar el contraste entre la intimidad y el anonimato de los espacios públicos. “Si el ser humano aún teme a su propia desnudez, cómo va a cambiar la sociedad,” aseguró en una entrevista (El Mundo, 4-V-2003): “Es hora de aceptar y enfrentarse a nuestra propia belleza y miseria.” Las resistencias hacia su trabajo son ambiguas, a veces recibe los permisos de las autoridades comunales al mismo tiempo que la protesta de los conservadores. En 1999 fue arrestado en Nueva York por intentar fotografiar a 150 personas en Times Square. “En Estados Unidos crea menos controversia transmitir cuerpos mutilados por un tanque que un cuerpo bello desnudo”, dijo. En 2011 fotografió en las aguas del Mar Muerto a mil personas, mientras cinco avionetas sobrevolaban el evento tratando de boicotearlo. Quizás el proyecto necesite de las reacciones adversas tanto como de los cuerpos sin ropas, aun cuando resulte desatinado apresurar las definiciones. En Santiago de Chile, un domingo de junio de 2002, fueron cinco mil personas las reunidas, imponiéndose ante los conservadores. “Todo pasaba de una instalación de arte a protesta, a movimiento, a celebración y volvía a ser una instalación”, evaluó Tunick diez años más tarde (La tercera, 24/VI/2012). En Buenos Aires el evento se realizó dos meses antes, y convocó a menos de quinientas personas.
La representación del cuerpo en el arte es una historia signada por las elusiones. Hasta entrado el XVII no hubo representación de un cuerpo humano sin ropas, lo que había en telas y esculturas eran desnudos de personajes mitológicos y bíblicos (como El David de Miguel Ángel). El artista elidía lo “humano” en la muestra del cuerpo para evitar controversias, aunque sabía que el público vería mucho más que una ninfa o la perfección de la Idea. Es decir: que veía el cuerpo que él no mostraba sino veladamente. Algo de ese recato del Renacimiento se conserva hoy cuando encontramos en un museo una advertencia sobre ciertas imágenes que “pueden dañar la sensibilidad del público.” Advertencia de que lo que no es también es al mismo tiempo.
El verdadero cuerpo es visto como monstruo: esa marca que, según los latinos, dejaban los dioses de manera aleccionadora. El cuerpo es exceso y desborde. En La cabra o Quién es Sylvia (2002), la pieza de Edward Albee que está en cartel en Buenos Aires, la vida perfecta de un hombre estalla en el momento que confiesa estar enamorado de una cabra. ¿Qué es lo que más desespera a los demás: su amor, el objeto amado, o que la pasión que experimenta sea tan poderosa para arrebatarlo de su mundo de certezas? ¿Es posible pensar la vida sin una pasión? Los cuerpos sin ropas de Tunick nunca se desbordan en sus fotos, están “tomados”; lo que salta fuera del corral es el momento previo, cuando miles de desconocidos comienzan a quitarse la ropa. Un desnudez que se consume al instante, después estarán desvestidos, serán solo “los sin ropa” que el público de las “instalaciones humanas” habrá de imaginar desnudos, con un dejo de ilusión Renacentista en los tiempos del humanismo google.
Fue en 1632 que la pintura conoció el primer cuerpo desnudo de un hombre, y era un delincuente, conocido en la ciudad de Ámsterdam como Aris Kindt, al que se le practicó una autopsia pública de su cuerpo. Rembrandt, que tenía entonces 26 años, asistió al suceso y realizó La lección de anatomía del doctor Tulp. Aris Kindt, un hombre real, y acaso por eso, porque era demasiado real, un animal humano, podía ser exhibido sin que nadie se detuviera en su desnudez. Era un caso científico, y la autopsia redundaba en importancia a juzgar por las ropas de quienes lo rodean. Sebald se inclina a pensar que, dada la importancia del evento, posiblemente haya habido luego un banquete. Ninguna de las miradas de los presentes se conduce en una misma dirección, y el público del cuadro de Rembrandt toma el lugar de la “cuarta pared” de la escena.
Una “instalación humana” del teatro político: los “bien nacidos”, y por eso portadores del saber y el mando, rodean al delincuente, el “mal nacido”. Ese es el orden que el teatro propone como principio y como fin. Un drama que oculta que ese cuerpo sólo puede presentarse desnudo porque ya se lo ha vestido con una historia que lo condujo a la condición de delincuente. Toda una instalación política que nos invita a pensar en las fotografías de Tunick. Sobre todo en el revés de sus imágenes, no en las 80 mil personas sin ropas, ni siquiera en la posibilidad de saltar fuera del corral, sino en cada uno de los demás, en la desnudez siempre vestida en la que estamos instalados.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, julio de 2012
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