APUNTES

El chiste y su relación con el biopoder: 2666, de R. Bolaño, por Fermín Rodríguez


Al igual que el policía que se entretiene contando las heridas de armas blanca que recibió el cuerpo de una mujer antes de morir estrangulada y “se aburrió al llegar a la herida número treinta y cinco” (Bolaño 724), quien recorra de punta a punta la serie de ciento nueve cadáveres de mujeres asesinadas entre 1993 y 1997 (pero hubo otras antes, y habrá otras después: la serie es abierta por definición) que se acumulan en las páginas de "La parte de los crímenes", perderá en algún momento la cuenta. Como ojos que se cierran ante el peligro, las palabras desafectadas y anestesiantes con que se contabilizan los cadáveres, privadas de un sentido humano, son propias de un informe forense que aplasta la monstruosidad del fenómeno con el peso de la estadística. No hay en este sentido estetización del crimen. No estamos ante “cadáveres exquisitos” inspirados en la estética surrealista del azar, el corte y la fragmentación; ni ante una transformación del afecto en delicadas sensaciones estéticas que hagan de los asesinatos una de las bellas artes, sino más bien en las inmediaciones de una pura pulsión de muerte, esa ciega insistencia maquínica, pre-individual y a-subjetiva que paradójicamente nombra su opuesto: un exceso tanático de vida que vive de repetirse compulsivamente; un impulso vital ciego y destructivo que excede los límites del bios individual y colectivo, al que la sucesión de asesinatos, en su crueldad, abastece literalmente de carne que se escapa del cuerpo a través de orificios desgarrados, tajos y heridas. 


Frente a este umbral de despersonalización en el que la identidad individual se disuelve y que, como un abismo, se traga todo, “llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen” (755), sostiene con melancolía uno de los tantos personajes que investigan un caso, hasta que la pista que persigue se pierde en el desierto. El goteo constante de informes forenses, precisos, impersonales, purgados de afectos y de emociones, como si los hubiera redactado un descendiente de los narradores de Rulfo (Lalo Cura, el joven aprendiz de policía y de criminólogo, reclutado en una comunidad indígena, es un descendiente de un linaje de cinco generaciones de madres solteras, comparte un aire de familia con Juan Preciado), aplasta la identidad jurídico-política de las víctimas sobre un sustrato anatómico sin forma personal, que reduce a las mujeres de sujetos individuales a mera “especie” arrancada del campo del derecho y arrojadas como cadáver a un terreno donde lo orgánico es indiscernible de lo inorgánico. 

Como la biologización de la política está en conflicto con las ideas democráticas y el poder sobre la vida pone en crisis la noción jurídica de ciudadanía, en sociedades como la de Santa Teresa no todos los seres humanos pueden aspirar al estatuto jurídico-político de persona (Esposito). En el campo permanente de la excepción, la transgresión de la ley pone en marcha los mecanismos de la violencia soberana que se hunden en la vida, donde da lo mismo violar derechos que mujeres. 

 Porque para poder ser eliminadas de manera no criminal, para que sus nombres e historias de vida pudieran ser borrados de la representación pública, las obreras de Santa Teresa tuvieron que ser previamente convertidas en vidas residuales por un poder que las había dejado al desnudo, abandonadas en el campo de la vida sin atributos, en un estado de excepción permanente y generalizado. Produciendo y haciendo circular las imágenes y deseos que se identifican con lo humano, estableciendo jerarquías y manipulando afectos e intensidades, el poder sobre la vida reproduce ciertas concepciones acerca de qué vidas valen la pena y qué muertes son impensables e indoloras. Marcado por la imaginación biopolítica, los chistes son fragmentos de una ficción donde esa verdad se dice mintiendo y riendo, en un lenguaje embrutecido, cargado de intensidades que rondan la sociedad como fieras sueltas. Pero la novela repite los chistes como tragedia, revelando la mueca de espanto por detrás de la farsa. El humor biopolítico que, entre risotadas, comparten los policías y judiciales que investigan el caso, define a las mujeres como “un conjunto de células medianamente organizadas” alrededor del agujero negro de su sexo. Las mujeres, dice otro chiste, son como las leyes: están hechas para ser violadas. Su cerebro está dividido en varias partes, según lo duro que le pegues y, como una pelota de squash, cuanto más fuerte le das, más rápido vuelven (689-692). 

Mujeres peligrosas

Envueltos en estos fragmentos de lengua afectiva corrupta, entre restos de basura, deshechos industriales y escombros, con toda la muerte al aire, los cuerpos salvajemente apuñalados, mutilados, eviscerados, chamuscados, con los pezones y el sexo desgarrados a mordiscones, “como si un perro callejero se la hubiera intentado comer” (577), yacen insepultos en tierras baldías no siempre despobladas. Muchas veces los cuerpos quedan a la vista de todos, para que fueran encontrados lo antes posible—sospecha alguien (657), como si el poder tuviera la necesidad constante de producir y exhibir la desnudez para aterrorizarnos y preservar las jerarquías, mostrando la vida al borde de la miseria y el peligro. 

Pero la vida es más potente que la desnudez. Asumir la desnudez como representación de la vida, ¿no significa confundir la naturaleza del sujeto con la del poder que lo deja desnudo e impotente? Se trata en todo caso de una desnudez impuesta, forzada, infligida por un poder de hacer vivir y dejar morir que crea y refuerza las condiciones de vulnerabilidad, inseguridad e indefensión en las que viven y desaparecen las obreras de Santa Teresa (“El monstruo político”). 

Al temor de morir, las operarias, camareras, enfermeras, prostitutas y estudiantes de Santa Teresa oponen la vitalidad y la potencia de un antagonismo difuso que interrumpe la normativización absoluta de la vida. La violenta extensión del capitalismo a la totalidad de lo viviente, su acecho y explotación de la potencia de creación y transformación de los cuerpos, es una reacción a un deseo de vida previo al poder que busca capturarlo. Se trata de un deseo que no puede ser reprimido, un exceso de vida que salta por encima de las identificaciones que sujetan un cuerpo a un rol. Una de las víctimas había sido en vida “pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer”, pura expresión de potencia (740). Otras tenían planes para el futuro: querían estudiar computación o aprender inglés para no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora (585, 579). Otras habían sido despedidas porque habían intentado organizar un sindicato (721), se organizan en grupos de protesta contra la violencia o arremeten a golpes de puño contra un vecino golpeador (523). De un modo u otro, la vida se multiplicaba alrededor suyo, creando espacios de circulación y autonomía donde el deseo es soberano, lo que significa "no deberle nada a nadie, ni tener que dar explicaciones de nada a nadie" (740). 

Muchas de las trabajadoras asesinadas murieron anónimamente, sin que nadie reclame sus cadáveres ni las eche en falta. Acababan de llegar a Santa Teresa en busca de trabajo en las maquiladoras o tratando de pasar al lado norteamericano, siguiendo flujos de cuerpos y cosas que circulan a través de fronteras que son umbrales biopolíticos antes que líneas de demarcación geográfica. Fueron forzadas a desplazarse, pero viajan llenas de vida y de posibilidades, de afectos y deseos, como una necesidad que se abre a nuevos horizontes. Pero sobre todo, representan un éxodo respecto del rol tradicional de mujer, trazando sobre lo real líneas de desujetamiento y de cambio que son, al mismo tiempo, una experimentación con la materialidad del cuerpo y los límites de la vida. “¿Para qué queremos un hombre”—afirma una de las jóvenes obreras—“si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?” (586). ¿Epidemia de ginefobia? ¿O qué nombre tendrá el horror al cuerpo como lugar de afirmación, soberanía y placer? A la producción de sujetos por parte del poder, a la completa colonización de la vida, las mujeres que matan en 2666 opusieron una producción de subjetividad a partir de la vida misma, del trabajo, del lenguaje, de la cooperación, del cuerpo y la sexualidad. Son la comunidad de los que no tienen comunidad. Un corpus del delito de mujeres que matan porque son peligrosas. 

 Fermín Rodríguez 
 Buenos Aires, Argentina, EdM, agosto 2012
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