“Ayer, antes del examen físico, atacó gravemente a la enfermera, saltó a una silla y cayó sobre ella, le sujetó el cuello y la boca, de modo que la enfermera no podía gritar. Esta habría perecido si no hubiera estado alguien allí, pues el paciente posee una fuerza colosal. Durante la noche de ayer, horas y horas de escándalo.”
Según los informes psiquiátricos, el paciente tenía una personalidad psicopática que presentaba ideas y conductas obsesivas. En 1918 se había desencadenado en él una aguda psicosis. Intentó asesinar a su familia y también suicidarse. A lo largo de su larga internación alternaba momentos de agradable tranquilidad con accesos de furia descontrolada y delirante, acompañados de niveles extremos de violencia verbal y física. Sus alucinaciones eran extremadamente vívidas; escuchaba voces que, una y otra vez, se volvían contra él y su familia. Su esposa era repetidamente fusilada, y sus hijos ajusticiados todo el tiempo para elaborar con sus cadáveres exquisitos manjares. La clínica era una hermética prisión que disponía de refinados dispositivos para eliminar personas. Médicos y enfermeras eran dueños de una hostilidad infinita, que intentaban matarlo sirviéndole comida envenenada todo el tiempo. Su médico tratante era el despiadado líder de una banda de forajidos que tenía espías por todos lados. En todo momento se trasladaba con tres maletines llenos de libros y apuntes. Sus momentos más encantadores eran aquellos en los que hablaba de historia del arte. Según sus médicos, las perspectivas del paciente no eran nada optimistas.
Esta era la situación de Aby Warburg, uno de los más importantes historiadores del arte del siglo pasado, en 1921. Para el doctor Ludwig Binswanger, director del sanatorio psiquiátrico en donde estaba internado, el diagnóstico era esquizofrenia, una patología crónica que, más allá de alguna que otra mejoría transitoria, jamás le permitiría al paciente arribar a un restablecimiento completo. Todo parecía indicar que Warburg, un gran lector del Dante, estaba destinado a vivir el resto de sus días en su propio infierno. Cuando en 1923 el psiquiatra Emil Kraepelin lo examinó a pedido de la familia, se produjo un cambio esperanzador. Su diagnóstico fue diferente al de Binswanger: estado mixto maníaco depresivo, con pronóstico favorable. Su prescripción fue reposo en la cama y administración de opio en dosis paulatinamente decrecientes por algunos meses. Más tarde rediseñó la rutina diaria del paciente, estableciendo un régimen puntilloso de actividades que Warburg debía cumplir a rajatabla. Dado que Kraepelin basaba su diagnóstico y sus tratamientos en concepciones clínicas propias, Binswanger no compartió en un principio su opinión. “Kraepelin - escribía Binswanger a un colega - denomina neurosis obsesiva a aquello que yo he destacado como constitución esquizoide en nuestro paciente”. El doctor Hans Berger, que había tratado a Warburg en Jena, fue más contundente. En carta a Binswanger afirmaba que no podían “echarse casos como éste a la enorme olla del síndrome maníaco-depresivo”. A pesar de todo Kraepelin siguió visitando a su paciente.
Días antes de terminar su cura de opio Warburg comenzó a preparar, junto a su colaborador Fritz Saxl, una conferencia acerca del ritual de las serpientes de dos pueblos indígenas americanos que había visitado entre 1895 y 1896. La terminó en poco tiempo, y en abril de 1923 la expuso, con abundancia de datos y fotografías, durante una hora y cuarenta y cinco minutos en una sala rebosante de invitados. Feliz por su logro, Warburg comenzó a mejorar sensiblemente. Hacia fines de ese mismo año la historia clínica lo muestra avanzando en sus investigaciones sobre arte renacentista, pidiendo información y libros a Saxl todo el tiempo. En abril de 1924 Kraepelin lo volvió a revisar, encontrando una sensible mejora en su cuadro clínico. Horas más tarde Warburg recibía la visita de Ernst Cassirer, quien en una animada y extensa charla coincidió con todas las hipótesis de su trabajo. El entusiasmo por su encuentro con Cassirer, quien tiempo después le dedicó su Individuo y cosmos en la Filosofía del Renacimiento, fue equiparable al del día de la conferencia sobre el ritual de los indígenas americanos.
En vísperas de su alta médica, fue trasladado a una villa. Durante los primeros días se sentía completamente perdido en su nuevo hábitat. Para orientarse dejaba libros y pinturas en distintos lugares de la casa. Dado de alta en 1924, Warburg se abocó con pasión a la tarea de remodelación y ampliación del edificio del Instituto de investigaciones en Hamburgo, basado en su biblioteca de sesenta mil volúmenes. Ciertos detalles dan a entender la estrecha correspondencia entre edificio y biblioteca. Por dar un ejemplo, el estudioso que utilizaba el ascensor no pulsaba en la botonera un piso numérico. A la manera del índice de un libro, pulsaba “Renacimiento”, “Barroco” o “Edad Media”, según sus necesidades académicas. El Instituto se inauguró en 1926, en momentos en los que Warburg terminaba de dar forma a su más ambicioso proyecto: Mnemosyne, un monumental atlas iconográfico destinado a reunir largas series de formas artísticas de las más diversas procedencias, realizadas en distintas épocas históricas y capaces de traer al presente el recuerdo de experiencias del más remoto pasado. El gran salón oval del Instituto fue especialmente diseñado para poder levantar los paneles en donde exponer estas series. Se trataba, ni más ni menos, de ir en busca de la memoria de la cultura occidental a través de sus representaciones artísticas. En este grandioso proyecto ocupaban un lugar especial la magia y la ciencia. Warburg sostenía que la magia le había permitido a las sociedades primitivas conjurar su profundo miedo a las fuerzas hostiles de la naturaleza. Fundamental en el proceso de separación del hombre de la naturaleza, la magia sentaba las bases culturales que hacían posible el futuro desarrollo del pensamiento racional y del conocimiento científico. El proceso, nada lineal ni progresivo, podía revertirse: de la ciencia se podía volver a la magia e incluso al caos y al miedo de las primeras etapas de la humanidad.
En un texto autobiográfico de 1922 destinado al uso médico, Warburg describía algunas de las consecuencias del tifus que había contraído siendo un niño. “De ese tiempo - afirmaba - procede el miedo que provocaron los desproprocionadamente inconexos recuerdos visuales o excitaciones sensoriales de los órganos olfativos y auditivos, la angustia que provocaba el caos, el intento de poner orden intelectualmente en este caos…”. El pánico que le tenía a los exámenes escolares durante su adolescencia “reforzó de modo tan rotundo la tendencia a la fantasía fóbica que fue precisamente ella la que mejor amarró allí la cadena de mis miedos y, al mismo tiempo, vio en la ciencia un recurso liberador”. Durante su internación psiquiátrica Warburg escribió a su esposa y a su hermano Max una carta en la que sostenía que la tarea científica había sido “el único recurso terapéutico” que había conquistado en los últimos tres años. El trabajo intelectual lo alejaba de la espiral de delirios y fobias en las que se hallaba sumergido el resto de su tiempo. “Para mí - le volvía a escribir a su hermano en una nueva carta - el ocuparme de mi investigación profesional es un claro síntoma de que mi naturaleza aún quiere salir por sí sola de este pantano”. En Fritz Saxl Warburg encontró un apoyo fundamental. En sus Notas de Kreuzlingen Saxl sostenía que durante sus visitas debía “pelear contra los médicos mi antigua batalla por el reconocimiento de Warburg como científico”. Y quizás esa pelea fuera necesaria para que su maestro tuviera “el estímulo de mostrar lo que vale. Y esto sería un camino a la salud”. Hacia 1923, en una carta dirigida a los directores de la clínica, Warburg agradecía profundamente a los médicos y enfermeras la buena marcha de su tratamiento. Pero también señalaba su desacuerdo en un punto. “En una conversación - escribía Warburg - el doctor Ludwig Binswanger dejó caer recientemente ante mí una observación del tipo: “Sí, está muy bien que usted realice su trabajo científico, pero primero ¡cúrese!”. Esta clase de concepción me resulta incomprensible y resalto, frente a esto, que yo, desde que estuvo aquí el profesor Cassirer, tengo motivos también personales para ser de otra opinión. Pues también en esa oportunidad se mostró que mis intentos, continuados por mi parte con energía y bajo grandes dificultades, a pesar de los deplorables instrumentos que aquí tengo a mi disposición, llevaron sin embargo a resultados que permitieron la unión de mis observaciones aisladas sobre psicología del arte, registradas desde hace años (…), con el material de historia de la cultura que he ido viendo en el curso de mi vida, y quizás no sea exagerado decir (…) que yo podría incluso bosquejar un nuevo método, verdaderamente sólido, de comprensión de la historia desde el punto de vista de la psicología de la cultura”. Para Warburg no se trataba de llegar al alta para poder hacer ciencia. El alta llegaría, en buena medida, gracias a su actividad científica. Por eso, y por estar convencido de estar frente a un gran descubrimiento, pedía que los médicos no interrumpieran sus investigaciones. Al igual que durante su infancia y su adolescencia, el trabajo intelectual y la ciencia lo aliviaban de sus peores miedos y padecimientos.
En la misma carta Warburg consideraba que su conferencia sobre los rituales de los indígenas norteamericanos había sido “un punto de inflexión”, un acontecimiento en el que fechaba el comienzo de su “renacimiento”. No parece casual que el estudio de los símbolos rituales de una cultura indígena “primitiva” ayudara a rescatarlo de la atemorizante profundidad de su psicosis. Sea por la magia, la ciencia o por su propios recursos psíquicos, el camino hacia el restablecimiento de su salud mental se había cruzado con el que lo conducía a Mnemosyne.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, Septiembre 2012
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