PIES DE IMAGEN

Perdices, por Claudia Piñeiro


Guardo esta foto de mi abuelo y sus amigos en un lugar privilegiado. No es una buena foto, se nota que fue coloreada artificialmente, está ajada, con marcas de por lo menos dos dobleces centrales y uno en la punta inferior derecha. Mi abuelo está parado en la fila de atrás. Es el segundo empezando a contar desde la izquierda. Junto al hombre que tiene en su mano una botella que parece de champán pero seguramente será de sidra, mi abuelo y sus amigos no tomaban champán. No puedo reconocer al resto de los hombres. No sé si los conocí, si alguna vez supe quiénes eran. Y ya no hay nadie a quién preguntarle, soy la mayor de lo que queda de mi familia. Tampoco sé de quién eran los tres perros de caza que posan junto a ellos. Tal vez uno fuera el de mi abuelo. Pero el perro que yo recuerdo era distinto, blanco con manchas negras. Ni tampoco sé de quién era la camioneta que está detrás de los hombres, con el toldo verde abierto para exhibir con orgullo frente a la cámara el producto de su cacería.
   Una vez por año, a veces dos, mi abuelo salía de caza con sus amigos. La ceremonia era reservada sólo para hombres, ninguna mujer podía acompañarlos. Mucho menos yo, que era una niña. Todo lo que sucedía desde el momento en que mi abuelo se subía a la camioneta y la tarde en que volvía, yo no podía hacer otra cosa que imaginarlo. En cambio mi abuelo sí me dejaba participar de los preparativos anteriores a su partida: cargar con perdigones y pólvora las vainas de los cartuchos. Los traía a la cocina de su casa en una caja, colocados en pequeños compartimentos como si fueran ordenados tubos de ensayo, vacíos. También dejaba sobre la mesa una bolsa de plástico con la pólvora y otra con los perdigones. Y en una cajita más pequeña los pistones de bronce que rematarían el culatín una vez que la vaina estuviera rellena. Ésa era la función que mi abuelo me había asignado: poner el pistón en su lugar, rematarlo y guardar el cartucho listo otra vez en la caja. Yo no tocaba la pólvora ni los perdigones, pero me sentía importante porque mi función clausuraba esa etapa y dejaba paso a la que vendría.
    Entonces daba comienzo la parte de la ceremonia de caza que se limitaba a lo que podía crear con mi imaginación. O se expandía por lo que podía crear con mi imaginación. Antes de que partiera, le pedía a mi abuelo datos precisos para componer dentro mío lo que nunca vería. Dónde iban, a qué pueblo, al campo de quién, si entraban con autorización o como intrusos, si tenían que saltar alambrados, qué pasaba si el dueño del campo los descubría, si alguna vez los habían descubierto, si la caza empezaba de noche o con las primeras luces del día, si los perros hacían bien su trabajo o eran apenas una compañía. Con esos datos y en su ausencia, yo podía verlo: mi abuelo caminando entre el pasto crecido, o entre una plantación de trigo o de girasoles, mejor de girasoles, mi abuelo caminando en medio de una plantación de girasoles, delante de todo el grupo, con paso firme, guiándolos, marcando la huella, iluminado por la poca luz de ese amanecer, toda la luz para él y el resto de los hombres en penumbra, con los pantalones adentro de sus botas gruesas y gastadas, el arma en posición de descanso pero atenta, avanzando a paso más largo que el que habitualmente daba, hasta que una perdiz levanta vuelo y entonces el perro ladra, y mi abuelo levanta su escopeta, la apoya sobre el hombro, cierra un ojo para apuntar al cielo, mueve la escopeta de izquierda a derecha, apenas, para acompañar el vuelo de la perdiz que se aleja, y dispara. Da en el blanco. La perdiz cae. El perro corre tras de ella. Mi abuelo lo sigue. Cuando lo alcanza le saca la perdiz de la boca. El perro se la entrega. Mi abuelo la mete en la bolsa de arpillera que cuelga de su espalda. Y otra vez el perro y mi abuelo miran hacia adelante, atentos, esperando la próxima que decida volar.
    El regreso de mi abuelo, dos o tres días después de su partida, me permitía ser testigo otra vez. La camioneta estacionaba en la calle y yo ya los escuchaba desde mi cuarto. Hablaban a los gritos, se reían, parecían haber vuelto de una fiesta donde habían tomado de más. Bajaban las bolsas de arpillera al patio de la casa de mis abuelos. Las abrían una a una y dejaban caer los cuerpos muertos de perdices y liebres sobre las baldosas. Las contaban. Hacían pilones de idéntica cantidad para cada uno. Luego cada hombre tomaba una bolsa de arpillera vacía y metía dentro lo que le correspondía en el reparto. La camioneta seguía su camino. Mi abuelo entraba con su bolsa a la cocina y se la daba a mi abuela. Y ella le decía una vez más, "acá no, Adolfo, dejá eso en el lavadero". Recién por la tarde, cuando terminara con sus tareas de la casa, mi abuela se ocuparía de las perdices, les sacaría las plumas y el cuero a la liebre que le tocó a mi abuelo en el reparto. Las dejaría listas para hervirlas y mezclarlas con el escabeche que comeríamos el próximo domingo.
    Yo comí esas perdices. La liebre no, la liebre era demasiado parecida a un conejo. Y las niñas que leíamos Alicia en el país de las maravillas, no comíamos conejos.

Claudia Piñeiro
Buenos Aires, EdM, diciembre 2012


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1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bello. La escena secreta de los hombres, el lugar de las mujeres, la imaginación que no tiene (o sí tiene) fronteras. Es un texto que habla de los géneros y del poder con enorme sutileza. Elsa Drucaroff.

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