n su “Arte poética”, citado en Verso a verso VI, Alberto Girri había escrito, cerrando cada estrofa en cursiva, tres versos, del que podía leer el segundo. Ahora van todos, un mantra para pensar, que no pide más que eso, porque “las cosas son el único sentido oculto de las cosas”, como dijo Pessoa:
“la ambigüedad a expensas de la convicción”
(…)
“la materia a expensas del lenguaje”
(…)
“la imaginería a expensas de tormentos.”
Por eso la decisión de introducir en esta entrega versos de inversa, valga el juego sonoro, carga. Sí, “invertir la carga de la prueba” y elegir, para empezar, otra clase de cuasi aforismos, que no reflexionan sobre su instrumento, y, aunque parezca una obviedad escribirlo, se inscriben directamente en la carne, como si pudiera hablarse de escrituras que se “oyen” y escrituras que se “sienten”. Son de Emily Dickinson, que en 1859 escribió:
El agua se aprende por la sed
o, transgrediendo la consigna de escribir sobre un verso, considerar estos dos uno solo:
No soltamos el puñal-
porque amamos la herida.
Son dos estructuras parecidas, ambas simulan un oxímoron y una metonimia combinadas, y ese procedimiento hace el fulgor de la imagen, el titilar del concepto en nuestro deslumbrado sistema de comprensión. En un caso, inversión de causa y efecto, en el otro, la causa ligada al efecto por una fatalidad que lo provoca. Ambos son, además, reversibles, tanto como lo que se aprende y lo que se ama.
Y para completar la transgresión, un poema-aforismo, ante la imposibilidad de cortar la secuencia, que es temporal, literalmente:
corazón pide placer - primero -
después, ser dispensado de sufrir -
y luego, esos pequeños Anodinos
que entumecen el dolor.
Hay un equilibrio entre las partes que ninguna traducción alteraría: “primero”, “después”, “luego”, pautan una suerte de suspenso entre lo que pide cada vez “el corazón”. Una idea nos es dada en tres momentos: con una palabra sola, con una frase que empieza y termina con infinitivos y es una especie de sustracción en la matemática del concepto, y con una explicación que necesita adjetivarse para cumplir el objetivo final, ese deseo último del corazón.
Efecto de un saber que anonada por su sencilla contundencia, la síntesis que encierra la palabra Anodinos, con su letra inicial del alfabeto, su mayúscula moral, es anestesiante. Y el círculo oscila, como la vida, y avanza, desde lo que parece tan simple, a lo que exige tanta complejidad: el tiempo que va del placer al dolor.
Las lecturas se llaman entre sí, intercambiables e infinitas, pero en cada universo se impone alguna, o hay que elegirla. El eco de “Aniversario”, de Fernando Pessoa, no deja dudas: su obra, escrita entre 1920 y 1935, se publicó póstumamente, y este poema, recién en 1944, bajo el heterónimo de Alvaro de Campos:
“En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños
yo era feliz y nadie estaba muerto.”
y después, del mismo:
“¡Comer el pasado como pan de hambre, sin
tiempo de manteca en los dientes!”
Esa libertad de las formas que parecen habladas, sueltas, el deseo expresado al aparente “correr de la pluma”, utilizando repeticiones porque pareciera no tener sentido el uso de sinónimos, tiempo es tiempo, y cada cosa tiene el peso de ser “llamada por su nombre”: yo-feliz/nadie-muerto.
En este par evidente, se podría pensar que “porque” nadie estaba muerto… yo era feliz. Sin embargo, Pessoa trasciende esa linealidad y dice lo que dice: una yuxtaposición hace visible que en esa frase hay dos cosas delimitadas en su propia construcción, que coexisten sin dependencia. Esa es la engañosa maravilla: borrar la idea de consecuencia.
En cambio, en el par siguiente juega con nosotros en el baile del concepto, donde todas se cruzan y se enlazan las palabras lanzadas como dados.
Así, la frase clásica del lenguaje popular de la infancia, “pan con manteca”, es separada, igual que la frase “tiempo pasado”, separada, invertida en su orden, pero ambas son repartidas, como panes y peces, en cada uno de los versos, a la vez que interferidas: es en la interferencia donde sucede la poesía. Ese puñal.
Del mismo modo, el “comer” del inicio, que pide “los dientes” del final, está interferido por la palabra hambre. Cuasi centro del poema, negado por el centro verdadero: “sin”.
Y lo que se puede leer es “sin tiempo”.
Como en el inolvidable par de versos de César Vallejo, del poema XXIII de Trilce, libro de 1922, el tiempo desaparece toda vez que el alimento primero es la materia a morder:
“Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
pura yema infantil innumerable, madre”
Liliana Lukin
Buenos Aires, EdM, febrero 2013
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