“Al Ilustre Mahomet II, sultán de los turcos, escucha con benevolencia nuestras palabras antes de juzgarnos:
Demasiadas guerras habéis mantenido tú y tus antecesores contra los cristianos; demasiada sangre se ha derramado. Y no te confiéis, porque los cristianos han sido hasta ahora apáticos: ¡se unirán todos cuando sepan que tú atacas el corazón de la cristiandad! (…) Si quieres dilatar tu Imperio, y hacer glorioso tu nombre, no necesitas oro ni armas ni ejércitos: basta un poco de agua, para que te bautices, te hagas cristiano y creas en el Evangelio. Una pequeñez insignificante puede hacer de ti el más potente y famoso de cuantos viven. (…) Si haces esto no habrá en el orbe príncipe que te iguale o supere en poderío: te proclamaremos emperador de Oriente. Y lo que has ocupado por la fuerza, y posees injustamente, será entonces posesión tuya por derecho. Los mismos cristianos te ayudarán a extender tu Imperio. (…) La Iglesia Romana no se te opondrá si caminas por el sendero justo. La primera Sede Apostólica te rodeará de amor como lo hace con otros reyes. Más aún, de un amor y honras tanto más grandes cuanto más elevada sea tu posición. En estas condiciones tú podrás conquistar fácilmente y sin lucha ni derramamientos de sangre muchos otros reinos.”
Obsesionado con recuperar para la cristiandad el dominio del Mediterráneo oriental tras la caída de Bizancio en 1453, el papa Pío II tomó la decisión de escribirle una carta al Sultán. Inspirado por las ideas de diálogo universal entre cristianos y no cristianos de su amigo Nicolás de Cusa, confió en su capacidad de persuasión para convertirlo al cristianismo y lograr una paz duradera. Más persuasivos fueron sus cardenales: semejante iniciativa podía crearle al papa graves problemas con los príncipes cristianos. Con oídos sensibles a tan prudentes consejos, Pío II nunca mandó la carta a Constantinopla y decidió organizar una nueva Cruzada.
Humanista amigo de humanistas de la talla de Poggio Bracciolini y Guarino De Verona, Eneas Silvio Piccolomini fue un escritor prolífico que jamás imaginó que un día llegaría a ser papa. Durante sus años de juventud llevó adelante una vida que combinaba estudio y hedonismo. Enamorado de los clásicos del paganismo antiguo, compuso drama, novela y poesía lírica, a veces con un elevado tono erótico. Sus biografías y libros de historia eran apreciados en los más destacados círculos humanistas. También lo eran sus tratados de geografía. Su Descripción de Asia de 1461, por dar un ejemplo, fue muy leída y consultada en su tiempo. Cristóbal Colón tenía en su biblioteca un ejemplar que había glosado profusamente. Piccolomini trabajó como secretario y diplomático al servicio de varios jerarcas de la Iglesia, para el emperador Francisco III e incluso para el antipapa Félix V. Su amistad con papas de la importancia de Nicolás V y Calixto III le permitieron hacer una carrera meteórica en la Iglesia. En 1447 fue nombrado obispo de Trieste; en 1450, obispo de Siena y en 1456 Calixto III le otorgó el capelo de cardenal.
Escritos en 1463, sus Comentarios se han convertido en un texto muy especial por ser la única autobiografía de un papa. El capítulo dedicado a su elección como papa es fascinante. Quien sucediera al fallecido Calixto III tendría que vérselas con toda una serie de desafíos. La reforma de la Iglesia era uno de las más urgentes. “Las costumbres del clero - sostiene Piccolomini citando las palabras de un obispo - están corrompidas y los sacerdotes se han convertido en escándalo para los seglares”. Además de seguir absolutamente comprometido en la lucha contra los turcos, el nuevo papa debía lograr que la Curia residiera en forma permanente en Roma para unificar filas y convertir la Santa Sede en un baluarte de la fe cristiana.
La muerte del cardenal Doménico Capránica, para muchos sucesor natural de Calixto, llenó el cónclave de una densa incertidumbre. “Pronto tuve ocasión de descubrir - escribe Piccolomini - que la sorprendente muerte de Capránica había causado entre mis compañeros más codicia que tristeza. Al desaparecer repentinamente y extrañamente el primero de los papables, se desencadenaba una lucha abierta y descarada por ocupar su puesto. Cardenales que, dos días antes, parecían resignados a que la tiara fuera a otra cabeza, alzaban ahora con arrogancia la suya”. Embajadores y delegados de reyes se metieron de lleno en oscuras intrigas para imponer sus candidatos. Desde el primer día del cónclave se escuchaban por las noches los pasos y cuchicheos de los “eternos conspiradores”. Uno de los más activos era el francés Guillermo D´Estouteville, cardenal de Rouen. Si lograba sentarse en el trono de San Pedro, su papado transformaría a Roma en un aliado invaluable para el triunfo de Francia sobre Inglaterra en la Guerra de los Cien Años. Al mismo tiempo, sería un trampolín ideal para expandir la influencia francesa en Italia y el mundo Mediterráneo. Las ciudades italianas también pugnaban por sus intereses. Frente al apoyo genovés a la candidatura de Guillermo, los diplomáticos milaneses y napolitanos respaldaron a Piccolomini con el fin de contrarrestar las ambiciones galas en el sur de Italia.
Al tercer día del cónclave se comenzó el escrutinio para elegir al nuevo papa. “Sobre el altar - escribe Piccolomini - fue colocado un gran cáliz de oro, custodiado por tres cardenales para que nadie pudiese hacer trampa alguna mientras depositaba su esquela de sufragios”. El empate entre Piccolomini y el cardenal Felipe de Bolonia abrió la necesidad de recurrir a un segundo escrutinio. Con renovadas esperanzas Guillermo de Rouen se lanzó al ataque. Destacó que, a diferencia de sus competidores, él era de sangre real y tenía una fortuna que pondría a disposición de las siempre famélicas arcas de la Iglesia. Describió con lujo de detalles el pasado “pagano” y hedonista de Piccolomini y, sin detenerse en sutilezas, recordó que desde hacía años padecía una enfermedad que sin lugar a dudas lo inhabilitaría para soportar los rigores de un cargo exigente. Arremetiendo contra Felipe de Bolonia, lo transformó en un inepto incapaz de gobernarse a sí mismo. Esa misma noche, en vísperas de la nueva elección, jugó su última carta. “Con una astucia digna de mejor causa - cuenta Piccolomini - aguardó a los cardenales en un sitio al que necesariamente irían antes de acostarse: ¡en las letrinas! Situadas en un ángulo del piso inferior, las letrinas ocupaban la zona más apartada y secreta del cónclave”. Ofreciendo cargos, magistraturas y otros beneficios, Guillermo fue logrando en este “cónclave de las letrinas” el apoyo que necesitaba. Pasada la medianoche Felipe de Bolonia despertó a Piccolomini para ponerlo sobre aviso. En varios párrafos de sus Comentarios el futuro papa se complace en describir cómo logró desbaratar la estrategia del cardenal francés con el único recurso de la fortaleza de sus argumentos. Visitó uno a uno a todos los cardenales conjurados antes del amanecer y los persuadió para que votaran a su favor. El resultado final del escrutinio fue nueve votos para Piccolimini y seis para Guillermo de Rouen.
Pío II inició su papado con la hostilidad de una monarquía tan poderosa como la francesa. De allí que mirase hacia Constantinopla: lograr la pacífica conversión al cristianismo de la potencia militar más importante del Mediterráneo era un golpe maestro destinado a traer la paz en la región y a cambiar el mapa del poder en Europa. Tan poderoso aliado colocaría al Papado en una privilegiada posición frente a todas las monarquías europeas. Se comprende el recelo de sus cardenales, muchos de ellos sostenidos por aquellas mismas monarquías. En su carta Pío II le ofrecía al Sultán apoyo y legitimidad. A cambio, le pedía una “pequeñez insignificante”: abandonar voluntariamente su fe, sus creencias y una larga lista de rasgos propios de su cultura. La paz y la concordia religiosa, tan pregonada por su amigo el Cusano, sólo era posible si se producía bajo la atenta e inescrutable mirada del Dios cristiano.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, marzo 2013
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