1.
La crítica ha observado, temprana y acertadamente, que en sus relatos Saer invierte el uso de los procedimientos primordiales de la narración convencional; es decir, por ejemplo, y es lo más evidente, que los desarrollos narrativos ceden su hegemonía al de aquellos dedicados a las descripciones. Así, a veces, puede ocurrir que la historia es breve, como sucede en Glosa, cuyas más de 250 páginas narran el encuentro de dos conocidos y su caminata a lo largo de 21 cuadras, hecho que no ocupa en sus vidas poco más que 50 minutos del 23 de octubre de 1961.
Se ha observado menos, entiendo, el uso que Saer hace de otro de los elementos naturales, previsibles en una narración; esto es, el diálogo entre los personajes. En verdad, sí ha sido observado por la crítica, aunque acaso no tanto en la perspectiva que deseo señalar aquí.
2.
La importancia de los diálogos en las narraciones de Saer no es meramente cuantitativa, ni responde a usos muchas veces convencionales o arbitrarios en otros escritores, como cuando tienen por función deslizar las opiniones del autor o, con más sencillez, cuando se decide escribir con la intención de aumentar el número de páginas de una novela para satisfacer el caprichoso requisito exigido por las bases de un concurso literario.
Por el contrario, en las narraciones de Saer, más breves o más extensas, el componente dialógico aparece reformulado de una manera precisa y significativa.
En principio, entiendo que debería practicarse una distinción que no sólo es nominal; me refiero a distinguir los diálogos propiamente dichos, de aquellos otros diálogos que alcanzan la dimensión de una conversación entre dos o más personajes.
La conversación –dentro y fuera de la obra de Saer- es una particular y específica manera del diálogo, que supone y representa un cierto grado de familiaridad o afecto entre quienes dialogan; revela un sincero interés recíproco entre los participantes de la conversación. Es evidente que en las ficciones de Saer, de las primeras a la última e inconclusa, el desarrollo de conversaciones alcanza una extensión, un desarrollo largamente superiores al de los diálogos.
Glosa –texto, por lo demás, cuya matriz formal deriva de un diálogo platónico-, acaso sería el relato epítome de esa particularidad narrativa, pero también podemos considerar un par de pasajes de La grande. Allí tenemos la representación de un diálogo cuando Tomatis visita por única vez a Brando en su casa, en el intento de obtener alguna ayuda acerca del paradero del Gato Garay y de Elisa, que, ahora lo sabemos bien gracias a La pesquisa y La grande, fueron secuestrados, detenidos y desaparecidos por fuerzas represivas.
En otro momento de la misma visita, el narrador habla de una “entrevista” entre ambos personajes, en la que, al comienzo “hablaron de bueyes perdidos”, hasta que Tomatis comenzó a “hablar” de la verdadera circunstancia que lo había decidido a visitar a alguien a quien despreciaba. Cuando no hablan, dice el relato que el silencio se vuelve “insoportable” o “intolerable”, porque Brando “había interpuesto una muralla invisible contra la que rebotaban las palabras”.
En esa misma novela, en esa misma historia, y apenas antes del recuerdo de la visita a la casa de Brando, hemos visto a Tomatis, ahora sí, conversando, charlando con sus amigos, sentados a las mesas de “Los amigos del vino”.
Otro ejemplo interesante de la conciencia con que Saer distingue entre diálogo y conversación, aparece para indicar cómo crece la cercanía y la simpatía o el afecto entre Nula y Gutiérrez, también personajes de La grande. En referencia al primer contacto entre ambos, se dice que se realizó a través de un “corto diálogo telefónico”; mientras que, ya en el segundo encuentro, mantuvieron “una conversación que duró más de dos horas…”
3.
En verdad, en las narraciones de Saer, es precisamente en la representación de las conversaciones donde se manifiestan la amistad, el afecto entre sus personajes recurrentes:
“No debe haber habido en todo el mundo –dice Horacio Barco en “Por la vuelta”- noches mejores, en octubre y noviembre o en marzo y abril, que las que hemos pasado de muchachos caminando lentamente por la ciudad, hasta el alba, charlando como locos sobre mil cosas, sobre política, sobre mujeres, sobre el viejo Borges (…), aquella época extraordinaria no se volverá a repetir: del sur al norte, del oeste al este (…) charlando, como he dicho, de mil cosas”.
Al cabo, creo que lo mismo podría decirse cada uno de nosotros; a lo largo del día participamos de sucesivos diálogos, mientras que sólo en ocasiones somos parte de una verdadera conversación. Tal vez pueda parecer ociosa la distinción, pero entiendo que basta con recordar nuestra adolescencia para comprobar el larguísimo tiempo que dedicábamos a conversar con amigos, amigas, compañeros de colegio; hoy, en cambio, ya adultos, esa disponibilidad de tiempo y de afecto nos resulta remota, al punto de que si tuviéramos que proponer un parámetro para distinguir entre nuestra adolescencia y nuestra adultez, podríamos decir que la adolescencia fue el tiempo de nuestra vida en que nos abandonábamos a las conversaciones sin ningún cálculo, con pasión, por una apremiante necesidad y con una intensidad incomparables.
Extrañamos aquellos días, en buena medida al menos, porque el tiempo infinito dedicado a conversar, luego, con el paso de los años, se lo hemos entregado a un desconocido con quien a veces dialogamos, pero a quien nos une nada más que la periodicidad de un salario que jamás nos satisface; no sólo porque es menor al que deberíamos recibir, sino además porque sabemos que, al venderle nuestro tiempo, con él le vendemos nuestra oportunidad de conversar como lo hacíamos en la adolescencia y sin esperar ninguna retribución en dinero.
4.
Regresando a Saer, debe considerarse, además, que en su obra las conversaciones son, además de primordiales, de naturaleza compleja.
Por un lado, así como sus personajes conversan mucho, también ocurre que cada uno de ellos piensa mucho, y eso que están pensando no siempre lo dan a conocer durante la conversación:
“Sí, piensa Nula escuchándolo con ironía resignada, pero él [Gutiérrez] se compró la mansión del doctor Russo que está a dos kilómetros de una villa de emergencia”.
Algo muy parecido es lo que piensa Ángel Leto del Matemático, cuando lo observa cuidar la pulcritud de su ropa, igual que lo hacen todos los miembros de su clase social:
“Darían todo a la humanidad, salvo el pantalón. Aceptarían cualquier cosa, menos que les manchen el pantalón (…). Desconfiar de ellos, aun cuando lo hayan dado todo y pretendan no haberse guardado más que el pantalón”.
(Haciendo un breve desvío, entiendo que debería leerse con atención cómo visten los personajes de Saer, ya que sus ropas no sólo refieren a una época o permiten distinguir la situación personal o social de cada uno de ellos, sino que también revelan la perspectiva ideológica que aplican a la realidad. El traje blanco del Matemático dice tanto como los calzoncillos que muchas veces usa Tomates como única prenda.)
Volviendo a las conversaciones, esa efracción entre lo que se dice y lo que, simultáneamente, se piensa pero no se dice durante una conversación, es de la mayor significación para entender de qué clase, de qué naturaleza es la relación que existe entre los que participan de la charla. Por cierto que hay amistad o algún tipo de afecto, mayor o menor, entre ellos, pero también hay cierta distancia, cierto desdén, y la representación de ese doblez es una de las estrategias que más acerca la obra de Saer a la representación realista.
No deja de resultar enigmático que, una de las obras radicalmente más escépticas respecto de la posibilidad de representar lo real sea, sin embargo, una de las que produce en los lectores un mayor grado de alucinación respecto del sentimiento de estar accediendo verbalmente a la realidad.
Nos parece que conocemos a Tomatis y al resto de los personajes de, como se dice, toda la vida; y por eso nos resulta intolerable enfrentarnos a la representación de la muerte de Ángel Leto.
Cuando una novela de Saer llega a su punto final, tardamos algo más de lo habitual en cerrar el libro y dejarlo sobre la mesa de luz o devolverlo a un estante de nuestra biblioteca; antes nos hundimos en una melancolía –en los términos en que la define Freud- más o menos prolongada, que nos demora en la tristeza de advertir que aquello que nos sigue, todavía, pareciendo real, ha sido, sin embargo -como ocurre en toda gran literatura, por cierto-, nada más que imaginario, alucinatorio.
5.
El otro elemento al que quisiera referirme es, desde un punto de vista retórico, una figura de pensamiento de gran complejidad, ya que asume diversas maneras, pero que también, por su misma naturaleza, divide a los lectores de Saer en apasionados o indiferentes a su obra, y que puede ser entendida, y valorada, como la expresión de la confianza de Saer en la capacidad de cada lector para realizar una comprensión correcta de enunciados desviados –confianza que, entiendo, es una de las deudas que Saer contrajo, muy temprano, con la obra de Borges.
El elemento al que me refiero es a la ironía a la que recurren los personajes, a veces en los diálogos, pero sobre todo en las conversaciones.
Sabemos que la ironía es la figura de pensamiento que consiste en oponer el significado a la forma misma de un enunciado, de tal suerte que se declara una idea para que se entienda otra, que es su contraria.
Por supuesto que son innumerables los retóricos que se han detenido a estudiar con cuidado la ironía en sus múltiples variantes, pero quiero considerar nada más que un aspecto que muchos de ellos señalan, y que nos trae claridad sobre el recurso a la ironía en los personajes de Saer.
Me refiero a comprender la ironía como una forma de reacción ante el mundo; una reacción que a veces puede ser vengativa, otras colérica, pero también una reacción “resignada, conciliadora, divertida”. En esta dirección, y utilizando palabras de Jankélevitch, “la ironía es el ‘deshincharse’ del énfasis de la seriedad”; la ironía “quiere inducirnos a redimensionar el mundo y a nosotros mismos, pero no es superficialidad ni futilidad, sino más bien pudor, mezcla de risa y llanto”.
La ironía es la forma exacta que nos revela cómo los personajes de Saer evalúan la realidad y el estado del mundo que perciben. Es la manera a la que todos ellos recurren porque los une el afecto, pero también el espanto.
Hay, entre ellos, varios sobreentendidos; uno, por supuesto, es que quien recurre a la ironía descuenta que sus enunciados serán entendidos de la manera correcta, desentendiéndose de la literalidad; pero también el recurso común a la ironía es cifra de un mundo compartido y una manera más o menos común de entenderlo.
En la muy reciente edición de Papeles de Trabajo II hay unas líneas, luego descartadas en lo que conocemos de La grande, donde conversan Moro y Nula. El primero dice: “Dimos la vuelta al mundo con mi señora”; a lo que Nula replica: “¿Y cómo es? ¿Redondo nomás?” (p. 398).
6.
La obra de Saer entera es una respuesta a sucesivos estados de la literatura, naturalmente, pero también una reacción ante el mundo, y esa reacción –por cierto, cargada de negatividad- se dramatiza en las conversaciones entre sus personajes. La ironía a la que recurren en ellas no es superficial ni gratuita ni fútil sino, como lo señalaba Jankélevitch, mezcla de risa y llanto.
La misma mezcla, según la cual, en cada uno que se muere no vemos nuestra propia muerte, y entre fiebres y agonías los días se nos van pasando, hasta que llega aquél en que los velados somos nosotros.
Aníbal Jarkowski
Buenos Aires, EdM, abril 2013
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2 comentarios:
Genio!
Maria Esther
Muy interesante. sobre todo el señalamiento de esa melancolía que nos invade a todos después de terminar una novela de Saer
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