“Varían mucho los gustos y criterios acerca de la belleza. Y lo mismo que decimos de la belleza
hay que decir de la expresión. En efecto, a menudo es la expresión de un personaje en el cuadro
lo que hace que éste nos guste o nos disguste.”
Ernst H. Gombrich, Historia del Arte
En su libro Estadistas y Poetas, Alfredo Palacios le dedica un ensayo a Pedro Zonza Briano y otro a Rogelio Yrurtia. En el primero califica al creador del Monumento de Alem como “poeta hermano de Rodin”. El segundo es un elogio del autor del Canto al trabajo. El texto sirvió como aval a su proyecto de ley sobre la creación del museo, en la casa que perteneció al escultor, en el barrio de Belgrano.
Hace pocos días fue inaugurado un nuevo monumento en la ciudad de Buenos Aires. Las discusiones en torno al traslado de la estatua de Colón y su reemplazo por la figura de Juana Azurduy le quitaron peso a la nueva obra. El preclaro genovés y la amazona de la libertad tuvieron más centimetraje en los diarios que esta mole de bronce patinado situada en medio de Plaza de los Dos Congresos. A la distancia parece un hongo gigante que emerge varios metros sobre el suelo. De cerca, se comenta que es la estatua de Alfredo Palacios, de espaldas al edificio de La Inmobiliaria.
Las crónicas periodísticas coincidieron en enfatizar lo variopinto –todo el arco político presente– de los asistentes al acto de inauguración. Se dijo más de la rareza de la convocatoria que de la estética de la obra. El diseño es de Hermenegildo Sábat, el “dibujante de Clarín”, como se encargó de señalar ese periódico. Hasta hace un tiempo, el “Menchi” Sábat era un colaborador de esa empresa. Ahora es su dibujante. Una apropiación que no suena bien. Pero así es la cosa.
El confeso admirador del jazz, tema al que dedicó varios libros, declaró a ese medio que: “No soy escultor y eso será un argumento mayor en mi contra. Con absoluta irresponsabilidad, un martes de noche decidí que este singular porteño era reconocido antes que sus ideas por su sombrero, su melena, sus bigotes y su corbatín. Y eso hice. Después debimos recurrir a los servicios de Jorge Bianchi, un escultor profesional que se encargó de proyectar el boceto original a su medida real. Es muy probable que se llegue a objetar mi incapacidad como escultor. Lo que nadie podrá discutir es mi sincera admiración por la figura y la vida intachable de Alfredo Palacios…”
El merecido reconocimiento al primer diputado socialista de América Latina, como puede apreciarse, no se deduce de tal obra. Rescatar el corbatín, o su sombrero es semejante a la operación que Félix Luna hizo –hace añazos– en la televisión mientras machacaba que Todo es historia. Bajo tal latiguillo, en el programa dedicado a Palacios, se insistía en remarcar –una y otra vez– los bigotes manubrio, el poncho al hombro, los duelos, el puchero como plato cotidiano en la casa de la calle Charcas y la bien ganada fama de seductor frente al “electorado” femenino. El pintoresquismo mengua los proyectos de resguardo a los derechos de la mujer y de protección del niño, la ley de la Silla para los empleados de comercio, de castigo a la trata de personas, o la reducción de la jornada laboral. Se sabe que neutralizar las ideas con el mazazo del anecdotismo es un modo de eludir toda conflictividad.
En 1908, cuatro años después de su elección parlamentaria, el obrero metalúrgico Julio Otto Dittrich daba a conocer una novela en la que imaginaba otro futuro para Buenos Aires. En ella el protagonista despierta de un largo letargo, producto de un golpe dado en una manifestación. Es 1950 y el régimen socialista, por el que había luchado, ha triunfado. De la mano de su hijo recorre la ciudad.
Vale la pena transcribir un fragmento:
“Nuestro automóvil seguía bajando por Rivadavia, y yo distinguía la cúpula del edificio del Congreso.
En lo alto flotaba una bandera inmensa que, en el primer momento, me parecía la de mi patria; es decir, la argentina, porque era de color indefinido, color característico de las banderas nacionales de los edificios públicos en mis tiempos.
Al poco tiempo vi que la bandera era completamente blanca, sólo interrumpida su blancura por la imagen de una pequeña paloma.
Interrogué a mí hijo con la mirada.
–Aún viene lo mejor, padre mío. Un momento más de paciencia.
Pasamos adelante, y llegamos a la esquina de Callao.
Una inmensa plaza se extendía delante de mi vista y en el medio una estatua.
Seguimos caminando, y a medida que nos acercábamos a la estatua, una extraña emoción empezaba a invadirme.
Mi hijo, con el semblante pálido, me contemplaba.
Vi la estatua, vi el letrero, y comprendí inmediatamente todo.
¡Había triunfado el Partido Socialista!
Eché los brazos al cuello de mi hijo, y lloré; es decir, lloramos de alegría largo tiempo.
–Si, padre mío; hemos triunfado con nuestro ideal, y el sablazo que te partió el cráneo no fue dado en balde. Muy niño aún, me recuerdo de tus sabios consejos. ‘Enérgico con el opresor; amor y dulzura con el oprimido’. Y tampoco de la gratitud nos hemos olvidado. Mira el letrero de la estatua:
AL COMPAÑERO PALACIOS
LA GRAN SOCIEDAD
¡Oh! Hemos luchado; pero se cumplió completamente tu pronóstico. El golpe final fue sin sangre. Hubo una sola víctima, que fue el héroe de esta estatua. Llegó el gran día, y cuando todo estaba en manos de los compañeros, nos llegaron noticias de que algunos diputados se habían atrincherado en el Congreso y no lo querían evacuar.
‘–¡Que no haya sangre!’ gritó don Alfredo, y con él a la cabeza se fueron unos cuantos a poner las cosas en orden.
Cuando llegaron quedaban unos pocos diputados y algunos viejos porteros.
Se les dio la orden de retirarse.
Todo el mundo acató la orden de salir menos un caudillo de parroquia, que le decían ‘La Chancha’, que era un hombre muy distinguido por su colosal gordura.
Algunos compañeros querían expulsarlo a la fuerza.
‘– ¡Abajo las armas!’ mandó el jefe, y él en persona le puso la mano en el hombro al rebelde, y en términos corteses, le rogó no hacer resistencia.
Éste se puso furioso y empezó a gritar:
‘– Yo soy el presidente de los diputados y tengo catorce casas y tres estancias y no soy un cualquiera que se echa así no más de su querencia.’
Algunos compañeros empegaban a amostazarse, y Palacios, para evitar alguna escena de sangre, acabó por tomar al hombre por un brazo y lo tiró hacia la puerta. Lo llevó hasta la escalera, y allí se volvió a retobar el hombre, tratando de bribón y de muerto de hambre a nuestro jefe. Este perdió la paciencia; empezaron a forcejear, y abrazados los dos rodaron por las escaleras abajo. Un grito partió de nuestros labios, y corrimos apresurados a auxiliarlo. Pero el pobre Palacios yacía en tierra muerto. ‘La Chancha’ lo había aplastado con su peso.”
Si aceptamos que la historia del arte es un diálogo con el pasado y con obras anteriores, podría pensarse que quizá, sin saberlo, la nueva escultura inaugurada sea un homenaje más apropiado para el hombre aplastado del relato que al enfático y locuaz parlamentario.
Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, mayo 2013
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