La inquietante experiencia de video-retratos de Félix Busso estrenada
en el Centro Cultural de España a principios de mayo.
Por las noches, en Labordeboy, sólo quedan iluminadas dos de las cuadras del boulevard principal. Una pista corta en un pueblo oscuro de 120 km2 y 1200 habitantes. Martín trabaja de día y entrena de noche en su bicicleta de competición. Repite cuatrocientas veces el recorrido de doscientos metros, bajo las farolas de luces blancas. Va y viene sin parar, los amigos lo saludan, le tocan bocina. Uno maneja un camión, ese fantasma gigante que persigue a los ciclistas de ruta; acelera y le acerca la trompa, bien cerca, y clava los frenos, con ruido. Martín no le hace caso, sigue pedaleando. Ya conoce las bromas del pueblo. Otra vez: acelera, la trompa cerquita, ríe, calcula mal y lo toca. La bicicleta vuela y se parte; Martín vuela, se quiebra varios huesos y no sube a una bicicleta nunca más.
Hasta el día de hoy, quince años después de aquella noche. Es el verano de 2013, y Martín y Félix llegan a la entrada del pueblo. Un cartel montado sobre una estructura de caños dice Labordeboy. Regresan juntos de un recorrido de dos horas en bicicleta por la ruta, con el zumbido de los camiones rozándoles los oídos. Félix prepara la cámara y le pregunta si está listo. Martín contesta que sí y posa. Atrás, la ruta y el campo, pájaros, luces encendidas, autos que se aproximan, pasan y se alejan; al frente, Martín con el puño derecho en alto como un campeón que acaba de ser coronado; la mano izquierda sosteniendo con fuerza la bicicleta de carrera (la misma que permaneció arrumbada en un garaje, hasta que Félix Busso llegó al pueblo y lo convenció de ponerla a punto y salir a andar).
Así comienza Labordeboy, Cotton Cowboy, 2013, la secuencia de diez video-retratos que el viernes 3 de mayo fue presentada en el Centro Cultural de España de la ciudad de Buenos Aires: nueve son video-retratos de habitantes de Labordeboy, un pueblo santafecino ubicado a trescientos kilómetros al norte de Buenos Aires, y el décimo es un autorretrato del autor, Félix Busso, protagonizando a Cotton Cowboy, el personaje que inventó para subirse a su bicicleta y partir hacia algún lugar. Cada retrato es un suspenso. Una incógnita. Una mirada fija a la cámara que dura un minuto. Personajes que responden al pedido del fotógrafo y se hunden en el recuerdo de algo que tuvieron que superar.
Félix Busso es argentino, tiene 33 años y supo, desde muy temprano, que iba a ser fotógrafo. Sus retratos de mujeres y personajes, fotos de viajes y lifetime se han publicado en Gatopardo, Harper´s Bazaar, Rolling Stone, Travel & Leisure, Lugares, Cosmopolitan, Brando, han surcado el cielo impresas en las revistas de LAN. Antes de la fotografía no hubo nada, no hizo otra cosa que mirar y esperar. Y si tiene que responder en qué pensó él cuando hizo su autorretrato dice “en la soledad”. Y calla la enfermedad con la que nació.
En los jardines de la Biblioteca Nacional, junto a la mesa del café, está plegada la bicicleta en la que llegó; de la mochila saca su computadora y abre una página: Rocky en blanco y negro, con chaqueta y sombrero, sin equipo de boxeador.
–Y una mirada neutra que dice lo necesario, ¿no?
Usa zapatillas de suela alta, macizas. Le hacen el pie demasiado grande, o parece. Tal vez, solo sea el modo en que pisa. En que se para y distribuye el peso de su cuerpo cuando fotografía. Un balanceo que se repite, siempre, como si estuviese en un ring. Pero hoy no está trabajando. Toma cerveza sin alcohol y habla de él.
–Desde muy chico pasaba períodos largos de recuperación encerrado en mi casa; de un mes o más; tres o cuatro veces al año. No podía moverme demasiado y miraba por la ventana. Veía hacia afuera a través de un marco; una fotografía constante que iba cambiando. No era un gran paisaje: un pedazo de cielo y trozos de paredes de otros edificios. Pero así descubrí cierta sensibilidad para mirar.
La hemofilia provoca hemartrosis, un sangrado prolongado y espontáneo que afecta las articulaciones –y amenaza también con hemorragias que pueden irrumpir en el cerebro, ojos, lengua, garganta, riñones, genitales y un largo etcétera que lo llena todo. Si había que sangrar, él sangraba más; si había que romperse un hueso o estrujarse un músculo, los de él se rompían y estrujaban más. Durante esos períodos de reposo, además de mirar por la ventana, revisaba la casa buscando rastros de lo que había sido una familia más entera, del tiempo en que su padre vivía con él. Restos de una etapa más feliz que él no conoció o no recuerda. Roperos, cajas, baúles. Todo servía para reconstruir el pasado anterior a sus seis años, cuando sus padres se separaron.
–Encontré diapositivas que había tomado mi padre con su cámara y descubrí que había sido un gran amateur de la fotografía. Esas fotos eran la memoria de lo que yo no había vivido. Retratos de mi madre y él, con mis hermanos de chicos, yendo de vacaciones juntos. Pasé días enteros, a oscuras, mirando miles de diapositivas.
Una ventana, un placard y un padre -ausente, presente, dubitativo- decidieron lo que Félix Busso sería. Y también la fantasía que a los doce años tuvo de una mujer desvistiéndose frente a sus ojos. Un fotógrafo amigo de su hermano le había contado que en una fiesta privada, mientras él preparaba su cámara en un cuarto apartado y en penumbras, entró una de las chicas “How Much” -famosas en los años ochenta por bailar en un programa televisivo-, dijo “hola” y comenzó a desnudarse delante de él para cambiarse el vestido, como si el fotógrafo fuese un gato invisible.
–Chicas, comida, viajes, viajes interiores, esos son mis temas.
Melancolía sensual. Melancolía que no llega a ser melancolía. Zonas frívolas que se desvían y fugan.
En la Fotogalería del Centro Cultural Rojas se expuso en 2003 su primera muestra individual. Alberto Goldenstein -cuyas fotografías integran las colecciones de Fotografía Contemporánea del Museo de Arte Moderno, del Museo Nacional de Bellas Artes y del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires- fue el curador de una serie de once retratos de jóvenes boxeadores amateurs.
–En esa etapa todavía me interesaba el periodismo documental, y el foco ya estaba puesto en cuestiones relacionadas con el estado físico, la juventud, el cuerpo en superación, la figura paterna del coach.
Un poco después comenzó a buscar otras formas de mostrar. En Espacio Giesso, San Telmo, 2004, presentó Despedida: retratos de mujeres de 10 x 15 exhibidos como una constelación, despegadas de la pared y con una caja negra a su lado conteniendo auriculares que permitían escuchar una canción donde alguien decía adiós.
Su tendencia a formarse de manera autodidacta y solitaria (“Salía de madrugada a caminar; a buscar fotos; a padecerlas”), cambió al integrarse al taller de la fotógrafa Julieta Escardó (Espacio Ecléctico, San Telmo). Fue una experiencia que, entre 2008 y 2010, lo “sociabilizó” y conectó con diferentes expresiones artísticas.
–Cotton Cowboy surge en 2011, cuando me invitan a participar en Trimarchi, un encuentro internacional de diseño que se hace anualmente en Mar del Plata. Allí se exponen obras y se venden mercancías. Fue entonces que pensé en hacer bandanas, como las que usan los cowboys en las películas. Siempre me fascinaron. Tal vez, porque un pañuelo es algo que un viajero siempre tiene a mano, para protegerse del frío, para limpiarse el sudor al andar, para cubrirse una lastimadura.
Sobre pañuelos de algodón en tonos beige, rosa y blanco imprimió la serigrafía de una foto suya; un paisaje de mar y rocas; las olas rompiendo sobre la rambla. Y descubrió que, al diseñar esos pañuelos, estaba preparando el primer viaje de Cotton Cowboy.
–Vendí varias bandanas y sé que algún día van a costar mucha plata.
Félix Busso mutaba. Dos talleres en el CIA (Centro de Investigaciones Artísticas) -sobre Fotografía, con Alberto Goldenstein, y Escritura del arte, con Gerardo Jorge- lo acercaron a la fotografía como arte, y también a formatos no convencionales.
–En el arte contemporáneo encontré la posibilidad de experimentación que la fotografía no me permitía. Salvo casos muy especiales, como el del fotógrafo Marcos López que utiliza el humor, hay cierto fetichismo en torno al objeto colgado: la foto se encuadra, no se toca. Un altar. En cambio, las instalaciones se viven, se tocan, se pisan, se respiran. El artista puede trascender el soporte, utilizarlo, romperlo, para dialogar de otra forma con el espectador.
En su cabeza iba tomando forma la idea de hacer un viaje protagonizando a ese cowboy de algodón que él mismo había inventado; cuatrocientos kilómetros en bicicleta; la bandana al cuello; en la mochila: agua, frutas secas, sal marina, la cámara de fotos, un diario de viaje, jeringas y coagulantes. Un viaje de sanación. Hasta Labordeboy.
El sexto video-retrato de Labordeboy, Cotton Cowboy, 2013, es el del viejo que recogía huesos. Tieso, Don Segundo, cumple el pedido del fotógrafo. Mira fijo a la cámara. Aunque lo que piensa le hace morderse el labio inferior. Recuerda. Tenía diez años y apenas comenzaba el siglo veinte. Un chico pobre y recolector de huesos, el menos calificado y peor pago de todos los trabajos de campo. Había poco que comer. Pero ser analfabeto, eso sí que fue malo.
Entrevistar, seleccionar a los personajes, filmar y, finalmente, exponer su trabajo en una escuela del pueblo, junto a otros quince participantes de la residencia de arte, organizada por Oncelibre-Articultores, durante un mes en Labordeboy. Todos llegaron desde Buenos Aires en micro; Félix Busso lo hizo en bicicleta después de seis días de viaje, cada cincuenta kilómetros se inyectaba un factor coagulante que queda suspendido en su sistema circulatorio para que, en caso de una herida o un desgarro o un golpe, comience a actuar.
Es otoño y en el microcentro de la ciudad, las mesas del patio del café del Convento Santa Catalina no están habilitadas. Adentro, hay olor a madera. La camarera reconoce a Félix Busso. Hace poco hizo allí una producción fotográfica de Jorge Álvarez, productor legendario del rock nacional y uno de los editores argentinos fundamentales de los años sesenta. El café y la torta rogel quedan apartados; en la computadora aparecen las fotos del viaje.
–Elegí a los “personajes” de Labordeboy por la conexión que lográbamos establecer. Si nos mirábamos y ellos entendían por qué yo había llegado hasta allí, me bastaba. No importa tanto la historia que tuvieron que superar, en qué pensaron durante ese minuto frente a la cámara. Lo que vale es lo que sintieron. Y lo que sentimos -amor, desarraigo, frustración, fuerza, alegría, dolor por una despedida- es un universal que no hace distinciones. Se trata de mirar a los ojos, no decir nada y entender que sin conocernos, nos conocemos. No hay diferencia entre Segundo y yo.
Fue un mes de convivencia, de encuentros en la vereda para tomar mate. Con fiestas en el pueblo muy de vez en cuando, la pileta de natación de la colonia de vacaciones que no abría, sin peñas ni bares, sin centro, con una sola plaza -epicentro de la Comisaría, la Municipalidad, una estación de servicio “sin marca”, y ni un solo banco o financiera-, un pool, un ciber, una pizzería, dos heladerías –una de ellas en el interior de una casa de familia-, con eso, el mate en la vereda era el lugar que todos elegían para encontrarse y hablar.
Cotton Cowboy, Félix Busso, es el noveno de los videos-retratos. Es él, en la entrada del pueblo, bajo el cartel que dice Labordeboy, con el puño derecho en alto y la mano izquierda sosteniendo la bicicleta que lo llevó hasta allí. El ruido de una moto pasando a su lado rompe el silencio del campo. Él ni siquiera parpadea; la toma no se repite.
La muestra duró dos días en Labordeboy y todo el pueblo estuvo allí, haciendo cola para entrar. Los videos-retratos se vieron en una sala a oscuras, proyectados dentro de una carpa igual a la que Félix Busso usó durante el viaje y en los días que vivió allí. El público entraba de a uno por vez, los pies descalzos, el torso desnudo. Sobre una mesa estaban los cuadernos de viaje, la armónica, las frutas secas, las jeringas usadas en la ruta, el chocolate -que el público se iba comiendo.
La última noche, en la despedida, Martín, el ciclista, le regaló su cuchillo de caza; y al amanecer, lo acompañó con su bicicleta hasta la salida del pueblo.
–Le propuse que me acompañara hasta Hughes, un pueblo que está a veinte kilómetros. Pero no quería volver solo. “Es tu oportunidad”, insistí. Y lo hizo. Lo logró.
El último video-retrato es de un guitarrista que mira a la cámara durante un minuto, como hicieron todos antes. Después, el guión se rompe y el hombre empieza a tocar su guitarra, y canta un tango: “Habláme, rompé el silencio…tu silencio ya me dice adiós”. La canción termina y el hombre espera una instrucción que no llega. Hace un gesto y, en voz bajísima, pregunta “¿Me voy?”. Entonces gira, le da la espalda a la cámara, se aleja chancleteando por la calle de tierra y, cuando su figura ya casi no se distingue, levanta la mano para despedirse, abre un portón, entra en su casa. Y ya no queda nadie a la vista en el camino de Labordeboy.
Mónica Yemayel
Buenos Aires, Edm, mayo 2013
https://felixbusso.tumblr.com/
www.felixbusso.com
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