“Los cadetes son para servir a la patria”, fue la respuesta que en los años sesenta le dio Jorge Rafael Videla a un vecino cuando éste le preguntó por qué no traía un cadete para podar su ligustro. A más de tres décadas del golpe de 1976, cuesta imaginar a Videla vestido de pantalón corto, remera y zapatillas, podando las plantas del jardín de su casa en Hurlingham, charlando con su vecino en una apacible tarde de primavera. También hay que hacer un esfuerzo para verlo lavar su Ford Falcon en la puerta del garage, el mismo Falcon con el que solía llevar a su familia a misa todos los domingos. Eran tiempos de vida barrial y rutina cuartelera; también eran tiempos de dificultades con su hijo Alejandro. Diagnosticado como “oligofrénico profundo y epiléptico”, habían consultado algunos especialistas en el país y en los EE. UU., en donde el inglés de Videla fue fundamental para entenderse con los médicos. La creciente agresividad de Alejandro hizo que la convivencia familiar fuera cada vez más difícil. Decidieron internarlo en la Colonia Montes de Oca, un establecimiento para enfermos mentales que con los años adquirió lúgubre fama por la pésima calidad de vida que brindaba a sus pacientes, por la cantidad de internos muertos que generaba y por las sospechas en torno a delitos tales como tráfico de órganos o reducción a la servidumbre. Allí murió en junio de 1971 aunque nadie, fuera de la familia, sabe dónde está enterrado. Hasta que Miguel Bonasso hizo pública su historia en 1998, el sólo hecho de haber existido fue un secreto celosamente guardado por los Videla. Desapareció de todas las fotografías de la familia del dictador que solían publicarse en tiempos de la dictadura.
“No, no se podía fusilar - dijo Videla en una entrevista llevada a cabo en 1998 en su domicilio - Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero, qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo”.
La carrera militar de Videla hasta la primera mitad de los años setenta transitó por carriles similares a los de la escuela secundaria. “No le he visto jamás - afirma el capitán retirado Federico Mittelbach, que en sus tiempos de cadete conoció al teniente inspector Videla en el Colegio Militar - en un cantón, en una revuelta, siendo como era, entre comillas, un tipo de prestigio. Nunca lo vi asomar. Él seguía corrigiéndose para estar en el momento oportuno bien corregidito, prolijito, preparado para salir al desfile y hacer el paso al compás. Lo llamaban, tocaban el silbato y aparecía el cadete Videla. Porque siempre fue un cadete, un cadete impecable. Tan cadete que casi todos sus destinos pasaron por el Colegio Militar. Él incurrió en ideologías, pero no le importaba. Le importaba desfilar, ser abanderado. Y terminó siendo el abanderado del país”. Todos en el ejército lo apodaban justamente con la palabra que tanto enfatiza Mittelbach: “Cadete”. No fue su único apodo. En los primeros años de la dictadura Massera le puso otro, “Pantera Rosa”, debido a su delgadez y su manera de caminar. La manía de Videla por cumplir el reglamento ceremonial a rajatabla era bien conocida por todos. En su calidad de director del Colegio Militar recibió en una oportunidad la visita del general Lanusse, que llegó en helicóptero. Cuando la máquina volvió a despegar Videla despidió a su superior rígidamente parado al borde de la pista, haciendo una venia perfecta. Volando ya a una respetable altura los pasajeros constataron que Videla seguía cuadrado haciendo la venia. “¡Mire qué pelotudo! - dijo Lanusse a un periodista que viajaba con él - ¡Vamos a llegar hasta las nubes y va a seguir haciendo la venia!”.
“Esa frase “Solución Final” nunca se usó - dijo Videla en una de sus últimas entrevistas en Campo de Mayo -. “Disposición Final” fue la frase más utilizada; son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a Disposición Final. Ya no tiene vida útil”.
En julio de 1979 un amigo de antiguas vacaciones puntanas, el brigadier mayor Jorge Landaburu, le pidió a Videla una audiencia urgente. Su hija Adriana, que era militante peronista y había sido novia del segundo hijo de Videla, había sido secuestrada y nada sabían de ella. Según el testimonio de la esposa de Landaburu, cuando Videla lo supo se agarró la cabeza, exclamando: “¿Adrianita? ¡Qué barbaridad!”. Pidió que lo comunicaran con Massera y Agosti. Al día siguiente Massera llamó a los Landaburu. Su respuesta fue que no sabía nada. Cuando la madre le preguntó si había averiguado en la ESMA, la respuesta fue que en la ESMA nunca hubo ni había detenidos.
En las antípodas de la divertida psicodelia de la genuina Pantera Rosa, Videla siempre sostuvo que, como todo cadete, “sirvió a la patria”. En realidad sirvió a una concepción cuartelera y profundamente reaccionaria de patria, saturada de Doctrina de Seguridad Nacional y fundamentalismo católico. Una concepción que incluyó entre sus presupuestos básicos el terrorismo de Estado y la desaparición de miles de argentinos. La muerte del dictador transforma su nombre en un signo que será siempre inquietante para la sociedad argentina. Porque, como sostiene Pilar Calveiro en su estudio ya clásico, “pensar la historia que transcurrió entre 1976 y 1983 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual (…) Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos: hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecen. He aquí el drama”. Mirar hoy a Videla es poner el foco sobre algo tremendo y aterrador acerca de nosotros. Pero, al mismo tiempo, mirarlo bien de frente nos ayuda a enfocar mejor nuestra mirada sobre otros signos que expresan, como bien dijo José Emilio Burucúa en un artículo reciente, algo valioso que también es nuestro, algo “luminoso” que tiene que ver con el coraje, con el compromiso con la justicia y con el deseo de construir una sociedad pluralista en la que cada uno tenga su lugar. Todos juntos, con la irrenunciable aspiración de poder disfrutar, en paz y en libertad, de un bienestar general tan postergado durante tanto tiempo.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, mayo 2013
(La información y las citas se han extraído de: Bonasso, M., “El hijo escondido de Videla”, Página/12, 6/6/1998; Burucúa, J. E., “Una sombra terrible”, El País, 15/5/2013; Calveiro, P., Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina, en Vitagliano, M. Manual de Instrucciones, The Lincoln Press, Bs As., 2007; Reato, C., Disposición Final, Sudamericana, Bs. As., 2012; Seoane, M. y Muleiro, V., El dictador, Sudamericana, Bs. As., 2001)
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