“El maestro de escuela, arrojado en medio de nuestras poblaciones de campaña, estará allí por mucho tiempo de brazos, como el guarda de un telégrafo, en medio de un desierto”.
Domingo Faustino Sarmiento escribía estas palabras en 1852 en el Monitor de las escuelas primarias. Telegrafistas y maestros tenían la misión de llevar la palabra escrita a todos los rincones de un país desértico y bárbaro. Junto al maestro debía estar el bibliotecario: de nada servía fundar una escuela sin una biblioteca. Las bibliotecas debían estar repletas de libros de divulgación científica y de biografías ejemplares. Salvo el Quijote, los libros españoles no tenían lugar, porque eran alimento del atraso y la barbarie. Y si de Cervantes se habla, ¿había que incluir novelas? Atento quizás al ejemplo de Alonso Quijano, Sarmiento creía que las novelas eran un peligro para el pequeño lector: eran adictivas y podían alejarlo de los textos edificantes. A pesar de sus vacilaciones, las incluyó porque siendo seductoras tenían la facultad de introducir al alumno en un mundo de lectura que lo conduciría hacia los libros que lo educaban. Escuela y biblioteca estamparían a fuego en el alma del niño bárbaro la idea de civilización, para inundar el desierto de niños lectores. Es decir, de “niños civilizados”.
El normalismo, eje básico de la política educativa de la Argentina hacia fines del siglo XIX, concebía a la escuela como uno de los engranajes básicos para modernizar al país y subirlo al tren del progreso. Civilización, república, ciudadanía, cosmopolitismo, decencia, trabajo, ahorro, autocontrol e higiene eran conceptos que la guiaban en su lucha sin cuartel contra la barbarie y el atraso. El sólo hecho de sentarse en el pupitre del aula implicaba la supresión de la idea de diversidad. Los pequeños estudiantes debían adoptar el molde civilizado, considerado superior a todos los demás. Modelo de infancia excluyente, el “niño civilizado” era el gran protagonista de los textos escolares. Pablo Pizzurno, un gran referente del normalismo, publicó una serie de libros de texto muy utilizados en las escuelas argentinas, que se reeditaron durante años. En El libro del Escolar Pizzurno ofrecía ejemplos típicos de “niño civilizado”. En las primeras páginas el lector se topaba con Leopoldito, el excelente alumno que por las tardes ayudaba diligentemente a su padre almacenero luego de cumplir su horario escolar puntillosamente. Ocupado en el reparto de mercaderías del almacén familiar, Leopoldito nunca se detenía a “jugar con los pilletes que haraganean por las calles”. Varias páginas más adelante aparecía Leonorcita, la niña que ya sabía zurcir, coser, lavar y planchar la ropa antes incluso de comenzar con la escuela, pues su madre así se lo había enseñado. ¿Es necesario señalar la completa ausencia de niños indígenas en las páginas de El libro del Escolar? El modelo de “niño civilizado” se mantuvo durante buena parte del siglo XX argentino, conviviendo con otro modelo de niño, el “niño abandonado y en peligro”. Durante décadas la mayor parte de las instituciones que se ocuparon de la infancia abandonada y en peligro en la Argentina estuvieron dirigidas por damas de la alta sociedad, y siempre se partía de la misma base: ayudar a un pobre niño abandonado era un acto de caridad que lo ayudaba a encontrar su lugar en una sociedad desigual en la que todos tenían bien claro quién mandaba. No sorprende que muchos de ellos terminaran siendo empleados domésticos de algunas de las más encumbradas familias aristocráticas.
Todo cambió con la llegada del peronismo. Si bien el propio Perón se había referido a la necesidad de promover la democratización social de los niños, fue Eva Perón la que planteó una visión de la infancia mucho más radicalizada. Ocuparse de los "niños abandonados y en peligro" no era para ella un acto de caridad: ayudarlos era un deber social. Los "niños abandonados y en peligro" debían colocarse en el mismo nivel de los otros niños, a través de un proceso planificado por el Estado, con la ayuda de instituciones como la que ella misma dirigía. Guiada por conceptos tales como patria, familia, justicia social, fraternidad y sentido del deber, la enseñanza tenía que ser la misma que la de las escuelas públicas. Como en el caso anterior, los libros de texto muestran al niño que se buscaba formar. Graciela Albornoz de Videla fue una conocida autora de textos escolares de la época. En Evita, un libro para niños de primer grado, se leen evidentes intentos de generar la adhesión infantil a la figura de Eva Perón, como el caso de la niña que jugaba embelesada con la muñeca que la propia primera dama le había regalado. Claro que también aparecen temas antes ausentes en los textos escolares, como los derechos del trabajador, los derechos de la ancianidad, el problema de la propiedad de la tierra y la justicia social.
La Fundación Eva Perón construyó mil escuelas en todo el país y dieciocho hogares-escuelas en donde 3000 niños de familias carenciadas estudiaban y vivían. Creó hogares para madres solteras y organizó campeonatos deportivos juveniles que aspiraban a integrar a los niños de todo el país. En 1949 la Fundación inauguró en Buenos Aires una Ciudad Infantil, construida en medio de amplios jardines, con aulas y dormitorios espaciosos, grandes comedores y una serie de edificios que conformaban una ciudad en miniatura. Dos años más tarde inauguró la Ciudad Estudiantil, con la misión de capacitar a los hijos de los obreros para acceder a roles dirigentes, con formación teórico-práctica orientada a estimular saberes sociológicos y tecnológicos. De allí saldría el “niño militante”, vanguardia de nacionalidad, progreso y justicia social. Como el “niño civilizado”, el “niño militante” era también un niño lector. En otro libro de texto de Albornoz de Videla, Justicialismo, aparece un padre obrero que comenta en familia una lectura con su hijo, que tiene entre sus manos un libro abierto.
Con el derrocamiento de Perón en 1955 desapareció esta visión explícitamente política del mundo de la infancia en la Argentina. Si algo quedaba en pie de la idea del “niño militante”, la última Dictadura militar se encargó de hacerlo desaparecer. Como lo señala un folleto publicado en 1977 por el Ministerio de Cultura y Educación bajo el título “Subversión en el ámbito educativo. Conozcamos a nuestro enemigo”, había que eliminar todo rastro de “rebeldía infantil”. Distribuido en todos los colegios secundarios, escuelas primarias y jardines de infantes del país, el folleto imponía la necesidad de formar un niño sumiso y respetuoso de las jerarquías, siguiendo las directivas “occidentales y cristianas” de la Doctrina de Seguridad Nacional. Cuando en 1983 volvió la democracia al país se inició una etapa en la cual la sociedad argentina comenzó a discutir nuevos modelos para pensar la infancia. Si bien en 1990 se incorporaron los Derechos del Niño al texto constitucional argentino, este proceso tomó un camino inesperado cuando en los años noventa la retirada del Estado de numerosas áreas de actividad y el neoliberalismo generaron las condiciones para que surgieran dos novedosos modelos de niño: el “niño de la calle” y el “niño consumidor”. El deterioro socioeconómico, familiar e institucional del país se encargó de hacer que el primero dejara de ser un fenómeno marginal para convertirse en una realidad creciente y bien visible. El mercado, los medios masivos de comunicación y la globalización del consumo de finales del siglo pasado y principios del actual se encargaron de generar al segundo. Habrá que ver si los esfuerzos actuales por salir definitivamente de la vía muerta de los noventa logran que el antiguo tren vuelva a circular hacia una reformulación de la infancia que permita superar los modelos del pasado reciente.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2013
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