Cuando el escritor Vasili Grossman visitó, en plena Segunda Guerra Mundial, el puesto de mando de un ejército soviético, observó algo que captó poderosamente su atención. “A una persona que anteriormente hubiese trabajado en la industria, podría parecerle que se encontraba de nuevo en el despacho del director de una gran fábrica”, escribía en una crónica publicada en Estrella Roja, el diario del Ejército Rojo. Las formas de organizar la maquinaria para la guerra eran comparables a las que se utilizaban en la gran industria. “Cuando una persona ajena llega a una fábrica metalúrgica, el potente ruido del trabajo provechoso le parece caótico, como el bramido del mar. En el estrépito actual de nuestra artillería, una persona no instruida podía ver también el desencadenamiento de los elementos de la naturaleza, un caos. Pero era el ruido del trabajo de la guerra, un trabajo tan inteligente, complejo y grandioso como el de millares de ingenieros, delineantes, horneros, fundidores, laminadores y contramaestres de una fábrica metalúrgica”. Ningún jefe de fábrica, razonaba Grossman, puede dirigir bien una planta si no cuenta con equipos de trabajo coordinados y eficientes. El óptimo funcionamiento de todos los servicios de un ejército y la perfecta colaboración de sus diferentes armas eran claves para tener éxito en el “trabajo” de la guerra. De allí que a las unidades del Ejército Rojo se las llamara “economías”. Organismos enormes y complejos, dirigir cada una de estas “economías” exigía a sus mandos un gran esfuerzo y capacidad de trabajo. Todo demandaba una cuidadosa atención: las existencias de municiones y combustible, el estado de las rutas, el clima, la alimentación diaria de miles de hombres y mujeres, el enlace fluido entre las distintas partes de la “economía”, el transporte de las armas pesadas, los servicios sanitarios y los hospitales de campaña, los pontones y barcazas para cruzar los ríos, la sincronización de las operaciones con la fuerza aérea, la moral de la tropa… centenares de cuestiones a resolver para que miles de soldados fueran a la guerra de la mejor manera posible, para que lucharan con la máxima eficacia. Un esfuerzo enorme que se realizaba bajo la presión constante de un enemigo experimentado que trataba de quebrar el aceitado funcionamiento de esta gran maquinaria para tratar de imponer el ritmo de la suya. Un ocasional descuido, un cálculo inexacto se pagaba, inexorablemente, con la sangre de los combatientes.
Al Mariscal del Aire sir Arthur Harris, comandante en jefe del Bomber Command de la RAF, le encantaba mostrar sus “libros azules” a las visitas importantes que durante la guerra recibía en su cuartel general. Cuidadosamente encuadernados en piel, estos libros estaban atiborrados de mapas, gráficos y fotografías de las ciudades alemanas destruidas por sus bombarderos. Cuando Harris asumió el mando en 1942 nada lo desvió de una implacable obsesión: el aniquilamiento de las ciudades del enemigo. “El objetivo - escribía Harris en una carta dirigida al jefe de estado mayor de la RAF - es la destrucción de las ciudades alemanas, la muerte de los trabajadores alemanes y la desarticulación de la vida social civilizada en toda Alemania”. La literal aniquilación del país era el objetivo fundamental, no una mera consecuencia de la destrucción de la industria de armamentos alemana. La técnica para llevar a cabo este “trabajo” era el bombardeo por área, realizado con una letal combinación de bombas explosivas e incendiarias. Poco afecto a los eufemismos, Harris definía el éxito de un bombardeo por la cantidad de hectáreas urbanas arrasadas.
El general estadounidense Curtis LeMay llevó las tácticas de Harris a la guerra del Pacífico. El resultado fue el imaginable: más de setenta ciudades japonesas fueron convertidas en montañas de escombros y ceniza y cientos de miles de japoneses perecieron abrasados bajo el efecto de las bombas incendiarias lanzadas por sus bombarderos. Al final de la guerra los aviadores estadounidenses superaron al maestro británico llevando a cabo el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. ¿Era necesario? La discusión sigue abierta, aunque en 1945 algunos de los máximos responsables políticos y militares del proyecto Manhattan se preguntaban con preocupación si se llegaría a utilizar la bomba contra un Japón rodeado, virtualmente derrotado y económicamente asfixiado. ¿Cómo justificar los millones de dólares gastados en la enorme y compleja infraestructura científica e industrial levantada con el único fin de hacer posible el bombardeo atómico? Teniendo en cuenta, además, que las bombas de LeMay habían perdonado a Hiroshima justamente para que sirviera de banco de pruebas de la nueva y letal arma.
“Realmente es mucho lo que abona la tesis – sostiene el escritor Winfried G. M. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción - de que con Harris llegó a la cúspide del Bomber Command un hombre que (…) creía en la destrucción por la destrucción, y por ello representaba inmejorablemente el principio más íntimo de toda la guerra, es decir, la aniquilación más completa del enemigo, con todas sus propiedades, su historia y su entorno natural”. Citando un texto del cineasta y escritor Alexander Kluge, Sebald señala que Harris logró hacer realidad su obsesión gracias a la movilización de una gran cantidad de inteligencia, capital y fuerza de trabajo. El entrenamiento de los aviadores de combate, esos “funcionarios capacitados de la guerra aérea”, el diseño y construcción de miles de grandes bombarderos, el levantamiento de una red gigantesca de aeródromos, la provisión de toda clase de bombas, el abastecimiento de combustible… Hay que imaginar una estructura logística enorme para entender cómo fue posible enviar, durante tres noches seguidas, más de mil bombarderos a una ciudad tan alejada como Dresde para arrasarla por completo. No era nada sencillo para las víctimas narrar los efectos de esta febril actividad destructora. Son numerosos los testimonios que afirman que lo usual era que, al regresar sus hogares destruidos, la gente caminaba entre las ruinas como si nada hubiese pasado, como si la ciudad siempre hubiera sido así. La capacidad de la personas para recordar quedaba parcialmente interrumpida, funcionaba de una manera más bien fragmentaria. “La población - sostenía un psicólogo militar estadounidense citado por Sebald -, a pesar de su innato gusto por narrar, había perdido la capacidad psíquica de recordar, precisamente dentro de los confines de las superficies destruidas de la ciudad”. Quizás ello ayude a entender, sugiere Sebald, por qué quedó en la Alemania de posguerra un escaso registro oficial y literario de este espantoso arrasamiento de la vida urbana.
En septiembre de 1944 el Ejército Rojo llegó a Treblinka. Vasili Grossman entró al campo de exterminio junto a los soldados, y fue el primero en darlo a conocer al mundo en El infierno de Treblinka, texto que en su momento fue citado por el Tribunal de Nüremberg. Se repetían aquí las dificultades para lograr un registro de lo que había sucedido entre los muros del campo, aunque hubo sobrevivientes y verdugos que relataron sus experiencias para que Grossman, decidido a preservar la memoria del genocidio, le pusiera palabras al horror. “Hoy - escribía - ante la conciencia del mundo, podemos, de manera minuciosa, paso tras paso, atravesar los círculos del infierno de Treblinka, en comparación con el cual el de Dante resulta un juego inofensivo e inocente de Satán”. Como Virgilio, Grossman se ofrecía como guía para que el lector atravesara estos círculos del espanto. Se iba delineando así un infierno en el que se reconocía la forma de una planta industrial. “El cadalso de Treblinka no era un cadalso sencillo: era un lugar de ejecución en cadena, método adoptado para la producción industrial contemporánea. Y de igual manera que un verdadero conglomerado industrial, Treblinka no surgió de pronto tal y como ahora la describimos. Creció paulatinamente, se desarrolló, creó nuevos “talleres””. La clave de la eficacia genocida, puntualizaba Grossman, radicaba en la fluidez, en la velocidad. Toda una estructura montada para producir el asesinato en masa. Cualquier atraso en el transporte de las víctimas o en el funcionamiento de cualquiera de los “talleres” generaba tensiones a lo largo de esta cadena productora de muerte. Un nutrido ejército de profesionales trabajó intensa e incansablemente para levantar y poner en funcionamiento este sistema a lo largo y a lo ancho de la Europa ocupada por los nazis. Dos de ellos fueron los arquitectos Fritz Erl, que diseñó las cámaras de gas y los crematorios de Auschwitz, y Franz Ehrlich, responsable de buena parte de la planta de los campos de Sachsenhausen y Buchenwald.
Ambos se habían formado en la Bauhaus, el hoy mítico instituto de artes, diseño y arquitectura cerrado con la llegada de Hitler al poder. Ehrlich, un ex militante comunista que decidió trabajar para los nazis cuando éstos lo encerraron en Buchenwald, llegó incluso a ser asistente en la oficina de Walter Gropius durante la gran época del instituto.
Al igual que los capitanes de la industria, los profesionales de la guerra y los genocidas hicieron uso del organigrama industrial de la producción en masa para el logro de sus fines. Si bien los motivos emocionales e ideológicos eran completamente diferentes, las “mercancías” que aparecían al final de estas cadenas de producción eran invariablemente la destrucción y la muerte. Después de casi dos años de duros reveses militares, el Ejército Rojo logró montar una colosal maquinaria bélica que tuvo como objetivo fundamental aniquilar al invasor alemán. Heinrich Himmler, máximo jerarca de las SS nazis, dirigía desde sus cómodas oficinas berlinesas un enorme y complejo sistema continental organizado con el exclusivo fin de llevar a cabo el asesinato industrializado de millones de personas. Harris y LeMay, bien apoltronados en el puesto de gerente general de la gran industria del bombardeo masivo, no dudaron ni un segundo en la tarea de arrasar por completo ciudades y población civil. No deja de llamar la atención que nunca hubiera un nazi que se arrepintiera de sus crímenes. Harris murió convencido de que podría haber logrado la rendición de Alemania antes de tiempo si lo hubieran dejado terminar su estrategia de destrucción total del país. “Nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima”, afirmó a su vez el coronel Paul Tibbets, piloto del bombardero que lanzó la primera bomba atómica, en una entrevista realizada cuatro décadas después del lanzamiento. Con guion de Héctor Oesterheld y dibujos de Francisco Solano López, la historieta Amapola Negra, aparecida en la revista Hora Cero a finales de los años cincuenta, narraba la historia de la tripulación de un bombardero estadounidense en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Su copiloto, el teniente Hugh Probst, se atormentaba de sólo pensar en los miles de hombres, mujeres y niños que sus bombas aniquilaban cada vez que volaban sobre las ciudades alemanas. “Sería espantoso - se decía pensando en los suyos, con la mirada perdida, mientras pilotaba su B-17 -, no podría soportar que sufrieran un solo bombardeo. Y sin embargo, ¿cuántas veces hemos bombardeado ya Berlín?” Quizás convenga releer algunas de las palabras que Karl Marx dedicara, hace ya más de un siglo, a la alienación del hombre en la era industrial.
Alcides Rodríguez
Buenos Aires, EdM, marzo 2014
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