No era un buen estudiante. Cuando sus compañeros de escuela ya habían aprobado los exámenes para ingresar a la universidad, el joven Ari todavía seguía mordiéndose los labios y barruntaba excusas, o lo que todos creían que eran excusas. Decía que no necesitaba diplomas para hacer cuanto quería en la vida, y su padre no dejaba de decirle la misma frase que le repetía desde su infancia: “Ari, hay que hablar menos y escuchar más.”
Había nacido en 1906, en Esmirna, Grecia, y era hijo de Sócrates, un próspero comerciante de tabaco en aquella zona cercana a la frontera con Turquía. Perdió a su madre a los seis años y ese hecho no pudo sino marcarlo de por vida. Exacerbó la rivalidad con su padre, que pronto contrajo matrimonio con una joven llamada Helena, y alimentó en su interior el deseo de buscar la viva imagen de la madre allí donde pudiera encontrarla. Recordaba poco de ella en realidad, tal vez por eso sintió, a lo largo de las décadas, que encontraba destellos de su presencia en los lugares y situaciones de lo más diversas. Lo que no tiene una marca tiende a dejar su huella en todas y cada una de las cosas. Su madre estaba en las manos de una mujer que dormía a su lado como una niña, en el gesto de una jovencita que buscó hasta conquistar, en el olor a pan caliente una mañana en una ciudad lejana, en la espuma del mar durante una caída de sol en un barco, y en sus propios ojos en el instante en que levantó la cabeza del lavabo y se miró al espejo.
Como si obedeciera al destino de ese escenario tan griego, el joven Aristóteles Onassis se embarcó a los dieciséis años, convencido de que debía emigrar. Hay quienes sostienen que durante su travesía vivió un romance en el que creyó recuperar, por primera vez, el recuerdo de la voz de su madre. Otros desestiman que eso haya sido posible. De lo que no hay dudas es que Aristóteles Onassis viajaba rumbo a Buenos Aires; Sócrates le había dicho que se trataba de una buena ciudad para continuar con el negocio del tabaco que los turcos les confiscaron en la guerra.
Llegó a Buenos Aires con 17 años y muy poco más, algún dinero y la cabeza repleta con las enseñanzas de su padre que quería desaprender. Cuando obtuvo un empleo en United Telephone se encontró con el ánimo contrariado. Su padre siempre le había dicho que debía escuchar más a las personas y ahora era eso lo que debía hacer durante toda la noche. Conectaba llamadas telefónicas entre desconocidos y no se resistía a escucharlas. La molestia no tardó en convertirse en el mejor entretenimiento en las largas madrugadas. Nada relevante en realidad, ni siquiera eso impedía que el trabajo fuera menos mecánico. Una noche despertó su atención una conversación en inglés; más aún cuando descubrió que hablaban de un negocio financiero. Era su oportunidad. Hablaban de una conmoción que habría de producirse en la Bolsa de Comercio en torno a la compra de un importante frigorífico del país que harían unos inversionistas norteamericanos. Memorizó los detalles de la conversación. A la mañana siguiente se presentó en la oficina de un comisionista de Bolsa para comprar más de dos mil acciones de la empresa, que muy pronto multiplicaron su precio en el mercado.
-Una decisión inteligente y oportuna –comentó el comisionista y se guardó el pulgar en el bolsillo de su chaleco, escrutando al cliente más joven que había tenido-. ¿Cómo fue que se le ocurrió dar este paso?
Onassis pensó en su padre y mantuvo la boca cerrada.
Con el dinero obtenido por aquel negocio importaría tabaco desde Grecia y se lo vendería a Juan Gaona, director propietario de Piccardo, convirtiéndose en el primer importador del tabaco griego en el país. Más tarde llegarían sus negocios como empresario naviero, posibilitados por el desarrollo de la industria luego de la Primera Guerra y por la necesidad de fletes marítimos exigidos por el descubrimiento de importantes yacimientos de petróleo en el Golfo Pérsico. El mundo soñaba con barcos y Onassis supo escucharlos. Antes de dejar la Argentina en 1932 y con apenas 26 años, vendió su flota de 500 navíos y depositó su primer millón de dólares en una cuenta Suiza, dispuesto a emprender nuevos negocios en Europa.
Pero volvamos a la mañana en que dejó la oficina del comisionista, cuando aún, pese a sus sueños, nada le aseguraba que habría de convertirse en uno de los millonarios más populares que conoció el siglo XX. Es más, cuando ni siquiera vislumbraba que su nombre se convertiría en una marca. Junto a Gillette y Coca-cola, su nombre llegaría a ser el signo equivalente a “la fortuna”. ¿Qué hizo el joven Onassis ese día? Nada distinto, volvió al trabajo, aunque se propuso estar más alerta a las conversaciones. Durante varios días sus acciones siguieron siendo promesas. Pero antes que dejaran de serlo, lo despidieron del trabajo al sorprenderlo espiando las conversaciones. Sin otra cosa en los bolsillos que sus acciones, salió a buscar otro. Terminó por emplearse como lavacopas en una confitería, ya inexistente, de Corrientes y Talcahuano, con un nombre más que significativo, “La Real”. Allí trabó contacto con otro joven que trabajaba como mandadero en un negocio que vendía cacharros, César Tiempo, pero a quien hacía un lado en cuanto veía a entrar a la confitería a unos habitués que pertenecían al mundo del espectáculo. Onassis admiraba a uno de ellos desde que lo había oído cantar, lo fascinaba su figura. De tanto en tanto Carlos Gardel le regalaba algún comentario, y a veces alguna de sus sonrisas gardelianas. A menudo el joven lo seguía unos pasos atrás por la calle Corrientes sin que El Mudo se percatara. Fue en una madrugada en “La Real” cuando Onassis se mantuvo atento al recorrido que hizo el pocillo de café usado por Gardel desde el instante en que dejó la mesa para regresar a la cocina. Ya en sus manos, se ocupó de lavarlo rápido y lo escondió entre sus pertinencias para llevárselo de recuerdo.
Mucho después, ya a sus 34 años, Onassis adquirió su primer barco petrolero y no tardó en convertirse en “El griego de Oro”. Vivió un gran amor con María Callas con quien se casó, en 1959, y nueve años después se divorció para unirse a Jaqueline Kennedy. Dicen que hasta el día de su muerte, en 1975, siempre había un momento en que Onassis se veía obligado a explicar la historia de un pocillo y un plato que atesoraba entre sus más preciadas pertenencias.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, julio 2014
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