(Foto B.Settnik, 1990, AP)
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Los gestos quieren ser actos. Esa es una marca de nuestro tiempo. La otra es que los actos se devoran entre sí con una rapidez tan flagrante que parecen nacer muertos. Vivimos en un tiempo en que los gestos quieren redimir el valor perdido de los actos. Esa es la certeza que nos mueve. Vivimos en medio de una hipérbole de símbolos mientras la sordera ante el lenguaje no deja de aumentar. La foto de Bern Settnik, de 1990, capturó un gesto con voluntad de acto. Lo que se ve suspendido en el aire es la cabeza del monumento a Lenin de 19 metros que estaba en el barrio de Köpenick, en Berlín, al ser demolido y cortado en 129 pedazos, como quedó registrado en una escena de Goodbey Lenin (2003). Los bloques fueron enterrados en las afueras de la ciudad. El monumento había sido inaugurado en 1970, en una plaza emblemática de la RDA y se mantuvo en pie sólo un año luego de la desaparición de Alemania del Este.
Desde hace cinco años, la responsable de Cultura del Ayuntamiento de Spandu, Andrea Thiessen, quiere crear un centro histórico y cultural con los símbolos que marcaron la vida de Berlín en los últimos dos siglos y reclama fragmentos de ese monumento, pero las autoridades de la ciudad se niegan a responder dónde está enterrada esa cabeza de Lenin; mejor dicho, el pedazo de granito rojo de un metro y medio que la representaba. En una nota del diario El País (21-9-14), Enrique Müller presentó las controversias que desató el suceso. Una funcionaria del Departamento del Desarrollo Urbano de la ciudad no dudó en decir que “las nuevas generaciones no están preparadas para confrontarse con lo que representaba Lenin”; tampoco vaciló el portavoz del grupo La Izquierda en el Parlamento al asegurar que “le tienen miedo a las ideas revolucionarias de Lenin, como el diablo le tiene miedo al agua bendita”.
Vivimos en un tiempo henchido de religiosos y justicieros pero sin religiones ni justicia. Desesperados en la consecución de evidencias probatorias, como pequeños ahorristas de verdades parciales que sospechan de un millón de verdades. Un grupo de científicos de la Universidad de Harvard ofreció sus pruebas, hace ya seis años, de que la cabeza de Hitler conservada en Moscú no es auténtica. Luego de los estudios de ADN, aseguraron que el cráneo y la mandíbula pertenecieron a una mujer de 40 años. Desde entonces se esparció esa certeza zombie que tan bien sintoniza con el presente: imaginar a un anciano muerto-vivo deambulando por América Latina, o más precisamente por Argentina. La cultura zombie es la coronación de la hipérbole del gesto: el zombie no es el muerto qui parla, es el muerto que asusta a los vivos hasta devorárselos y convertirlos en zombies.
Al igual que los zombies, la hipérbole del gesto no es cosa nueva, lleva décadas dando vueltas pero recién ahora ha logrado ponerse en nuestras cabezas. Tampoco es nueva la idea de que todo es político, que cada mínimo ademán que realiza un individuo es un pronunciamiento político. Ese principio es lo que motoriza al gesto, y lo que convierte al gesto en hipérbole. Y ahí está el asunto que marca la diferencia: todo es político, siempre y cuando aceptemos que no absolutamente todo es político. No es una contradicción, tampoco una paradoja, es la marca de una distancia que el gesto como hipérbole tiende a diluir. Y la distancia es entre el gesto y el acto.
Pero no se trata de reducir la hipérbole del gesto a los monumentos, es sólo que en ellos se advierte condensada la búsqueda de su representación. En 2013 el gobierno argentino anunció su decisión de desplazar el monumento de Colón, ubicado detrás de la Casa Rosada, hacia otro predio de la ciudad. El anuncio despertó todas las discusiones imaginables. ¿Un rechazo a la comunidad italiana que lo había donado o el gesto de tomar distancia de Colón y la Conquista? En su reemplazo se propuso colocar otro, el de Juana Azurduy, una mujer soldado de la lucha por la Independencia en Suramérica. Entre los distintos actos de valentía de Juana Azurduy hay uno que no podríamos pasar por alto, el rescate de la cabeza de su marido Manuel Padilla que había sido puesta en una picota por los godos con la intención de amedrentar a nuevos insurrectos.
El caso del pianista polaco Andrei Tchaikosky es un buen ejemplo de la hipérbole del gesto sin monumento. Murió en 1982, a los 47 años y después de haber sobrevivido en la infancia a un campo de concentración. Dejó un documento explícito con su último deseo: donaba sus órganos a la ciencia para que se realizaran investigaciones de médicas y donaba su cabeza a la Royal Shakespeare Company, de Londres, para que fuera utilizada en sus representaciones teatrales. Durante más de veinticinco la cabeza del pianista hizo su parte en la representación de Hamlet; recién en 2008 las autoridades de la compañía advirtieron que el público estaba más atento al momento de esa aparición que al lenguaje de Shakespeare.
Es cierto, hubo actores que se habían negado a utilizar un resto humano como una simple utilería, un cráneo que, por cierto, no estaba expresamente indicado por Shakespeare en su obra sino por la tradición de las representaciones. Símbolos sobre símbolos puestos en la cabeza. ¿Por qué la Royal Shakespeare Company no reparó en la distancia que había entre la voluntad que el pianista dejó escrita y el espíritu que guiaba esa voluntad? ¿Cómo pudo ser tan literal en su lectura, cómo pudo pasárseles por alto sus propias representaciones de El Mercader de Venecia?
Ser o no ser sigue siendo el dilema. Nunca ha dejado de serlo. Lo que sucede es que en estos tiempos no deberíamos coagularnos en el “ser”, deberíamos distinguir y reconocer un atributo al “ser” para que el “ser” realmente sea. Ser o no ser “qué”, ese es el dilema.
Fue eso mismo lo que se puso en cuestión a comienzos de octubre, durante la filmación de un programa de televisión en Tierra del Fuego. El afamado programa de la BBC, Top Gear, había decidido rodar uno de sus episodios en la Patagonia. Un Porsche 928 GT, un Lotus Esprit y Ford Mustang se preparaban para la filmación cuando, de golpe, comenzó a caer sobre ellos una lluvia de piedras. Jeremy Clarkson, la cabeza del programa, abandonó enseguida el volante del Posrche para ponerse a salvo, sin hacer comentarios. Pero las piedras seguían insistiendo contra los autos hasta dejarlo inservibles. El Porsche tenía una provocadora matrícula que decía H982 FLK; una alusión a la guerra de Malvinas pero en un excluyente chiste inglés: FLK, Falklands. El Lotus y el Mustang fueron apedreados por aproximación, estaban junto al Porsche pero, además, los números de sus matrículas también parecían apuntar a la guerra. En una se leía 269, cuando eran 251 los ingleses caídos en el conflicto; en la otra, 646, cuando los argentinos muertos eran 649. Ser o no ser, sigue siendo el dilema.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, octubre 2014
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1 comentario:
Desde Berlin: gracias por tus reflexiones.
El debate de la estatua de Lenin aqui perdio toda la dimensión. El anio pasado estuve en una conferencia donde se presentó una comisión estudiantil que estudiaba los nombres de las calles y avenidas en Berlin para pedir que se cambiaran los nombres de personas obviamente militaristas, racistas o colonialistas del pasado alemán. Habrá algo parecido en Buenos Aires? Es todo parte de una memoria colectiva organizada por el estado. "manufacturing consent" como decía Chomsky.
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