Dos mujeres discutían acaloradamente en un quiosco de revistas, trataban de dirimir quién debía ser la propietaria del último ejemplar de Charlie Hebdo, publicado la semana siguiente del atentado. Eso sucedió en Bordeaux, pero escenas parecidas se vieron ese miércoles en toda Francia. Los ejemplares no daban abasto, se había anunciado la tirada de un millón que no llegó a concretarse a tiempo. También hubo un robo de doscientos ejemplares; una apuesta al sobreprecio de la reventa. En definitiva, el famoso poema de Paul Eluard parecía volverse realidad en esos días, porque en los cuadernos de escuela, en las calles, en las vidrieras de los negocios, en los autos que pasaban se veía escrito “Je suis Charlie” (“Yo soy Charlie”). No faltaron quienes pretendieron fabricar tazas y remeras con el lema; es más, el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial recibió en diez días 120 solicitudes para convertir “Je suis Charlie” en una marca comercial. Una forma de sacar provecho de la genuina conmoción y confundir la libertad que reivindicaba el lema con la libertad de mercado. Algo frecuente en estos tiempos. El Estado francés, por suerte, declaró que no aprobaría ninguna de esas solicitudes.
La imponente transparencia de “Je suis Charlie” recibió desde el principio las cargas opacas del mercado de las libertades. El 11 de enero, cuatro días después del atentado, Sylvie Kauffmann escribía, en una columna en Le Monde (11-I-15), que algunos medios extranjeros celebraban el lema al mismo tiempo que se negaban a publicar los dibujos de Charlie Hebdo o lo hacían borroneándolos, como The New York Times, Wall Street Journal y CNN. El caso de The Guardian resultaba paradigmático, luego de un largo debate en su redacción resolvió donar 1.280.000 euros a Charlie Hebdo pero abstenerse de reproducir los dibujos. Kauffmann proponía de contrapeso el llamado realizado por el historiador británico Timothy Garton Ash a los medios europeos, instándolos a publicar los dibujos de Charlie Hebdo y romper así el veto de los asesinos. El mismo domingo en que Le Monde ofrecía esa columna, se llevó a cabo en París una multitudinaria manifestación a favor de la libertad de prensa y contra los atentados. El presidente de Francia convocó a una decena de altos mandatarios extranjeros a que se sumaran al acontecimiento. La suma, sin embargo, adquirió ciertos visos de resta, o al menos de división: los presentes no estuvieron con los demás presentes, anduvieron por calles vacías donde posaron para las fotografías de prensa. Más allá de las razones de seguridad –acaso tantas como la seguridad de la simulación-, el hecho mostraba –como mínimo- que el “Je suis Charlie” corría el riesgo de ser interpretado denotativamente, que ese “yo” era individual y selectivo y que estaba muy lejos de entenderse como un “nosotros”.
La tapa del número siguiente al atentado aludía, irónicamente, al uso indiferenciado del lema: un integrista islámico -o el mismo profeta?-sostenía compungido el cartel y arriba la leyenda “Todo está perdonado”. Las palabras y los dibujos eran plausibles de ser intercambiados para adquirir otro precio en el mercado discursivo, esa era la clave. El rigor de la coherencia de Charlie Hebdo se mantenía intachable. Eran palabras y dibujos, no la vida, no el valor de la vida que no puede ser puesta en ningún mercado, aun pese al constante empecinamiento de colgarle un precio entre la trampa de la oferta y la demanda que pretende regirlo todo.
Sin duda que el economista y escritor Bernard Maris (1946-2015), una de las 15 víctimas del atentado, habría aportado un análisis sobre la introyección de la economía de mercado en el comportamiento de los individuos. Es más, no dejaba de hacerlo desde su columna firmada con el seudónimo de “Oncle Bernard” (“El Tío Bernard”). Había sido uno de los fundadores de Charlie Hebdo en 1992 y director adjunto durante los primeros dieciséis años. En 1995 organizó una campaña desde la revista para mostrar el rechazo hacia el crecimiento de la extrema derecha: recolectaron 173.704 firmas que pedían la disolución del Frente Nacional. Su prestigio como economista se repartió entre universidades, en columnas dinámicas en la prensa gráfica y radial y en el consejo general del Banco de Francia, donde fue designado como miembro a fines de 2011.
Publicó más de quince libros, proponiendo en su mayoría una mirada crítica sobre los rumbos de la economía. El último de sus ensayos había aparecido en septiembre de 2014, Houellebecq économiste, una lectura de las novelas del escritor a partir de un eje principal: los economistas –los definidos como ortodoxos- no hacían más que desparramar números incomprensibles en la opinión pública, mostraban cifras como si fueran objetos inapelables, resultados de una verdad científica –inexistente- a los que la sociedad debía ajustarse y someterse, sin decir nada acerca de la vida y la sociedad que ese sistema suscitaba, escamoteaban la realidad, y esa realidad era lo que se imponía en las novelas de Houellebecq. Amparándose en una pretendida demostración científica, esos economistas hacían pura ideología: nada puede ser diferente de lo que es, los números así lo dicen, hay oferta y hay demanda, no más.
Houellebecq no era “economista” por comportarse como ellos sino todo lo contrario. Pero algo más: en tanto escritor decía mejor lo que tenía para escribir. De esa manera, los tópicos que ponía en escena en sus novelas eran los mismos, decía Maris, que los abordados por Marx, Malthus, Schumpeter, Smith, Marshall y Keynes: la competencia, la productividad, el trabajo parasitario y el trabajo útil, la destrucción de la creatividad, y el dinero. En Ampliación del campo de batalla (1994), su primera novela, todo giraba en torno al liberalismo y la competencia; Las partículas elementales (1998) era una inmersión en un individualismo sin freno; los personajes europeos de Plataforma (2001) sólo encontraban un reparo al hastío en la oferta y la demanda de sexo, un modo privatizado de la explotación colonial de los países ricos sobre los pobres a través del llamado turismo sexual; en La posibilidad de una isla (2007) nos internábamos en una especie de sociedad postcapitalista en la que parecía realizada la fantasía de vivir como “niños eternos”, consumir y tenerlo todo sin ningún límite mientras se acariciaba el sueño de la eternidad del instante; y en El Mapa y el territorio (2012), en la que uno de sus personajes es un escritor llamado Houellebecq, todo estaba atravesado por la imposibilidad de crear, por la pérdida de valor del arte, la industria y el trabajo.
A ese recorrido podría sumarse su última novela, Soumission, publicada en diciembre de 2014: Un futuro cercano, 2022, en el que las elecciones presidenciales de Francia son ganadas por un partido musulmán que cuenta con el apoyo, entre otros partidos, del Frente Nacional, siempre caracterizado por impulsar leyes contrarias a los inmigrantes. La tapa de Charlie Hebdo de la semana del atentado mostraba a Houellebecq como un mago anunciando futuros: las pérdidas de sus últimos dientes y el futuro musulmán.
La importancia de Houellebecq économiste excede con creces las circunstancias de su contexto inmediato. Un libro que se propone discutir la hegemonía de la economía de mercado, y lo hace poniendo el foco en las novelas, en un tiempo en que la crítica literaria tiende –y a veces sin resistirse- a quedarse confinada en las aulas de las universidades y las revistas académicas.
El cinismo de los personajes de Houellebecq está en sintonía con el perfil del presente que, como se ve en sus ficciones, funciona como un enorme supermercado en el que sus góndolas ofertan los caprichos más dispares: las mercancías están expuestas para quien pueda comprarlas, nadie puede ni debe acotar esa libertad, así que hay que empeñarse y luchar por la vida en el mercado, ser “yo” y “a cualquier precio”, no perder el lugar ante nadie, y menos cuando esos nadie amenazan llamarse “todos”.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, febrero 2015
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