Una crónica sobre el lejano norte canadiense. Minas de diamantes en las profundidades de un presente.
Dicen que en la ruta que une a Yellowknife con la pequeña comunidad de Behchokǫ̀, se suelen ver más bisontes que autos. Las manadas llegan a ser de hasta cincuenta ejemplares, y no es poco común verlas pastando al costado del camino. Tampoco es infrecuente, me dice Ángela, que los enormes bovinos causen desastrosos accidentes viales cuando al cruzar la carretera son embestidos por conductores desprevenidos.
Pero esta tarde, mientras avanzamos por la Ruta 3, no hay bisontes a la vista. En vez, lo único que rompe la monotonía del infinito bosque boreal son los cuervos, que son tan grandes que parecen águilas.
Unos 80 kilómetros afuera de Yellowknife, la ruta se bifurca. Doblamos a la derecha, siguiendo las indicaciones de un cartel enorme escrito en inglés y en dogrib, y entonces el camino se vuelve más angosto y poceado.
Un par de kilómetros más adelante, un grupo de personas corta la ruta. Veo por la luneta del Golf a un grupo de cuatro personas revisando minuciosamente una camioneta.
—Están buscando drogas y alcohol—me dice Ángela, la fotógrafa de la revista en la cual estoy trabajando, y ahí me entero de que Behchokǫ̀ es una comunidad seca, y que por más que hoy es día de fiesta, las autoridades han decidido mantener la veda a rajatabla.
Enfrente nuestro, hay cuatro camionetas que esperan ser inspeccionadas. El proceso es lento y tedioso, y cuando por fin nos toca el control, los voluntarios nos piden salir del auto para revisarlo detalladamente. Hasta piden que abramos el capot, ya que al parecer, mucha gente guarda su contrabando en algún recoveco escondido entre el motor y el carburador.
Al pasar el control, la ruta pavimentada termina, y comienza un polvoriento camino de tierra que zigzaguea entre pequeñas lagunas e interminables filas de píceas negras, hasta llegar al centro cultural del pueblo. Justo sobre la costa del brazo norte del enorme lago Great Slave, está el galpón del centro cultural de Behchokǫ̀, frente al cual cientos de personas están sentadas bajo una gran carpa abierta.
Hay camionetas 4x4 estacionadas al costado de todos los caminos y mientras buscamos un lugar para estacionar, recorremos el pueblo. Se palpa el ambiente festivo: hay gente transitando por las calles de tierra y polvo. Al costado del camino, la mayoría de las casas, que son cuadradas y uniformes y tienen paredes de calamina corrugada, tienen estructuras en su jardín que parecen tipis recubiertos con lona. Ángela me cuenta que es allí donde la gente ahúma su pescado y su carne de bisonte y caribou para conservarla para el invierno.
***
Los Tłı̨chǫ (pronunciado klinchou) tienen mucho para celebrar. La nación, que pertenece a la etnia Dene, está celebrando el décimo aniversario del tratado que firmo con los gobiernos territoriales y federales, que le dio control sobre 39.000 kilómetros cuadrados de su territorio tradicional.
Para la celebración, Tłı̨chǫ de los pueblo de Gamèti, Wekweèti y Whati han venido a Behchokǫ̀, que con casi 2.500 personas es el asentamiento más grande de la nación. Muchos han llegado en camioneta, mientras otros tanto han batallado contra los fuertes vientos para llegar en canoa.
Por mi parte, yo estoy acá de yapa. Ángela ha sido contratada para hacer un trabajo freelance para una compañía minera, y yo me sumé a su viaje. Mi editor me dio el gusto sin pedir nada a cambio, pero yo estoy obstinado en escribir aunque sea una pequeña nota sobre el evento.
Pero por ahora no tengo mucho para decir, así que con poco por perder, me cuelo a un pequeño evento paralelo que Ángela tiene que fotografiar: el tour de un nuevo centro deportivo. Las autoridades de la nación, incluidos el cacique de Behchokǫ̀ y el gran cacique de todo Tłı̨chǫ, están guiando a un grupo de veinte ingenieros y financistas, por el esqueleto abierto del centro deportivo—un proyecto de $15 millones con estadio de hockey incluido cuya apertura está fechada para mayo del 2016. El edificio, que sigue bajo construcción, financiada por la Dominion Diamonds Corporation, cuya mina diamantera Ekati está en territorio Tłı̨chǫ, y cuyos ejecutivos le han pedido a Ángela que saque fotos para un brochure promocional de la compañía.
El cacique de Behchokǫ̀ hace de guía. Clifford Daniels es un hombre alto y fornido. Tiene una gran cara redonda y sus chapas canosas le caen sobre la parte trasera del cuello como los flecos de una cortina deshilachada. Lleva puesta una camisa azul, con los dos botones de arriba desabotonados, y maneja una camioneta Dodge del tamaño de un Scania. Se siente cómodo haciendo de guía, y en un momento del tour hace una referencia—medio en joda, medio en serio—a los representantes de la diamantera: pide que le aflojen un poquito mas de dinero para poner en el complejo el mejor sistema de hielo posible para su cancha de hockey. Todos los presentes ríen.
El tour es aburrido pero a mí me divierte usar el casco amarillo de obrero y ver lo que está pasando. Cuando el tour termina me acerco al cacique a hacerle unas preguntas, no sobre el complejo deportivo, pero en vez, sobre el gran aniversario que festeja su nación.
—Diez años es muy joven para un gobierno,—me dice Daniels, que parece pequeño al lado de su enorme camioneta negra.—Así que está es una celebración histórica.
Daniels, que es plomero de profesión, fue electo por primera vez como cacique de Behchokǫ̀ en el 2009, y reelecto en el 2013. Durante nuestra corta conversación menciona varios de los logros de su gestión, entre los cuales destaca la creación de un plan de uso de tierras, cuyo objetivo es manejar los recursos hídricos y territoriales de los Tłı̨chǫ.
—El plan de manejo de las tierras realmente nos da una dirección sobre como vamos a acceder a nuestros recursos naturales, y que áreas pueden ser exploradas,—dice Daniels, agregando que el plan fue desarrollado con la ayuda de los ancianos dignatarios de la comunidad.
Padre de cinco hijos y abuelo de dos nietos que viven en Behchokǫ̀, el cacique no solo analiza al pasado, sino que también mira al futuro de su comunidad y su nación:
—Creo que nuestro gobierno está haciendo las cosas necesarias para darle a las generaciones que vienen atrás nuestro las herramientas necesarias para tomar decisiones correctas para las generaciones futuras.
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De cierta forma, los objetivos que se plantea el cacique de Behchokǫ̀ ya se están cumpliendo.
Mason Mantla, un joven cineasta de 24 años, es uno de los jóvenes que ya se está perfilando para ser un futuro líder de los Tłı̨chǫ. Egresado de la Dechinta Centre for Research and Learning—una universidad indígena precursora, pero todavía no reconocida por el gobierno canadiense—Mantla participa del comité ejecutivo de la Wekeezhii Lands and Water Board, el organismo del gobierno Tłı̨chǫ encargado de manejar los recursos naturales del territorio tradicional.
Nos encontramos afuera del centro cultural de Behchokǫ̀, donde está por empezar un banquete comunitario en honor al aniversario del acuerdo.
A primera vista, Mantla no impresiona. Es menudo y regordete, y mitad de su cara redonda de niño esta tapada por un corte de pelo más común en adolescentes rebeldes que en líderes comunitarios. Pero esa primera impresión desaparece ni bien abre la boca.
—Gracias a que nuestros ancianos tomaron el primer paso y firmaron el acuerdo, los jóvenes líderes de hoy tenemos la chance de cambiar nuestro destino, — dice el joven con autoridad.
Mantla solo tenía 14 años cuando el acuerdo fue firmado y sin embargo dijo sentirse abrumado por los cambios el acuerdo ha suscitado. Mira al futuro con buenos ojos, convencido de que la clave del éxito Tłı̨chǫ está atado al aprendizaje de los jóvenes.
—En diez años espero ver a los jóvenes en posiciones de liderazgo en las que nunca antes hemos estado, tomando responsabilidades nuevas y nunca olvidándonos de nuestras enseñanzas tradicionales,— me dice Mantla, mientras por los parlantes se anuncia, tanto en dogrib como en inglés, que el banquete esta por empezar.
A mi me queda claro, aunque solo he hablado con Mantla por cinco minutos, que el joven tiene la pasta para convertirse en líder, y que con gente como él en el poder, los Tłı̨chǫ tienen un futuro prometedor.
Antes de ir al banquete, Mantla me dice:
—Lo que tenemos que entender los jóvenes es que nuestra identidad está atada a la tierra. Nuestro idioma es la tierra y nuestra cultura es la tierra, y si escuchamos a nuestros ancianos, vamos a entender que todas esas cosas están relacionadas.
Por alguna razón sus palabras me llegan de forma personal, como sí este joven-viejo estuviera diciendo algo sobre mi propio desarraigo.
Pero lo que es seguro es que no hay que leer entre líneas para ver que en las palabras de Mantla se esconde la voz del antiguo cacique Monfwi, que en 1921 dijo: “mientras el sol salga, los ríos corran, y la tierra no se mueva, no vamos a ser restringidos de nuestra forma de vivir la vida.”
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¿Cuál es la forma Tłı̨chǫ de vivir la vida a la que Monfwi se refería?
Sería muy necio de mi parte tratar de contestar esa pregunta luego de pasar solo seis horas en Behchokǫ̀. Pero, como la necedad es hija bastarda de la creatividad, voy a animarme a dejarlos con una imagen y un concepto, que a mi entender encapsulan lo que me llevo de esta pequeña comunidad indígena del norte canadiense:
Estoy parado delante del centro cultural mirando la transmisión en vivo del banquete en una pantalla gigante. Deben haber unas quinientas personas paradas al lado mío, todas con ojos y oídos pegados a la pantalla.
El cacique mayor, elegido por los caciques de Behchokǫ̀, Gamèti, Wekweèti y Whati, pronuncia un hermoso rezo en dogrib, cuando de repente, casi de la nada, las personas alrededor mío comienzan a persignarse, clamando por el padre, el hijo, y el espíritu santo.
El ferviente catolicismo de la comunidad me sorprende, y más cuando alrededor mío la fiesta continúa con discursos de autonomía y canciones tradicionales. Pero es en ese momento que me vuelven a la mente las palabras del joven Mason Mantla: "nuestra identidad está atada a la tierra".
Cuando hace diez siglos los glaciares comenzaron a retroceder, los hielos desgarraron la tierra sobre la cual estaban posados, creando lagos y ríos, valles y montañas. Es de esa piedra desgarrada que luego se formaron los ríos y lagos que brindan sustento a los interminables bosques de píceas negras y a los cuervos y enormes bisontes asesinos y asentamientos humanos.
Como el suelo que pisan y los ríos y lagos que navegan, los Tłı̨chǫ han sido moldeados por la desgarradora fuerza del destino. Sus cicatrices cuentan historias de invasiones, evangelizaciones, y destierros, y también de supervivencia, liderazgo y cambio.
Los Tłı̨chǫ, como su tierra, muestran con orgullo las cicatrices de su pasado, convencidos de que la supervivencia solo es posible cuando en la memoria colectiva de un pueblo tanto jóvenes como ancianos entienden el porqué de cada cicatriz.
Como la tierra de la que nacen, los Tłı̨chǫ son sus cicatrices, y es por eso que la década de autonomía se festeja mirando tanto al pasado como al futuro.
Peter Mothe
Canadá, EdM, septiembre 2015
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1 comentario:
muy muy interesante!
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