En Las hermanas Brontë (1979), la película de André Téchiné, hay tres momentos que convocan especialmente la atención de los lectores; no son las mejores escenas ni hablan en ellas las Brontë, el que habla o mira es Thackeray, o mejor, Roland Barthes haciendo del autor de Feria de las vanidades. En la primera, Thackeray está saliendo del teatro y dice: “La vida es demasiado corta para el arte. Haría falta mucho más tiempo para endurecer nuestro corazón”.
¿Es Thackeray el que habla a través de Barthes o es al revés? Unos años antes Barthes había comparado en un ensayo la sensación de estar en el cine con el sueño y la hipnosis de los comienzos del psicoanálisis. Decía que a eso se debía, tal vez, la sensación que lo embargaba al abandonar una sala, esa extrañeza de estar en tránsito entre la revelación del sueño y la opacidad de la vigilia. Thackeray salía del teatro igual que Barthes se enfrentaba a la calle al salir del cine. Por eso compartían esa frase enigmática, en la que no había oposición entre el arte y la vida: si la vida resultaba “demasiado corta” era porque el arte nos ofrecía tantas posibilidades de vivirla que “nuestro corazón” nunca alcanzaba más que a palpar sus faltas.
El arte como invitación a una experiencia desmesurada que la vida no deja de frustrar. La frase condensaba una revelación que las escenas siguientes señalaban a su modo. Thackeray –Barthes invitando a su palco en la ópera a Charlotte Brontë, como si se tratara de un lector dispuesto a la lectura, y Barthes-Thackeray ofreciéndole sus binoculares para ver lo que siempre será fugitivo a la mirada.
En la película Barthes puso en acto lo que había soñado como lector y lo que sabía imposible como escritor y crítico: demorarse en el mundo novelesco con la intensidad de estar viviéndolo, pero conservando una extraña distancia. Esa ajenidad de la distancia es la máxima conquista del lector, y también su límite. El lector quiere participar del mundo novelesco, sumarse a ese mundo, y sabe que sólo puede conseguirlo si acepta al mismo tiempo restarse en esa cuenta. Porque la lectura exige un camino en dos direcciones: nunca es únicamente una suma, debe restar, o dividir cuando la pendiente tienta a la multiplicación. Alonso Quijano no hace más que sumarse a las historias de aventuras que ha leído, Emma Bovary multiplica en su vida las escenas románticas de los folletines y de grandes novelas, ninguno de los dos mantiene la distancia de ajenidad, son los lectores de El Quijote y Madame Bovary los que se restan y se dividen en el encuentro con ambos personajes y así los vuelven lectores. Es decir, los dos emblemáticos lectores de la historia de literatura están lejos de ser, por sí mismos, los lectores deseados. Se vuelven lectores cuando un lector resta y divide lo que la novela no ha dejado de sumar y multiplicar; lo que destaca una cuenta previa, la que hace el escritor con lo que la historia de la literatura le ofrece.
Pero esos caminos dobles de la lectura hoy día están amenazados por las rutas rápidas que van en una sola dirección. La intensa construcción que supo proponer la literatura se encuentra sitiada, y junto a ella la posibilidad de los lectores. Las rutas rápidas reducen los espacios, cada vez estamos más exigidos a sumar y multiplicar. Y eso mismo trae aparejado la ilusión de una pretendida transparencia (“¿Qué es eso de restar cuando se suma?”, dirán), y acaso también se deba a ello la proliferación de relatos del “yo” (“ser uno para multiplicarse de verdad en los otros”). El mismo año del estreno de La hermanas de Brontë, Barthes publicó en Tel Quel algunas entradas de su diario íntimo, con menos ánimo de suma afirmativa que de tentar una resta. Por eso entre los fragmentos típicos del género, de golpe se interrumpía y soltaba, en medio de dos blancos: “Cuesta más escribir yo que leerlo”.
Quizás sea posible escribir “yo” sólo cuando se acepta ese “costo”: saber que es cáscara vacía, una morada –decía Freud- en la que el individuo se cree amo y, sin embargo, no gobierna. El “yo” es una suma que sólo puede entenderse como resta, igual que la multiplicación de la transparencia (“el libro cuenta exactamente lo que ocurrió”, dirán). El editor y crítico Constantino Bértola sostiene, en La cena de los notables (Mardulce, 2015), que las “fronteras” entre la “literatura industrial” y la literatura están borrándose: cambiaron los tiempos en que la literatura mantenía su autonomía relativa y el mercado regulaba el intercambio de mercancías en su entorno, ahora el mercado está entronizado en la literatura. Vivimos un tiempo en el que, dice Bértola, el mercado lo ocupa todo: “Los valores del marketing son interiorizados por escritores, críticos, lectores y editores. El marketing como poética”. Ruta rápida y en una única dirección. No hay lugar para los lectores de la ajena distancia, ni para El Quijote ni Madame Bovary, ni para los críticos ni para los escritores que sumen y resten lo que hay en esas novelas.
En los días en que Las hermanas Brontë aún se proyectaba en las salas, Barthes escribía un diario personal. Incidentes fue publicado años después de su muerte. La constante en sus páginas es la búsqueda de un ligue fugaz, la salida del cine y la lectura de Le Monde en un bar, siempre con la mirada alerta a la aparición imposible de un amor joven. Ni una vez reflexiona sobre el uso del “yo”, es el hombre lacerado que multiplica las restas de su vida, es el hombre que vive en lo que escribe algo de aquello que Thackeray-Barthes decían en la película.
Miguel Vitagliano
Buenos Aires, EdM, septiembre 2015
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