a crítica literaria incursiona en la música como un bárbaro en Asia. Y no lo digo por el hecho muchas veces sordo de la lectura de las “letras” como poemas, tampoco por el hábil reflejo de los críticos que, también frecuentemente, hacen mea culpa con capciosa prudencia al hablar de lo que escuchan indicando que, solo “en el disco” o “en vivo”, eso que entienden o sugieren tiene su sentido real o pleno, esa actualidad tan imperiosa como misteriosa de la solo “allí y entonces” podrá experimentarse o –lisa y llanamente– saberse, sino por lo que una vez descubrió Henri Michaux en uno de sus viajes, mientras se adentraba en la India a la vez que se remontaba a uno de los asuntos críticos más problemáticos desde el origen de la voz literatura: “Es difícil juzgar una ópera por el libreto y una canción por su letra. La letra no es más que un soporte. Por eso es difícil juzgar a Homero. Más difícil aún juzgar el Ramayana. Leyéndolo parece desmesurado, parece que casi todas sus partes son desmesuradas, excesivas y tan inútiles a la comprensión. Pero si uno oye cantar esas mismas partes, todo lo que era largo es precisamente «lo que cuenta».”
Alcanza con las primeras letras de los Beatles o con el Martín Fierro para corroborar, rápidamente, lo dicho: es arduo juzgar la habilidad poética de una letra como “I want to hold your hand” y simple comprender el patetismo parsimonioso del gaucho octosilábico o la filosa payada con el Moreno, siempre al borde de lo inminente, como la escena en el sótano de Bastardos sin gloria, al escucharlos. Quizá por eso es aún más cierto y más curioso (y siempre aparece) el caso de Homero: porque nunca lo escuchamos, ni escucharemos la Ilíada ni la Odisea, y aun así, lo sabemos (casi) todo de esos cantos, e inmensa parte de lo que sabemos –y juzgamos– del origen de la voz literatura allí y entonces sucede. Como sucede en ese “nadie chistó una palabra” que dicen los indios se oyó cuando cayó Tenochtitlán o, cuentan los indios a Sahagún, “cuando todo terminó”. La curiosidad o la certeza de esto recuerda en parte a la raíz indoeuropea o, mejor, a ese punto de fractura o de fricción total –dicen Agamben y Cornejo Polar casi al mismo tiempo– donde podríamos captar el origen del lenguaje, esa diferencia entre habla e infancia, esa diferencia que tampoco escuchamos cuando leemos la red de agujeros del cantar mexicano: “golpeábamos, en tanto, los muros de adobe/ y era nuestra herencia una red de agujeros”.
En este sentido, para pensar la incursión de la crítica literaria en la música, para poder “leer” una “letra”, es bien cierto Simon Frith cuando dice que “la canción se vuelve la lectura preferida de la letra”. Y escuchar es preciso. Pero hete aquí que Aristóteles –que tampoco oyó la Ilíada ni la Odisea, o quizá por eso– ya pensaba otra cosa. De los poetas y la poesía, más aún de lo que hoy y –desde Horacio con certeza– llamamos “lírica” y “poeta lírico” (lyricus vates), Platón habló en términos melos y melopoios, que eran términos asociados a la mousikè, o al arte de las Musas, y que referían a una poesía de y para la voz, de tradición oral, y a una práctica performativa y ancestral ligada a fiestas religiosas, ceremonias públicas y privadas. En este sentido o como culto religioso, dice Guerrero, “resulta difícil saber si Platón las valora realmente por sus cualidades poéticas o, conservador al fin, por sus lejanos orígenes.” Y resulta difícil porque de allí Platón une al quehacer poético “el don de la inspiración”, ese furor del que deriva que los poetas no componen siguiendo reglas sino por puro enthousiasmos, lo que lleva al melopoios fuera de sí, terreno de lo irracional, insondable y asistemático, donde no cabe auténtico saber (sophia) ni arte (technè) alguno. En cualquier caso, Platón distingue entre un discurso destinado al canto y otro que no, o entre lo que se dice y lo que se canta. Y más cerca aún de la incursión de la crítica literaria en la música, entiende los melè no como una “poesía musical” sino como una poesía acompañada con música. ¿Diríamos, hoy, una canción? De esto, en cualquier caso, Aristóteles ni una palabra: en su Poética (o en lo que nos ha llegado de ella) no se mencionan los melè. Y en todo caso, se percibe el paso de una poesía de o para la voz a otra de o para la letra, es decir, una clara separación entre texto y ejecución, entre obra y espectáculo, entre “letra” y “música”. A Aristóteles, a diferencia de Michaux, parece bastarle con leer una tragedia para apreciar su calidad: “la tragedia –dice su Poética– produce lo suyo también sin movimiento, como la epopeya, pues su cualidad se pone de manifiesto mediante la lectura”. Escuchar (o ver) no es preciso, para juzgar al menos. Quizá porque el problema es el juicio, para Aristóteles. Y el problema del juicio, para Michaux, es la experiencia. O también: porque el problema de la experiencia, para Aristóteles tanto como para Michaux, no es del orden del conocimiento.
Y así, una vez más, la crítica literaria incursiona en la música como un bárbaro en Asia.-
Facundo Ruiz,
Buenos Aires, EdM, abril 2016
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