ADELANTOS

Adelanto: La narración de la historia, por Carlos Correas (1931-2000)


Desde 1951 a 1959 el Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA publicó los 14 números de Centro, una revista señera en la formación de la nueva crítica y una nueva izquierda en el país. En sus páginas participaron Noé Jitrik, Darío Canton, Adelaida Gigli, David Viñas, Jorge Lafforgue, Ismael Viñas, Oscar Masotta, Eliseo Verón, Regina Gibaja, Halperín Donghi, Jaime Rest, Ramón Alcalde, Amanda Toubes, Paco Urondo y Juan José Sebreli, entre tantos otros.
En Revista Centro. Una antología, realizada y prologada por M.Vitagliano (publicado por EUFyL a fines de noviembre de 2016), pueden leerse desde los fragmentos hasta ahora inéditos de las primeras novelas de Viñas y Masotta a los ensayos encendidos de Verón, Gibaja y Gigli, pero también el relato de Carlos Correas que despertó la ira de los sectores conservadores, desencadenó un juicio sobre el autor y el director de la publicación (J.Lafforgue) y clausuró la revista.
     Como podrán comprobar los lectores de EdM, “La narración de la historia” de Carlos Correas es un relato extraordinario que deja entrever, en su incisiva provocación, el desafío corrosivo que esa generación iba a dejar como legado en la vida política y cultural a los que vinieran.


A Celia Durruty

1

El viernes 10 de abril de 1959 Ernesto Savid se sintió perturbado por la lectura de la revista Radiolandia y por la noticia del casamiento de un actor. No había dormido la noche anterior y ya por la mañana había decidido ir al cine Colonial, en Avellaneda; quería ver una película de ficción llamada Rodán.

     Era un día nublado y había viento. A la tarde comenzó a lloviznar. Ernesto llegó al cine y entró en la mitad de la primera película; se sentó al lado de un jovencito y por accidente se tocaron bruscamente las piernas. En el intervalo, Ernesto buscó bastante, casi desesperado. Fue al baño. En el hall del cine vio a un muchachito delgado, con una cara extraña, oriental; como un soldado asirio o babilónico o un esclavo al servicio del rey. Pero luego, no lo pudo encontrar. Cambió de sitio en el cine y fue a sentarse al lado de uno que parecía joven, con la cara picada de viruelas y un zurrón con ropa que apoyaba sobre los muslos. Ernesto le rozó un poco las piernas pero el otro no atendía; luego hablaron, comentando la película. En el intervalo, el otro se levantó y se fue.
     Luego Ernesto vio Rodán: una especie de pájaro prehistórico que vuela a velocidad supersónica y destroza ciudades enteras; finalmente muere en la erupción de un volcán.
    Cuando terminó la película Ernesto vaciló un poco y salió del cine. Eran las 19 y 30. ¿Qué hacer? Tenía sueño pero también una atención vigilante. Pensó ir a Lanús. Caminó hasta la esquina de las avenidas Mitre y Pavón; había mucha gente a esa hora en Avellaneda.
     En la esquina, Ernesto vio a un grupo de estudiantes secundarios que habían salido de un colegio cercano y esperaban para tomar algún vehículo. Se acercó con disimulo para verlos de cerca y escuchar la conversación. Al rato llegó un amigo de ellos al que llamaron Alberto; este había faltado a la clase del día y ahora venía a reunirse con sus compañeros. Era morocho, flaco y tenía un saco sport grueso de un tostado suave, remera roja y blue jeans. Luego llegó una muchacha rubia que tenía que encontrarse con él y se fueron los dos juntos. Él era vivaz y afable; había comprado un paquete de cigarrillos en un kiosco cercano. Ernesto quiso gritarle: “¡Alberto!”, cuando se iba, con un pasito saltarín. Ya tenía novia; ya iría a algún club a bailar; viviría por cuánto tiempo en ese pueblo. Hoy, desde luego, viernes, no había ido al colegio. Sus travesuras de adolescente de 18 años. Ernesto, el ocioso, el inútil, lo miraba. Hasta el lunes Alberto no volvería al colegio. Era un joven estudiante con padres; tendrá algún hermano, con el que se verán en ropa interior. Ya habrá descubierto su sexo dentro de sí; ya sabrá que lleva el Mal ahí. Ya recurrirá a los preservativos que talleres secretos fabrican para él, para sus necesidades, para que se cuide de sí. Era sensible e inquieto. Ernesto podría apoyar sobre esa espalda juvenil sus manos húmedas, hinchadas, venosas y arrancarlo de esas calles y hacer estallar ese futuro.
     Ernesto volvió a observar a los estudiantes que seguían en la esquina; conversaban sonriendo y con ademanes desenvueltos y enérgicos. Se quedó inmóvil, mirándolos. ¡Dios mío! Ya tenían ese aspecto de reproductores. Cuando se pongan a engendrar… ¿cómo impedirlo?
    En vez de viajar hasta Lanús, Ernesto decidió ir a Constitución, caminando por la calle Montes de Oca. Cruzó el puente sobre el Riachuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas; era un paraje solitario. Pensaba en la novia de ese estudiante. Era una muchacha hermosa y, quizá, alegre. Seguramente se ruborizaría con facilidad y además soñaría con los momentos en que se encontrase llena de él. También Ernesto llegaría a tener una mujer; algún día y después de varios años aceptaría para él una muchacha flaca y casi sin pechos que se dejara poseer con indiferencia.
       Tomó por la calle Montes de Oca y caminó con lentitud. Sentía deseos sexuales muy fuertes. Eso le sucedía por haberse quedado tantos días en su casa; cuando volvía a salir, todo se le caía de nuevo encima de la cabeza. Ahora estaba indefenso y asustado por esos pensamientos. La falta de sueño también lo debilitaba.
       Ernesto entró al hall de la estación de Constitución por la puerta de la calle General Hornos; eran las 20 y 40. Caminó un poco; entre la gran cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le parecieron atractivos; fue al baño y luego volvió al hall. Entonces descubrió a un muchachito moreno, que hablaba con otro. Vestía una campera de cuero amarillo, camisa desprendida en el cuello, blue jeans, medias negras y mocasines castaños; sonreía ampliamente. Ernesto dio una vuelta y regresó. Ahora el chico estaba solo. Ernesto lo observó y el otro siguió la mirada, dando un pequeño giro. Ernesto se sobresaltó y se apartó, yendo hasta la pequeña locomotora de juguete encerrada en una caja de vidrio. El chico se le acercó y echó una moneda e hizo funcionar el aparato. En seguida, encendió un cigarrillo y miró a Ernesto; este sacó a su vez un cigarrillo pero no se atrevió a pedirle fuego. El morochito, entonces, dio media vuelta y se fue; se miraron una vez más a través del vidrio de la pequeña locomotora.
      Ernesto lo siguió hasta que llegaron a la salida de la calle General Hornos; allí el chico habló por teléfono. Ernesto lo esperó. Luego aquel volvió y fue hasta el bar, donde tomó un jugo de frutas. Salió, dio unos pasos y se detuvo junto a una balanza automática. Ernesto se quedó a un costado; el morochito miró a su alrededor y se dio cuenta nuevamente de la presencia de Ernesto. Otra vez encendió un cigarrillo. Entonces Ernesto se acercó y le pidió fuego. En ese instante apareció un viejo que se puso a mirarlos. Ernesto pasó al otro lado del morochito y murmuró: “Ese viejo está mirando”. El morochito, con todo aplomo, se volvió al viejo y dijo en voz alta: “¿Qué pasa?”. El viejo alzó las cejas, asombrado y se sonrojó; comenzó a mirar distraídamente una estantería de artículos para el hogar y luego desapareció. El chico dijo: “Me molesta que me estudien. Sean policías o no, que vengan a hablarme”.
      Siguieron hablando y el chico le contó que había estado en Mar del Plata, vendiendo café helado en la playa, pero que la vida le resultaba muy cara; el hotel y la comida eran costosos. A la noche, caminaba alrededor del Casino y de las confiterías de lujo pero no tenía suerte y por último tuvo que volverse. Era santafecino. Había trabajado en La Plata y en Balcarce. Ernesto pensó que era como un reserito moderno, un pequeño aventurero. Ya que lo había conseguido, quería sacarlo de la estación de ferrocarril. Además, temía que algún conocido lo viese.
      Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del Balneario Municipal. En el trayecto, el morochito le contó que había vivido un tiempo en Temperley, en casa de un tal Rodolfo Ponce de León, profesor de Ciencias Económicas, que le compraba ropa y le daba dinero. El profesor estaba casado pero la mujer tenía ciertos vicios y realizaban reuniones en las que participaba el chico. Este, en una oportunidad, había invitado a un amigo y entonces hicieron un grupo los cuatro. Ernesto, como de costumbre, le habló de su padre muerto. (Ernesto pensaba que si él no tenía hijos se le terminaba la dinastía a ese inmigrante). “Mi padre era muy severo –dijo–. De esos que obligan a uno a guardarlo todo en el interior; de tal modo, que cuando uno se libera se vuelve loco”. El chico también le habló del padre, que había muerto alcoholizado; desde entonces él podía ir por cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Tenía 17 años. Vaciló un instante y miró a Ernesto de reojo; luego dijo que en las relaciones sexuales él era macho y no otra cosa. Ernesto respondió que eso era evidente porque el morochito tenía esa mirada penetrante que poseen los hombres y de la que carecen los invertidos. El morochito sonrió, divertido, y le pidió el sombrero negro a Ernesto; este se lo dio y el morochito se lo puso y dijo que así era como un gangster de Chicago. Dijo que a veces a él le daban sermones. Así, un día en que estaba comprando un pasaje de ferrocarril en la estación de Quilmes, el empleado le había dicho: “Sacate el cigarrillo de la boca, negrito, no estamos en Chicago”.
       Entraron en el Balneario Municipal y siguieron hasta la avenida Costanera. Al chico el lugar le recordaba Mar del Plata. Pasaron junto a la fuente de Lola Mora y miraron las estatuas. Después fueron a ver el río. El morochito dijo que a él le gustaba mucho leer. Llegaron a un recreo al aire libre donde estaban ofreciendo un número de varieté. Ernesto dijo: “El recreo se llama Juan de Garay. Acordate”. Adentro sólo había una mesa ocupada pero afuera había gente mirando la representación. Vieron a un actor cómico que contaba chistes pornográficos y que luego imitó a un invertido. El morochito se reía a carcajadas y se divertía muchísimo.
        Siguieron caminando. El chico cantó una canción mexicana. En ese instante pasaron dos policías en motocicleta. Ernesto cantó también y le enseñó al chico “el brindis” de la ópera La Traviata. El morochito cantaba y bailaba en mitad de la avenida. Sólo había algunos pescadores. Se sentaron en un banco de madera; estaban casi solos. Nuevamente pasó la motocicleta con los policías. El chico llevaba en la mano un envoltorio de papel de diario; dentro había una camisa sucia. Ernesto se le acercó y quiso tocarlo un poco pero el chico comenzó a hablar de otras cosas; dijo que le apasionaba tirar al blanco en las kermeses; cuando tenía dinero lo gastaba totalmente ahí. Le explicó a Ernesto cómo debían apoyarse los revólveres en la cadera para evitar que el retroceso del arma perjudicase la puntería. También habló de drogas y de la manera de aplicar las inyecciones de cocaína y la adquisición gradual de la tolerancia.
       Hubo un silencio y el chico preguntó adónde iban y dijo que a las 2 de la mañana tenía que estar en San Martín, donde dormiría en casa de un amigo.
     Comenzaron a salir del Balneario por la calle Cangallo. “¿Entonces no podemos hacer nada ahora?”, dijo Ernesto. “Aquí no; no hay seguridad”, dijo el chico. Ernesto bajó la cabeza, angustiado. “Y si yo te acompañara a San Martín…”, dijo. “Sí”, dijo el chico, “hay calles oscuras y además está la avenida General Paz”.
       Ernesto se emocionó con ese morochito de 17 años. Quizá se dejase besar. Irían hasta San Martín, a calles oscuras y desconocidas donde Ernesto lo abrazaría contra su pecho.
       Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus. Pasaron junto al Ministerio de Hacienda y entraron en el subterráneo; eran las 11 de la noche. Hablaron del idioma inglés. Ernesto le enseñó algunas palabras; el chico se reía mucho y decía: “Kiss me, please, kiss me”.
       Ernesto dijo que sólo tenía dinero para el viaje pero el chico contestó que no importaba. Habían estado en los lugares sombríos, ocultos y abandonados del Balneario Municipal y de la Costanera y ahora iban hacia las luces, al encuentro con los demás hombres. Ernesto se sentía avergonzado y hubiera querido esconder al morochito de la mirada de los tipos con los que se cruzaban. El chico tenía las uñas sucias, una boca de labios gruesos y largos, dientes muy blancos y un suave bigote. Ernesto vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul.
       En el subterráneo hablaron de los dioses y héroes mitológicos. El chico mencionó a Júpiter, Venus y Marte. Ernesto le contó la leyenda de Faetón y de las hermanas convertidas en álamos. Bajaron en la estación Avenida de Mayo y cambiaron para tomar el subterráneo a Constitución; mientras esperaban, Ernesto fue al baño. Vio a dos o tres invertidos maduros que conocía. Se lo contó al chico y este dijo que no le gustaban los viejos aunque tuvieran dinero. Eso le agradó a Ernesto. En el andén había varios marineros brasileños sacándose fotos. Felizmente, en el subterráneo no había ningún conocido. Conversaron de política. El chico nombró a Lenin y a Trotsky. Ernesto le habló con entusiasmo y con fervor de la revolución rusa.
       Llegaron a Constitución. Ernesto tenía miedo de que el morochito quisiera volver al hall de la estación de ferrocarril, a ver a los tipos que estaban en ese momento, a buscar a otro, pero el chico se quedó a su lado. Salieron a la calle y el chico gritó: “¡Ahí está el ómnibus!” y corrió. Ernesto lo siguió y subieron al ómnibus; pagó los boletos. Iban hasta las avenidas General Paz y Lope de Vega.
      El chico se sentó y Ernesto le puso su sombrero negro sobre las piernas. Luego se pudo sentar él; el viaje era largo y temía que el chico se aburriera. Le dijo que durmiera y que él lo despertaría cuando llegaran. Luego Ernesto sacó de un bolsillo un libro de Historia Romana que llevaba y se lo dio. El chico se entretuvo mirando las láminas y haciendo comentarios. Ernesto le habló de Nerón y de la vida desordenada de los emperadores. Le contó la historia de Salomé, que al chico le impresionó mucho. La cabeza del profeta en la bandeja de plata y el beso en la boca agria de Iokanaán, y la muerte de Salomé bajo los escudos de los soldados. El morochito escuchaba serio y con los ojos muy abiertos.
       Abandonaron el ómnibus y entraron por los terraplenes de la avenida General Paz; caminaron en la oscuridad, sobre el barro. Orinaron los dos en unos matorrales. El chico abrió el paquete que llevaba y se metió la camisa sucia debajo de la campera. Ernesto se puso el impermeable. El chico se le acercó y le dijo que se ajustara el impermeable si tenía frío. Cruzaron la avenida hacia San Martín. El morochito le señaló un árbol que había en mitad de la avenida General Paz y donde él había dormido a veces; cantó una canción española, palmoteó las manos y bailó golpeando los tacos contra el suelo. Ernesto tenía miedo; pasaron por un terreno baldío y cruzaron varias calles desiertas. Ernesto ahora le daba cigarrillos y fumaban los dos. Buscaban un lugar donde quedarse. El chico dijo que San Martín se parecía cada vez más a Chicago. Se acercó a Ernesto y le puso una mano en la nuca y lo acarició delicadamente; dijo que Ernesto tenía una piel muy fina. Le preguntó si sentía frío, si no estaba cansado y si iba a saber volverse ya que él tenía que ir a casa del amigo. Llegaron a una esquina y se detuvieron debajo de un foco de alumbrado. El chico se acercó, se puso un dedo entre los dientes y dijo, mirando a Ernesto con fijeza: “¿Sos ardiente?”.
      Dieron vuelta por una calle y caminaron hacia un terreno completamente oscuro que el morochito conocía; en el trayecto contó una pelea que había tenido con un tipo de Santa Fe. El chico le había clavado al otro un cortaplumas en el brazo izquierdo aunque en realidad le había tirado al pecho, al corazón. El otro, con una botella rota le había abierto un terrible tajo en el cuello. El morochito tuvo que quedarse encerrado tres meses en su casa hasta que se curó del todo. Le mostró la cicatriz en el cuello, muy ancha y más oscura que la piel. Ernesto se la acarició un poco. El chico dijo que le daba una sensación extraña cuando se la tocaban.
      El morochito tenía puesto el sombrero negro. Ernesto temblaba de miedo. Quizá lo llevaba a donde vivía el amigo; este podía salir de cualquier parte y le robarían y lo desnudarían. Quizá el chico lo traicionaba. Entraron al terreno y siguieron un camino junto a una fila de casas. Apenas había luz. Había varios perros que ladraban fuertemente. Ernesto dijo que no seguía más. El chico insistió para que fueran más adelante. Ernesto lo siguió: “Es por mi propia seguridad y por la tuya”, dijo el chico.
      Se quedaron de pie uno junto al otro. Ernesto extendió el impermeable en el suelo y volvió a mirar al chico. Este sonrió y llevó una mano a la cadera. Ernesto se estremeció y pensó que en las manos del morochito ya aparecía un revólver o un cortapluma pero el morochito, en cambio, se abrió el cierre relámpago del blue jean. Ernesto sonrió y se acercó al chico y le pasó los brazos por el cuello y luego por la cabeza y lo despeinó. El chico dijo: “Así hacen todos”. Ernesto lanzó una pequeña carcajada y lo abrazó. El morochito se separó y se tendió sobre el impermeable y desde allí lo miró. Ernesto se acostó junto a él. En seguida se abrazaron nuevamente. Ernesto le apretó con fuerza la espalda y el cuello. Sentía el corazón dilatado y golpeándole en la garganta y una fiebre intensa en las manos y en la cara. Las bocas quedaron sobre las orejas; Ernesto le besó las mejillas y luego deslizaron los labios suavemente hasta que se encontraron y se besaron. Ernesto oprimió unos labios blandos y muy frescos. Abrieron las bocas y se tocaron las lenguas. El chico abrió grandemente la boca y abarcó toda la de Ernesto. Lo besó en la mandíbula y en los ojos. Cuánto hacía que Ernesto no besaba. Ahora un chico de 17 años lo había besado en la boca.
       Se acariciaron durante un rato y el morochito insinuó la posibilidad de poseerlo a Ernesto pero este se negó diciéndole que le resultaba muy doloroso. El chico, amablemente, desistió. Luego hubo una precipitación para terminar. Ernesto le pidió que lo masturbara y el chico accedió. Se limpiaron los dos con la camisa sucia del morochito. Este, entonces, dijo que Ernesto ya estaba frío y que había perdido interés en la situación. Pero Ernesto negó y el chico comenzó a masturbarse a su vez. Ernesto le besaba el pecho, los pequeños pezones, el vientre y los costados.
    El tiempo pasaba y el chico seguía masturbándose. A Ernesto se le entumecían los labios y comenzaba a dolerle mucho la lengua de tanto pasársela por la piel. Entonces se sentó en el suelo y lo miró. El morochito tenía un sexo pequeño y pálido, que todavía no tenía marcas ni manchas. “Mirame”, dijo; “a mí me gusta que me vean gozar”.
      Luego Ernesto vio en el puño del morochito unas gotas muy blancas en la oscuridad y espesas que resbalaron lentamente hacia la muñeca. El chico se limpió nuevamente con la camisa sucia y los dos se pusieron de pie. El morochito tenía que estar en casa de su amigo antes de las 2 de la mañana. Sonreía y comenzó a dar saltos y quiso levantar a Ernesto por los hombros. Se afirmó en el suelo, lo tomó a Ernesto por los sobacos y consiguió alzarlo. Ernesto lo alzó a su vez. Luego el chico lo levantó en los brazos, caminó unos pasos y los dos jugaron a que estaban casados y entraban en su futuro hogar. Ernesto, nervioso, lo levantó a su vez, con más facilidad de lo que había creído. Dio una rápida vuelta, le dejó caer la cabeza como en una acrobacia y lo soltó del todo. Cuando el morochito se enderezó le pegó una palmada en las nalgas.
      Se abrazaron y se besaron nuevamente y salieron del terreno. El chico miraba a todas partes porque decía que había que estar muy atento. Llegaron a la calle iluminada. El chico se puso el impermeable y el sombrero negro y jugó a que era un gangster de Chicago. Para poder tocarlo así vestido, como se los ve en la calle, en todas partes, Ernesto se puso detrás del morochito, le besó la nuca y deslizó las manos por la cadera, el vientre y las ingles, por sobre el pantalón, la tela azul del blue jean.
       En la esquina se despidieron. El chico le devolvió el impermeable y el sombrero negro y le indicó cómo debía volver para no perderse. Ernesto tomó el sombrero negro y se lo puso al chico en la cabeza. “Es tuyo”, dijo. Él hizo un gesto para rechazarlo pero Ernesto dijo que era un sombrero viejo y que apenas servía para un regalo. Quedaron citados para el próximo domingo a las 20, junto a la pequeña locomotora de juguete de la estación de Constitución. El morochito le pidió alguna ropa usada: pantalones, camisas, ropa interior y medias. Ernesto le prometió llevársela. Se despidieron. Alzaron las manos y hablaron en voz alta del lugar de la cita. El chico se fue saltando y corriendo, con el sombrero puesto.
       Ernesto ya había decidido no ir a la cita. No podía llevarle ropa tampoco; su madre se daría cuenta. El morochito se llamaba Juan Carlos Crespo. Ernesto le dijo que él se llamaba Osvaldo y que estudiaba Derecho. El chico le calculó 22 años y Ernesto le dijo que tenía 24. Antes, el chico había dicho que se notaba que Ernesto era un estudiante por los gestos y por la manera de hablar.
      Ernesto se volvió por la mitad de la calle, por temor a un asalto. Se cruzó con dos o tres tipos, pero no pasó nada. Al contrario, hubo uno que se apartó de él. Llegó a la avenida General Paz. Hubiera querido caminar más para poder pensar, quizá hasta Liniers, pero no conocía la distancia y decidió tomar el ómnibus en el que habían llegado. Tomó el que salió a las 2 de la mañana, luego de esperar en un bar.
       Ernesto se sentía desconcertado por la libertad del chico. Esa libertad joven, graciosa y arbitraria. Además, el chico parecía tener esa vehemencia ciega y egoísta de los adolescentes. Pero, por sobre todo, era tierno, cariñoso y necesitado de cariño; un hombrecito maduro y aterciopelado, como una fruta. Ernesto, a su lado, en cambio, era un viejo y ávido pederasta con una homosexualidad que ya se había hecho automática. El morochito, desde luego, era bastante homosexual. Ernesto había descubierto y podría seguir descubriendo muchas de sus debilidades y hasta, quizá un día, poseerlo. Cuando se despedían el chico había dicho: “¿Cómo tenemos que hacer para que yo sea para vos y vos seas para mí?”. Ernesto habló de fidelidad y de que él, económicamente, no podía hacer nada por el chico pero este sólo quería que lo ayudaran y la amistad y la presencia de Ernesto.
        El gusto de su boca, su olor era el mismo olor de otros muchachitos de su edad que Ernesto había logrado conseguir: un olor rudo, fresco, árabe. El olor que debía de tener Ernesto a la edad de ellos. Habrá otros que recibirán toda la soledad del chico y su fragilidad, su figura, su manera de caminar, sus caderas sólidas y sus piernas duras.
      Por supuesto, Ernesto no podría quejarse nunca. Un chico de 17 años se había colocado en sus manos. Todo se lo había dado sin que Ernesto lo mereciera. Un adolescente argentino que se le había ofrecido y entregado. Todo había sido inmerecido.
      Al día siguiente, mientras estudiaba, Ernesto sentía a veces y repentinamente, como un recuerdo, el olor del morochito: crudo, carnal, leve e insistente. Olor de adolescente griego. Un olor griego. “Vivo en medio de una mitología”, se dijo Ernesto.


2

Una semana más tarde, una noche, Ernesto se encontró nuevamente con Juan Carlos Crespo en Constitución. El chico se disponía a dormir en uno de los bancos de los andenes de la estación. Salieron los dos y caminaron por la calle General Hornos hasta Barracas.
     Ernesto le contó que era amigo de un viejo mendocino, dueño de un restaurante, que lo mantenía. Se acostaba con él dos o tres veces por semana y el viejo le daba doscientos o trescientos pesos pero ya se estaba cansando de Ernesto e iba en busca de los más jóvenes. Ernesto ya estaba listo. El morochito quería que entre los dos lo asaltaran al viejo y en caso de que se resistiera podían terminar matándolo. Ernesto se negaba, diciendo que le tenía lástima y repugnancia al viejo.
     Llegaron a una plaza en Barracas y se sentaron en un banco de piedra. Ernesto lo besó de pronto y el chico se rió, complacido.
    –Tengo que conseguir un trabajo –dijo–, pero yo no puedo durar mucho en ninguna parte. Trabajé en una compañía de tabacos. Me tenían confianza y me encargaban que cuidara el dinero de la Caja –sonrió–. Pero me pagaban poco y yo me desquitaba traicionándolos.
    Ernesto sacó el paquete de cigarrillos. Le dio uno y comenzaron a fumar. El morochito lo miró de reojo, dudó un momento y sonrió misteriosamente, como si estuviera solo. Luego dijo:
    –Vos aparecés y desaparecés. Me explicás muchas cosas y me contás historias. Pero yo no sé nada de vos; parece que vos tenés derecho a interesarte en mí pero yo en vos no. De todos modos, vos acostumbrás a venir a Constitución, y a pasearte por la estación y por la plaza.
    Ernesto apretó las mandíbulas y sintió que enrojecía.
    –Yo no tengo costumbres –dijo–. Me horroriza tener costumbres. Y no tengo historia, tampoco. Ni tengo evolución.
    El morochito lanzó un breve silbido y empezó a echarse el humo del cigarrillo en las manos.
    –Yo sé quién sos –dijo–. Uno de esos tipos fracasados que se vuelven viejos arrastrándose por las calles y hablando en los cafés y cambiando de amigos todos los días.
     Ernesto lanzó una carcajada.
    –Muy bien dicho –dijo–. Alguien te lo habrá enseñado pero no es así. Yo no soy de esa clase de hombres –bajó la cabeza y frunció las cejas, como si recordara algo desagradable; una antigua preocupación. Algo de lo cual había querido huir durante toda su vida y que había terminado por llevarlo a esa noche, a esa plaza y a ese muchachito que lo escuchaba–. Yo no soy Erdosain –dijo, como para sí mismo.
     –¿Quién es ese? –dijo el muchachito.
   –Un personaje de una novela –contestó Ernesto–. Un pobre tipo equivocado. Un maniático pensativo. Algo inmundo.
    El chico comenzó a cantar suavemente. Ernesto fumaba con aire abstraído y miraba el suelo. Se sentía absolutamente solo.
    –Yo he querido otra cosa –dijo, con la cabeza gacha–. He querido ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde luego, a su casa pero que puede desviarse en cualquier momento hacia otra parte; tal vez para siempre. Sin compromisos, sin costumbres, sin gustos, de ninguna manera típico. Que puede volverse o seguir adelante. Solamente acosado por el hambre, el sueño o la suciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una vida. Algo que los demás pudieran mencionar como “La vida de…”, sin agregar nada más. Pero no sé por qué estoy diciéndote esto.
      –Es demasiado complicado para mí –dijo el chico–. Yo no pienso tanto. No me hace feliz pensar siempre lo mismo, pero yo tengo algunas ideas que te voy a decir después.
      De pronto, Ernesto alzó la cabeza.
      –Hay una música de jazz que me gusta y que también te gustaría a vos –dijo–. Se llama Chicago.
     El morochito no respondió y siguió con su canto. Ernesto se pudo de pie.
     –Volvamos a Constitución –dijo.
    Volvieron y entraron en un bar junto a la estación. Ernesto pidió cerveza y el morochito café con leche y pan y mermelada. Por un pedido de Ernesto no se robó el cuchillo que había llevado el mozo. Este rondaba cerca, lustrando las mesas con una servilleta pero en realidad los vigilaba y Ernesto comprendió que temía que se fueran sin pagar. Ernesto se sentía muy bien y disfrutaba con la situación. Por último llamó al mozo y pagó.
    Salieron y cruzaron la calle hasta la plaza. Dieron una vuelta y se sentaron en un banco. Pero en seguida, el chico se puso de pie. Dio unos pasos, estirando las piernas y se detuvo frente a Ernesto y alzó los brazos, como desperezándose. Ernesto lo miró y sintió una especie de vértigo: parecía ver algo que estaba mucho más allá del chico. “Un cuerpo masculino”, pensó; “un cuerpo estricto, resplandeciente y riguroso”.
     –Tengo ganas de bailar –dijo el morochito–. Me gusta tanto. Esta mañana me bañé y me lavé la cabeza con un jabón especial.
     Ernesto lo seguía mirando y no respondía: “No comprendo cómo hacen para vencer el tiempo”, se dijo; “y además, ese amor por el movimiento que tienen”.
     –Vos parecés un monaguillo serrano –dijo Ernesto–. Un cordobesito o un coyita.
    El chico dio una rápida vuelta sobre un pie y se plantó frente a Ernesto, con las piernas abiertas.
    –Estoy pensando –dijo–. Estoy pensando que vos y yo…
   Ernesto rió alegremente y sacó el paquete de cigarrillos. Nuevamente se sentía muy bien. Se dijo que él se divertía con el chico.
    –Vos estás pensando que vos y yo, ¿qué?
    El morochito se puso serio y se quedó un momento silencioso. Luego dijo:
   –Yo he trabajado en muchas partes y he tenido amigos. He conocido a mucha gente, sobre todo cuando trabajaba en los puertos. En Rosario y en Buenos Aires. Conocí a muchos extranjeros: alemanes rubios, noruegos, suecos, canadienses. Es entretenido tener aventuras con ellos porque es difícil entenderse. No tienen ropa y están siempre borrachos de whisky. Yo siempre quise… vivir con uno de ellos y trabajar los dos e ir a los bares en los puertos y luego viajar. Ir a Asia y al África y a un puerto que se llama Hamburgo. Pero nunca tuve la oportunidad y otras veces ellos no querían.
    –Esa es gente pura –dijo Ernesto–. Los marineros noruegos y suecos, los leñadores canadienses, los nadadores australianos. Si nosotros fuéramos como ellos, también seríamos puros.
    –Yo no sé –dijo el chico–. Pero yo tengo que hacer algo, y eso es lo que verdaderamente busco. Lo que yo quiero es no sentirme mediocre.
    –¿Y entonces? –dijo Ernesto.
   –Entonces lo podríamos hacer vos y yo. Yo soy libre. Si vos fueras libre podríamos trabajar juntos y… no sé… Compartir la vida.
    Ernesto miró al chico con gratitud y luego irguió la cabeza, animado.
   –Yo sé tocar el piano –dijo–. Podríamos trabajar en un bar de la calle 25 de Mayo o de la calle Viamonte. Hay uno que se llama Chicago. Vos podrías cantar o tocar la guitarra. Yo te enseñaría.
    –¿Tendríamos éxito? –dijo el chico.
   –Seguro. Nos los tragaríamos a todos. Y además cambiaríamos de vida. Hasta ahora solo hemos sido dos tipos en busca de acción. Trabajaríamos juntos y a la madrugada iríamos a dormir a nuestro departamento que estaría muy cerca. Vendrían a vernos todos los días y a la larga terminarían pensando que el mundo se compone solamente de vos y yo. Vos les gustarías mucho a los tipos y mujeres que van ahí porque aunque sos inocente tenés un aspecto sospechoso.
    –Y tendríamos dinero –dijo el morochito–. Podríamos ir por cualquier calle y entrar en cualquier sitio. Y tomar siempre whisky. Con mucho dinero podríamos vivir en todas partes.
    –Ya lo conseguiremos –dijo Ernesto–. Algún día tendremos bastante dinero como para comprar esta ciudad y tirarla al río.
     El chico dejó de bailar y volvió a sentarse. Se acercó a Ernesto y dijo:
    –A lo mejor es una suerte que nos hayamos encontrado. Los demás se acuestan conmigo y se van. Vos podrías quedarte. Además, yo creo que te quiero.
    Ernesto le puso la mano en el hombro. Le introdujo los dedos en las orejas, luego en la nariz y por último le pasó un dedo por los dientes y por las encías.
    –Tu saliva es dulce –dijo.
    –La tuya, en cambio, es salada –dijo el morochito.
    Ernesto le apretó el cuello y el chico comenzó a ponerse rojo y ahogarse.
    –Somos dos hombres que se dicen el gusto de su salivas –murmuró Ernesto y lo soltó.
    –O podrías trabajar únicamente vos. Yo te acompañaría todos los días al trabajo, que es adonde uno siempre va tan solo. Luego te esperaría en casa, te haría la comida, te lavaría la ropa –dijo Ernesto con un tono burlón–. Y nos acostaríamos solamente cuando vos quisieras; es decir, nunca. Porque yo te desearía constantemente. Además, seríamos una pareja; como hay tantas. Y una pareja es algo fuerte, amenazante, que hace sentirse débiles a los que están solos. Vos pondrías tu naturalidad, tu violencia y tu inconciencia sana de chico proletario y yo mi refinamiento, mi cultura y mi cinismo. Vos serías el bárbaro conquistador que finalmente termina vencido y conquistado, como dice la historia.
   –¿Y yo, entonces, sería tu… tu hombre, tu macho?
   –Oh, ya nos entenderíamos. Pero, verdaderamente, vos serías mi chiquito, mi muñeco, mi chongo.
   Ernesto agachó la cabeza y se frotó las manos con fuerza. “No me respeto a mí mismo”, se dijo; “me acuesto con todos estos porque no respeto ni mi cuerpo ni mi sexo”.
    Luego se despidieron. Eran las 4 de la mañana. Quedaron citados para el otro día en el mismo bar donde habían estado. Ernesto le dio cincuenta pesos y el chico dijo que iba a Quilmes, a casa de otro amigo.
    –Hasta mañana –dijo el morochito–. Yo te espero.
    –Adiós –dijo Ernesto–. Y no hagas nada que no pueda hacer yo.
    El chico se echó a reír otra vez y se fue.
   Ernesto volvió a su casa caminando con paso vivo. Tenía un cigarrillo en la boca y sonreía al aire fresco de la madrugada. Con el morochito había usado un lenguaje audaz, imperial, poderoso. Había estado solemne y patético. Ese chico era una revolución para él; era algo nuevo y querido. El chico lo cambiaba pero él debía dejarlo. Y si no era así, Ernesto caía en el fracaso total. “No puedo, no debo desearlos”, se dijo. “Desearlos a ellos es como si también deseara a mi padre, o a mi hermano o a mis compañeros de la Facultad”.


3

Al día siguiente, insoportablemente asediado por el recuerdo de la conversación con el morochito, Ernesto salió nuevamente de su casa; bajo el calor y un sol aplastante. Fue al cine a ver películas policiales. Luego caminó lentamente por la calle Corrientes. Caminó hasta quedar rendido, hasta sentir que reventaba. Tenía miedo de volver a su casa. Sabía todo lo que le esperaba en su habitación. La noche anterior con el chico fue casi irreal e increíble. Ernesto parecía un sueño.
     Se detuvo a mirar una vidriera y entonces, repentinamente, decidió ir a Constitución, en busca del chico. Se disponía a tomar el subterráneo y en ese instante se encontró con Enrique Vidal (h.) y un compañero de este llamado Mario, según le dijo después Enrique Vidal. Los dos jóvenes venían de la escuela de baile del teatro Colón.
    Ernesto ya se había cruzado varias veces en la calle con Mario. Se dijo que era a este y no a Vidal a quien debió haber seguido. Mario era un muchacho de boca gruesa, africana, y andar macizo y vibrante. Más tarde, cuando se quedó solo, Ernesto tuvo, en un momento, un vago sueño de estar con Mario en Mar del Plata o en Chapadmalal, junto al mar. Convivir con él por unos meses. Una imagen que pasó ante sus ojos. Ya lo vería. Tenía la piel oscura y era áspero y sinuoso. Parecía un cubano o un portorriqueño. Ya lo encontraría.
    Ernesto acompañó a Enrique Vidal hasta la estación de Retiro y luego fueron a San Isidro; a casa de Vidal, donde pasó lo de costumbre.
    A Ernesto le agradaba mucho Enrique Vidal, que es muy joven y suspira y gime cuando lo aprietan y los abrazan. Podía comprenderse muy bien con esos muchachos y siempre le divertía esa mezcla desconcertante de vanidad sexual y de complejo de castración que tenían.
   Ernesto era feliz al volver de San Isidro en el último tren de la 1 y 40 de la madrugada. Había esperado en la estación desierta y ahora viajaba en un tren vacío y brillantemente iluminado. Iba sentado junto a una ventanilla abierta y le daba el viento en la cara. Tenía puesta su remera blanca.
    Bajó en Retiro, tomó una Coca-Cola y volvió a su casa. Estaba satisfecho. Sabía que al día siguiente ya no se acordaría de nada. Y además se sentía contento y feliz, a diferencia de su crispación luego de las palabras con el chico de Constitución. Ahora era como si hubiese estado con una mujer: tranquilo, liberado, de acuerdo consigo mismo. Luego, en su casa, pudo dormir bastante por primera vez en mucho tiempo.

Carlos Correas, 
Revista Centro, Nº 14, cuarto trimestre de 1959, pp. 6-18
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