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Musicales. Un bárbaro en Asia: de Sigur Rós a Rubén Darío, por Facundo Ruiz


élebre es la advertencia de Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza cuando dice que, sin ser un poeta para las muchedumbres, sabe que indefectiblemente tiene que ir hacia ellas, “porque la forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres”. Y sin ser un gran advertido, como lo fue Darío, es algo que cierta y cotidianamente se vuelve tangible cuando, por ejemplo, uno se aficiona a escuchar los discos de Sigur Rós sin tener ni la más mínima idea de islandés: ¿se entiende o se disfruta, “nos toca” algo más que la forma (musical) en esos casos? Y si otro tanto podría decirse de la “Pavane pour une infante défunte” de Ravel (y del título incluso, que no refiere ni a una infanta ni a una difunta sino sólo al gusto del oído: pura aliteración), también de óperas enteras o del cine mudo mismo, ¿qué otra cosa disfrutan los niños al oír los maravillosos “Ruidos y ruiditos” de Judith Akoschky y los muy adultos al leer Finnegans Wake? ¿Qué otra cosa me llenaba de encanto, y poblaba mis más circunspectas charlas, al escuchar los discos de Kortatu?

     Sin duda, la forma no lo es todo, y saber qué dicen las letras de ciertas canciones alienta o desencanta en igual medida: se puede ser amante del tango, y de su poesía, y participar del 8M, y no por eso perder de vista el enfático, muchas veces brutal, menosprecio de dama y alabanza pigmea del tango y su poesía. ¿No hizo eso sor Juana en su “Hombres necios que acusáis” con la tradición petrarquista? Como una vez comentara un taxista al escuchar “Sur” cantada por Caetano Veloso, incluso afirmar que eso no es tango, tango, porque así cantada no se puede bailar. La forma toca a las muchedumbres, Darío dixit y su contemporáneo, Proust, que bailaba y oía tan bien y tan bajo como el nicaragüense, no tardó en dejar asentado su punto de vista sobre el asunto:
     
Detestad la mala música –dijo–, no la despreciéis. Se toca y se canta mucho más, mucho más apasionadamente que la buena, mucho más que la buena se ha llenado poco a poco del ensueño y de las lágrimas de los hombres. Sea por eso venerable. Su lugar, nulo en la historia del Arte, es inmenso en la historia sentimental de las sociedades. (…) Este irritante ritornello, que cualquier oído bien nacido y bien educado rechaza nada más oírlo, ha recibido el tesoro de millares de almas, ha guardado el secreto de millares de vidas, de las que fue el inspiración viviente, (…) la gracia ensoñadora y el ideal.

     Bailar cumbia y luego hablar mal de ella… En fin. Volvamos a la forma.
   De enorme historia sentimental e igualmente nulo lugar en la historia del Arte: los cantantes fonéticos, a quienes homenajea el personaje de Roberto Quenedi de Peter Capusotto y sus videos. La felicidad de cantar en un inglés de mierda ya Oscar Wilde la señalaba en El fantasma de Canterville al decir de los inquilinos que llegan al castillo son un excelente ejemplo de que ingleses y norteamericanos tienen muchas cosas en común hoy en día, con la excepción, claro está, del idioma. Otro homenaje, menor pero que salva la película, aparece en A Roma como amor de Woody Allen: el que canta bien y hasta genial, pero solo, bajo la ducha. La forma toca a las muchedumbres. Y los ejemplos, más o menos plebeyos, más o menos cultos, podrían multiplicarse. Pero el asunto es otro: ¿qué es lo que toca a las muchedumbres, de qué forma se trata? ¿Cómo se explica ese vínculo? La música, como sabía Darío, si no resolvía, adelantaba el asunto. La poesía convivía con él desde la lira, y lidiaba con él desde el Convivio.
      Noé Jitrik dijo una vez que Pound había dicho: la poesía es lo que queda cuando se han olvidado todos los poemas. Y Clara Janés oyó una vez a Fazil Hüsnü Dağlarca decir: la poesía es lo que queda cuando desaparecen las palabras. ¿Responde eso? ¿Es eso la forma, eso lo que toca a las muchedumbres? Si fuera así, en todo caso no sería lo que “primeramente” ocurre –diría Darío– pues es lo que queda, señal de un largo o ascético camino. Esa idea, platónica sin esfuerzo, es también tradicional, y en su variado devenir ha llegado a oponer la epistemología a lo Bachelard a los science studies a lo Latour. Y suena a “música clásica”, en el mismo sentido que repite –hora a hora, minuto a minuto– radio Aspen al anunciar cada canción y que emiten muchos oyentes asiduos al Colón, sordos a otra conversación, al abandonar la sala: eso que nadie sabe qué es exactamente pero que está ahí, quedará ahí, esperando que abandonemos la caverna, todos los poemas, toda las músicas para dar de lleno con eso que queda y que, como los últimos en irse de una fiesta o el último en hablar con el muerto, parece llevar consigo un secreto que justamente cuesta recordar pero que, de todos modos, nimba al portador. Tengo toda la obra de Shakespeare en inglés –decía Les Luthiers; no la he leído, claro, pero la tengo.
     Y de todos modos, eso que queda, sonando, ese resonar sin letra…
    La idea de Darío, aún así, sigue siendo más atractiva, o arriesgada, y trama parte de una historia cuyo rastro es de carmín. Porque es una idea que no espera y porque, sobre todo, se sumerge entendida en lo que no sabe si podrá entender, en esa muchedumbre. La idea de Darío, más aún, se vuelve invulnerable porque parte de lo indefectible (indefectiblemente tengo que ir hacia las muchedumbres…) pero sin resignación, pues no se libra a ese movimiento sino que, al reconocerlo, lo monta: bufe el eunuco. Dirá también Arlt en su prólogo a Los lanzallamas. Por eso, cuando supe que Sigur Rós también cantaba en “vonlenska”, que estrictamente queda a medio camino entre una jerga sin idioma y un tipo de improvisación vocal con sílabas sin sentido –algo para mí indistinguible del islandés hecho y derecho pero, por eso, aún más cantable– la impresión fue extraña: pensé en la satisfacción de un islandés oyendo recitar una jitanjáfora. Y luego en que, de Darío a Sigur Rós, todavía poesía y música se esforzaban para que un chiste interno (o islandés o nicaragüense o moderno) dejarse de serlo.-

Facundo Ruiz, 
Buenos Aires, EdM, Abril de 2017
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