Alfredo Saldaña es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. Ha publicado Fragmentos para una arquitectura de las ruinas (1989), Palabras que hablan de la muerte del pensamiento ( 2003) y Malpaís (2015), entre otros libros de poesía. EdM quiere compartir con sus lectores este artículo de Saldaña en el que dialogan las experiencias poéticas del español y el argentino. Allí donde Valente escribe “Cuando ya no nos queda nada, / el vacío del no quedar / podría ser al cabo inútil y perfecto”, Juarroz sentencia “Hay que excavar la nada hasta borrarla”. Ambos dejan caer del cielo lo que siempre falta.
Este es el relato de dos trayectorias, a mi juicio, fundamentales en el discurrir de la poesía en español durante la segunda mitad del siglo XX, las del argentino Roberto Juarroz (1925-1995) y el español José Ángel Valente (1929-2000), dos poetas que mantuvieron una relación intensa y radical con el lenguaje, al margen de grupos y movimientos generacionales. Ambos se entregaron a un proyecto similar de estiramiento de los límites del lenguaje y encontraron en la nada y el vacío, antes que representaciones de una cierta negatividad, oportunidades de generación de nuevos sentidos. En ambos casos, la palabra no sella ni clausura el pensamiento sino que se ve traspasada por un pensar que no termina de cerrarse. Lenguaje y reflexión convocados en un mismo y singular acontecimiento orientado hacia la explosión y la apertura y entendido como un proyecto armado a través de la duda y la interrogación permanentes, la búsqueda del sentido y la desconfianza frente a cualquier tipo de destello identitario.
Un tema reiterado en la poesía contemporánea es ese que cuestiona la capacidad del lenguaje en su labor de fijación y control de la realidad, ese que designa la precariedad de todo saber fundado sobre la palabra. Roberto Juarroz y José Ángel Valente —que fueron siempre extremadamente rigurosos en sus distinciones entre poesía y filosofía, poesía y mística e incluso poesía y literatura— son buenos representantes de un mismo tipo de escritura reflexiva, metapoética y dotada de una considerable densidad conceptual en el sentido de que en sus propuestas encontramos una permanente meditación sobre el lenguaje y su disponibilidad para crear realidad; reflexión y metapoesía entendidas no como actividades solipsistas, autorreferenciales y ensimismadas sino como prácticas inagotables en las que el pensamiento no cesa de explorar el ser de la realidad.
¿Cómo adentrarse en un espacio abierto?, ¿qué territorio es capaz de dar acogida al vacío?, ¿qué vocablo utilizar que dé nombre a lo indecible?, ¿cómo dar forma y figura a la nada sin pensarla como algo?, ¿cómo otorgar representación y sentido al silencio?, ¿cómo decir sin decir, cómo hablar al callar?, ¿qué palabra al mismo tiempo no pronunciada ni silenciada se oculta bajo las palabras?, ¿a qué abismos y misterios nos enfrenta la revelación poética?, ¿qué horizonte de expresión se abre cuando el silencio dice “esta boca es mía”? Estas son algunas cuestiones que ocuparon a Juarroz y a Valente a lo largo de sus respectivas obras literarias, unas propuestas que remiten a una misma idea del texto poético como distancia jamás del todo recorrida. Así, conceptos como “imposibilidad”, “indecibilidad”, “exilio”, “blancura”, “hueco”, “vacío”, “nada”, “fondo”, “fractura”, “agujero”, “borradura” y “silencio” resultan centrales a la hora de referirnos a unas poéticas enfrentadas constantemente al riesgo de la desaparición, articuladas, como diría Valente, como una “experiencia abisal”, un desafío del lenguaje enfrentado a la contingencia de su propia extinción.
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Poeta, ensayista, traductor, crítico literario y cinematográfico, Juarroz entendió siempre la palabra como una herramienta de generación de conflictos y de escenarios inéditos y llegó a ser ese poeta que —sin haber disfrutado nunca del favor de una recepción mayoritaria— desde muy pronto logró convocar la atención y el interés de un grupo más o menos reducido de lectores que encontró en su escritura un lugar de reflexión y compromiso permanentes con el lenguaje poético (entre ese enterado grupo de lectores incondicionales se encuentran Antonio Porchia, Vicente Aleixandre, René Char, Julio Cortázar, Octavio Paz, Luis Rosales y Philippe Jacottet). Desde 1958, año en el que publica Poesía vertical (primera entrega de una serie de catorce), Juarroz no dejó de explorar en una poética fundada sobre un imposible, una especie de paradoja basada en la consigna: “el poema es presencia y ausencia a la vez” (Juarroz, 2012: 317), una paradoja que convirtió en el centro de un universo singular que funciona no tanto como un hábil juego lingüístico o un recurso retórico más o menos efectista sino como una puesta en cuestión de esas certezas que habitualmente nos rodean y que proporcionan aparentes dosis de seguridad. Juarroz, ocupado en la tarea de encontrar una voz propia, entregado a la poesía no como una actividad comercial y pasajera plegada al dictado de la moda, el gusto social o el aplauso de la crítica, sino como un espacio desde el que tratar de responder a las preguntas esenciales, trabajó durante mucho tiempo en esa primera entrega de Poesía vertical, actitud que mantendría a lo largo de toda su trayectoria. Juarroz daba entonces ya algunas claves sobre lo que habría de ser su universo literario: profundizar en la poesía quizás no tanto como una forma de conocimiento sino de pensamiento, mantener una relación rigurosa y extrema con el lenguaje, huir de fuegos retóricos de artificio y experimentos formales espectaculares, hacer del poema un lugar de crítica y reflexión y no un repositorio de anécdotas biográficas, sociales o incluso históricas.
Por su parte, Valente desarrolló de forma paralela a su escritura poética —iniciada en 1955 con A modo de esperanza— un trabajo crítico-ensayístico en el que encontramos algunos textos de extraordinaria lucidez (dos registros —el teórico y el poético— que se superponen y complementan con frecuencia). Desde Las palabras de la tribu (1971) hasta La experiencia abisal (publicación póstuma de 2004), pasando por La piedra y el centro (1983) y Variaciones sobre el pájaro y la red (1991), Valente prestó atención en sus diferentes trabajos a temas, problemas, autores y obras de las más diversas tradiciones culturales, místicas y religiosas (muchos de ellos alejados de sus respectivos cánones), y esa atención orientó asimismo los cauces por los que transcurrió su singular obra poética, condenada a saberse presa, paradójicamente, de su propia infinitud significativa; de esta manera, Valente fue tejiendo una producción en cierto modo palimpséstica en la que se aprecian huellas de la mejor tradición castellana de los Siglos de Oro (San Juan de la Cruz, Quevedo), la escritura meditativa y contemplativa (ascéticos y místicos cristianos, judíos y musulmanes), el pensamiento oriental, la poesía de la modernidad (romanticismo alemán, poesía metafísica inglesa, simbolismo francés, surrealismo) y autores posteriores de la talla de Celan, Lezama Lima o Jabès.
Si nos centramos en la poesía contemporánea, comprobamos enseguida que se trata de una práctica tocada por una ausencia de reflexión y pensamiento crítico de la que siempre fue extremadamente consciente Juarroz (1980: 39): “Extirpar el pensamiento de la creación poética la empobrece sin remedio” y, en otro lugar: “también el pensamiento cabe en la poesía” (Juarroz, 2000: 23). El poeta argentino desarrolló a menudo su trabajo en las inmediaciones de eso que él denominaba “mundo del pensar”, hasta el punto de que su escritura, sin dejar de cantar y de contar, es decir, sin renunciar a la sonoridad y el ritmo del canto y a la linealidad y la discursividad de lo narrativo, se asienta fundamentalmente sobre ese tercer vértice que es el pensar, y ello con una coherencia radical, evitando la propaganda, el juego y el espectáculo, lo anecdótico e irrelevante de cualquier referencia personal, histórica, política, temporal o geográfica que pudiera restar a su escritura un ápice de densidad reflexiva.
Así pues, nos encontramos con unas escrituras dotadas de una altísima solidez conceptual que demandan un lector liberado de prejuicios y estereotipos, dispuesto a romper con las más anquilosadas formas de concebir la lírica y a perderse entre los intersticios de un lenguaje atravesado de continuas paradojas, antítesis y contradicciones. Y aunque estas escrituras hayan sido con frecuencia consideradas como una poesía del pensamiento, filosófica, metafísica o cerebral, lo cierto es que esas etiquetas resultan finalmente demasiado rígidas y estrechas. Juarroz apuesta por una poesía entendida como una aproximación, una “aventura a la intemperie” orientada hacia la búsqueda de los extremos que pueda alcanzar el ser humano, un lenguaje que comienza a funcionar allí donde la lógica y la razón finalizan sus trabajos al encontrar sus límites, que insiste y se arriesga en su pretensión de explorar ese territorio, la profundidad, en donde la conciencia se disuelve, las palabras se adelgazan hasta casi desaparecer y cabe la posibilidad de no haber nada.
Así, una vez abierta la grieta de la disparidad cultural, puede avanzarse hacia lo que se encuentra “más allá del simulacro” (Juarroz, 2000: 24), hacia el reconocimiento de una metáfora comprehensiva de la otredad que revele tanto los efectos de la diferencia como las condiciones que pueden hacer posible el reconocimiento del otro y, con él, el entendimiento mutuo. Por ese itinerario han avanzado esos escritores que desde muy diferentes tradiciones culturales y al calor de diversas poéticas han desarrollado proyectos encaminados a situar al ser humano, como apuntaba Juarroz (1980: 25), “en su absoluto despojamiento”, consistentes en la liberación de lastre identitario, convencidos de que esa carga supone siempre una dificultad añadida en el intento de redimir el mundo de la losa de tópicos y prejuicios que lo mantiene estrangulado, pensándolo e imaginándolo de otra manera, proyectos que responderían a la afirmación: “La poesía es mi identidad” (Juarroz, 1980: 82). Juarroz abre así una grieta en el muro de las convenciones y los tópicos que le permite intuir lo que hay al otro lado y, de este modo, vincular y al mismo tiempo trastrocar las cuestiones de la identidad y la otredad. Nos encontramos con una poesía que, lejos de apaciguar o clausurar conflictos y sentidos, no deja de abrirlos y cuestionarlos al promover iniciativas inéditas de pensamiento.
Juarroz avanzó por ese itinerario sin saber muy bien adónde le llevaría su escritura, quizás intuyendo que la profundidad implicaba una ruptura de los límites y que ese sin saber contenía ya un conocimiento secreto, un modo latente de sabiduría, convencido en todo caso de que la aventura pasaba necesariamente por una estrategia de vaciado radical: desactivar, desaprender, deshacer, desnombrar, desnudar, desandar, vaciar el mundo de las palabras que lo cubren y contemplarlo como si lo observáramos por primera vez, con una entremezclada sensación de inocencia, asombro y extrañeza, ingredientes de una poética que encontramos a menudo en Juarroz.
Ese viaje se materializa a través de una escritura que es consecuencia de la intensidad y el amor a la vida, capaz de acoger la última aspiración y, frente a toda esperanza, la posibilidad de seguir esperando, una actividad que, al tensar los límites del hombre y del lenguaje, permite intuir que en la realidad hay acontecimientos que no encuentran representación en la pantalla de un ordenador, olvidados en el trastero de la historia, arrastrados incluso, como denunciara Juarroz (1980: 61), por “esa especie de discurso de la vida que distrae de la vida y aun llega a ocultarla”, todo ello con la certeza de que “el revés es la zona / donde se encuentra todo lo perdido” (Juarroz, 2012: 182); solo con acciones de este tipo se puede conseguir que la palabra se ponga en el lugar de aquello que no puede hablar, solo así se puede hacer de la poesía la manifestación de una cierta impersonalidad y no, como es habitual, el reflejo de una subjetividad centrada en el yo, dando de paso una mayor presencia a la otredad entendida como ese inmenso campo abonado de silencio que se encuentra al otro lado de nuestros límites y da cuenta de todas las carencias. En cierto modo, Juarroz intenta con su escritura tensar los límites del lenguaje hasta romperlos modificando así las fronteras del mundo, a partir de un pensamiento asistemático y roto que encuentre la fortaleza en su fragilidad y elasticidad y que cuestione las estrategias retóricas, analíticas y conceptuales con que habitualmente interpretamos las cosas del mundo.
El título que Juarroz dio a su propuesta poética, Poesía vertical, refleja la dirección de esta escritura, entendida, al margen de todo tipo de modas y tendencias, como una oportunidad radical para establecer un enfrentamiento sereno y riguroso con el lenguaje. Espacio sin fondo ese hacia el que nos arrastra esta poesía, que se presenta ya no tanto como el lenguaje llamado a revelar el enigma sino como el escenario en el que han de surgir nuevos y más profundos interrogantes y, en el caso de que lo tenga, se trata de un fondo que no cierra ni clausura nada sino que abre la herida de la posibilidad, indica la apertura de lo que no tiene nombre, de lo que es sin ser (todavía): “Sí, hay un fondo. Pero es el lugar donde empieza el otro lado” (Juarroz, 2012: 127), un fondo que indica no un cierre sino el comienzo de un espacio todavía no hollado. A ese lugar nos traslada esta poesía.
Aunque se trata de un motivo recurrente en la historia de la poesía universal, ha sido sin embargo en la época contemporánea, a partir de algunos textos de Nietzsche y de Heidegger, cuando la nada ha adquirido una mayor preeminencia hasta el punto de que algunos poetas relevantes la han convertido en el centro de su escritura, consolidándola como un motivo medular en la historia de la poesía y del pensamiento. Juarroz es uno de esos poetas y habría que señalar que, en su caso, dicho motivo no es un síntoma de negatividad sino que ha de verse como el desarrollo de un proceso de desvalorización que se aprecia ya en Hölderlin, se intensifica en el “Igitur” mallarmeano y culmina en algunos programas estéticos de las vanguardias históricas como la representación simbólica de un lugar hueco a partir del cual es posible construir otras imágenes del mundo. Juarroz (2012: 207) escribe: “Hay que excavar la nada hasta borrarla, / […] / Toda semilla será entonces un hueco”, como si esa nada se encontrara enterrada en algún lugar bajo la superficie, al final de ese pozo sin fondo que lleva hacia el abismo, como si ese borrado fuese la condición previa que nos ha de permitir escribir otro mundo, con la certeza al final de que nuestra huella-escritura dará únicamente testimonio del vacío.
En esas circunstancias, la nada y el vacío son, más que metáforas, compañeros de un viaje que se emprende al hilo de una consigna orientada por la reducción. Habría que señalar en este sentido que Juarroz defendió siempre una escritura marcada por la renuncia, la desposesión y la pobreza, una poética orientada por la necesidad de romper el silencio únicamente cuando fuera inevitable; concibió así su escritura como una obra con la que se encontró siempre más próximo de una poética del fragmento en la que el balbuceo, la destrucción y la nada son elementos medulares, incluso germinadores, de su propia poesía que de una poética sistemática o de la totalidad, planteamientos que parece compartir, una vez más, con escritores como el propio Valente, Celan o Jabès.
Podemos encontrar algunas similitudes entre Juarroz y otros escritores, desde luego, con Antonio Porchia (un poeta de origen italiano que pasó gran parte de su vida en Buenos Aires entregado a la escritura de un único libro, Voces, y acompañado de un grupo de adeptos entre los que se encontraba Juarroz), o con Gaston Bachelard, sobre todo en lo concerniente a una idea de la poesía entendida como confluencia de imaginación e inteligencia, suma de emoción y reflexión. El pensador francés (citado por el argentino en algunos de sus trabajos y con quien coincide en su concepción de la verticalidad del tiempo poético) afirma a menudo que el objetivo prioritario de la poesía consiste en renovar el lenguaje a través de la elaboración de nuevas imágenes. Así, Juarroz pudo tomar de Bachelard la idea de la poesía entendida como una metafísica del instante y posteriormente, con una actitud que podría valorarse como una huella heredada del surrealismo histórico, se expresaría en términos parecidos al afirmar que la poesía es “la palabra en libertad y la palabra de la libertad” (Juarroz, 2000: 49), la palabra, por añadidura, que vendría a suplir todas esas carencias que presentan las lenguas. Esa red de vínculos e intereses comunes entre Juarroz y Bachelard podría muy bien ampliarse a María Zambrano y Valente, de tal modo que en todos ellos encontramos elementos reveladores de un mismo imaginario poético. Valente, que comparte con Juarroz la búsqueda de esa nada esencial desde la que replantear la invención del mundo, mantiene con Zambrano una relación que se va a estrechar en la década de los setenta, cuando el poeta gallego ayude a la malagueña en la ordenación de Claros del bosque, libro de 1978 cuyo título —como es sabido— está tomado de la Lichtung heideggeriana y que remite a ese lugar abierto, como decía el pensador alemán, “libre para la presencia y la ausencia”, donde no siempre es posible entrar y donde, una vez dentro, acaso no se encuentre nada (como sucedía con esa profundidad evocada por A. Porchia en donde las palabras se adelgazan hasta casi desaparecer).
La soledad y silencio son dos puntales básicos en la escritura juarrociana: “No hay poesía sin silencio y sin soledad” (Juarroz, 2000: 27), y en otro lugar: “Pensar es insistir / en una soledad sin retorno” (Juarroz, 2012: 246); el silencio —junto a la nada, el abismo, la grieta, el salto y el límite— forma un entramado simbólico importante en una poesía como esta y remite a un espacio que puede cumplir diversas funciones: indicar el lugar del origen y la creación, señalar la incapacidad del lenguaje para nombrar el mundo, abrir el paso a la otredad. La soledad, por su parte, cultivada como un tesoro en los años de su primera juventud, acabará posteriormente imponiéndose como la columna vertebral de su escritura, lección que Juarroz pudo aprender del magisterio y el compañerismo cómplice de Porchia.
La poesía juarrociana se sostiene sobre una cierta simultaneidad asimétrica y descompensada, es presencia y ausencia, palabra y silencio, materialización y promesa de diferentes realidades que el texto muestra u oculta entre sus líneas, sentidos satisfechos y posibilidad nunca saciada de sentido que remiten a una misma idea del texto poético como distancia jamás del todo recorrida. Así, al igual que ocurre con otros grandes escritores de nuestro tiempo (Blanchot, Celan, Jabès, Char), Juarroz y Valente elaboran unas poéticas articuladas como un desafío del lenguaje a la posibilidad de su propia extinción, poéticas con las que demandan la necesidad de “cultivar el vacío” (Juarroz, 2012: 262) y que se presentan como “una visionaria y arriesgada tentativa de acceder a un espacio que ha desvelado y angustiado siempre al hombre: el espacio de lo imposible, que a veces parece también el espacio de lo indecible” (Juarroz, 2000: 8), un lugar, en todo caso, muy cercano a la imaginación creadora que estudiara Bachelard y a ese espacio de lo sagrado que explorara Zambrano; aproximarse siquiera a ese lugar exige tensar el pensamiento hasta el máximo posible sin que ello suponga desmantelar la razón para lograr mayores espacios de irracionalidad, pasa por hacer nuestra la paradoja de creer en la imposibilidad como revelación de la posibilidad, esto es, en palabras de Juarroz (1980: 98), se trataría de mantener “una especie de fe en la imposibilidad de hablar en profundidad de la poesía como revelación de la posibilidad de vivirla y crearla”.
Por su parte, Valente publicó en 1979 un texto titulado “Palabra” —incluido en Material memoria— que puede interpretarse como un extraordinario ejemplo de una poética de la desintegración y la vacuidad y en el que, entre otros versos, leemos: “Palabra / hecha de nada. // Rama / en el aire vacío. // Ala / sin pájaro. // Vuelo / sin ala” (Valente, 1992: 21), y de 1982 es Mandorla, libro que se abre con unos versos tomados del poema homónimo de Celan, cosa nada extraña dada la admiración y el interés que Valente mantuvo siempre por el autor de La rosa de nadie; mandorla remite a lo hueco, cóncavo y vacío, al espacio donde se encuentran lo visible y lo invisible, y ahí se lleva a cabo una rigurosa exploración sobre el umbral del silencio y la posibilidad del habla, el vaciamiento del espacio y la deconstrucción de la identidad, en uno de los más radicales ejemplos de poética de la nada y del silencio que ha dado la poesía contemporánea en español: “Lo que se comienza por crear es la nada, el principio absoluto de toda creación es la nada […]. El artista se hace vaciándose a sí mismo” (Valente y Tàpies, 2004: 18), idea sobre la que vuelve en otro lugar: “crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío, un espacio vacío” (Valente y Tàpies, 2004: 33); y en su poesía encontramos textos en los que la nada es el estado deseable y la señal de toda posesión: “Cuando ya no nos queda nada, / el vacío del no quedar / podría ser al cabo inútil y perfecto” (Valente, 1982: 43). Posible enseñanza: desposeídos de todo, todavía queda un vacío imposible de perder.
En todo caso, lenguaje y silencio se implican y exigen mutuamente, de tal manera que el primero no surge sino de la ruptura o corte del segundo y que el silencio no rige para sí mismo, enseña que para callarse, en definitiva, hay que hablar. Y con respecto a la poesía, cabría decir que lenguaje y silencio no solo se implican y exigen recíprocamente sino que llegan a actuar de manera conjunta, compartiendo un mismo escenario dado que la palabra poética, al decirse, vive tanto en la manifestación del lenguaje como en la posibilidad de todos los sentidos silenciados. Así, Valente (1983: 63), al hilo de la palabra mística de San Juan de la Cruz, se ha referido a “esa palabra [poética] que pone en tensión máxima al lenguaje entre el decir y el callar. La palabra dice así lo que dice, a la vez que dice lo que calla”, tensión que también encuentra en el lenguaje poético; en un ensayo sobre Jabès escribe: “Hay un difícil equilibrio entre el decir y el callar, entre lo proferido y lo indecible. Toda palabra —sea la del místico o la del poeta— se sitúa en ese escueto filo” (Valente, 2004: 56). Y con frecuencia a lo largo de su obra ensayística ha activado las relaciones entre pensamiento filosófico y experiencia espiritual con la intención de indagar en lo que es el poema: “animal de fondo”, dirá Valente (2004: 24), sirviéndose de una expresión juanramoniana, palabra escondida entre otras palabras, figuras y signos compartiendo con blancos y silencios un mismo lugar. Lenguaje y silencio condenados de este modo a compartir la extensión de un mismo desierto atravesado por la longitud del habla y cuya medida es la profundidad de su vacío, como muy bien supo ver el místico y heresiarca aragonés Miguel de Molinos, ese “zahorí del vacío o de la nada” (Valente, 2004: 174).
Pero, ¿quién habla cuando el lenguaje habla?, y ¿quién deja de hacerlo cuando el lenguaje es arrastrado hacia el silencio?, cuestiones vinculadas en todo caso con la identidad del sujeto y sus relaciones con el lenguaje: ¿somos nosotros quienes decimos la palabra o es ella la que al pronunciarse nos dice a nosotros? En todo caso, parece tratarse de una palabra con un poder extraordinario de revelación, incluso en sus formas de ausencia, inexistencia e imposibilidad, tal como afirma Valente en Tres lecciones de tinieblas, libro de 1980: “tu propia creación es tu palabra: la que aún no dijiste: la que acaso no sabrías decir, pues ella ha de decirte” (1992: 62), e idea sobre la que vuelve en Mandorla: “Ahora no sabemos si la palabra es nosotros o éramos nosotros la palabra” (1982: 44).
De este modo, cabría decir que la experiencia poética consiste en el desdoblamiento de una realidad inicial en una realidad imaginaria que no se deja atrapar, cuyo rostro desaparece al ser contemplado y cuya palabra es solo el anuncio de una voz futura, el aviso de una realidad que no se ha materializado aún. Avanzar por esa senda, como señala Juarroz (1980), solo es posible a partir del cumplimiento de ciertas condiciones: una idea de la poesía que implique una ruptura con la parte más aparente y visible de la realidad y desarrollada como una práctica indagatoria dirigida hacia ese hueco sin fondo de las cosas que denominamos vacío.
Y esa inquietante presencia del vacío que algunos perciben como una carencia, la amenaza, en cualquier caso, de que algo ronda por ahí desafiando nuestros límites, y que otros interpretan como la antesala de una realidad distinta que hemos de colmar con inéditas imágenes, es asimismo un motivo recurrente en la escritura de Valente, como sucede, por ejemplo, en “De la luminosa opacidad de los signos”, poema de Treinta y siete fragmentos (1972) que recrea un proceso de búsqueda de uno mismo en el que el contemplador acaba convirtiéndose en lo contemplado, el intérprete en el objeto de la interpretación, y ello en una estructura circular, especular y abismática que recuerda esa brevísima y fascinante historia a la que Jorge Luis Borges alude en el “Epílogo” de El hacedor (1960) en la que se cuenta el caso de un hombre que —proponiéndose la tarea de dibujar el mundo con todo tipo de imágenes, objetos, animales, instrumentos y personas que fue encontrando a lo largo de su vida— descubre, poco antes de morir, que ese laberinto de líneas traza la imagen de su rostro.
Valente nos dejó su propuesta acompañada de un aviso para navegantes: “ir más allá de las palabras. La palabra poética empieza justo donde el decir es imposible” (Valente y Tàpies, 2004: 26), una propuesta que exige de quienes estén dispuestos a llevarla a cabo el precio de la desposesión, la liberación de todo lastre innecesario, materializada en su caso en forma de escritura poética y teórica y desarrollada a lo largo de casi cincuenta años. De este modo Valente fue orientándose hacia un lenguaje que hizo de la nada y el vacío sus señas de identidad características (y probablemente no haya paradoja mayor que la de cifrar la identidad en la nada), un lenguaje en el que las palabras fueron desprendiéndose progresivamente de sus significaciones con la única intención de manifestarse, aparecer —sin más— en el poema. Una propuesta incompleta e insuficiente pero radicalmente coherente, articulada sobre un lenguaje que no renunció nunca a mantener tensas y conflictivas relaciones con la realidad (de ahí en gran medida el carácter político del mismo), un lenguaje abierto, descentrado, orientado hacia la materialización de grietas, agujeros y vías de escape en el vacío, un lenguaje dispuesto a revivir en todo momento la experiencia del exilio, la otredad y la extranjería, donde la voz del sujeto tiende a callarse para dar paso a la voz y el rostro del otro.
Palabra poética: construcción de realidad. Se escribe, sí, a partir de una conmoción, una insatisfacción, a partir del deseo de superación de una determinada realidad o, en expresión de Juarroz (2000: 17-18), “la poesía crea más realidad, agrega realidad a la realidad, es realidad”, sobredosis de realidad, contrarrealidad. Pero esa situación inicial debe vestirse (y todo vestido oculta algo) con palabras dado que eso —palabras y no otra cosa— es lo que leemos en los textos literarios; esto, sin embargo, no niega el hecho de que la poesía emerge allí donde el lenguaje se retira, da paso a la suspensión del habla y, con ella, a la posibilidad de la palabra. El lenguaje sería así la tapadera que oculta el silencio en el que emerge la poesía o, a la inversa, la poesía podría ser un contralenguaje —un antilenguaje, escribirá Juarroz— que late en el silencio que respira bajo las palabras.
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Habitar ese territorio en el que las palabras son insuficientes o no dan testimonio de lo que pasa o resbalan y caen por su propio peso, ese lugar en el que el pensar no se detiene y el hablar se hace más y más dificultoso, ese es el desafío que algunos escritores han asumido en su trabajo. Juarroz y Valente fueron algunos de ellos, escritores que no dejaron de merodear en los límites de la palabra, junto a ese inquietante campo abonado por el silencio, y al hacer eso mantuvieron vínculos con ciertas tradiciones culturales alejadas entre sí en el tiempo y en el espacio pero unidas por una misma sabiduría que ha renunciado a saber y que encontramos en algunos capítulos del Tao, el budismo Zen y determinadas corrientes más o menos heterodoxas de la mística cristiana, judía y musulmana. Y en ese escenario nos situamos cuando leemos ciertos textos literarios que hacen de la imposibilidad, la indecibilidad y la contradicción sus bases más sólidas. En esos casos, la literatura solo puede ser medida a partir de un pensamiento poético no sometido llamado a liberar la historia del peso de su historia, orientado a impulsar la posibilidad de un mundo inédito, y para llevar a cabo ese proceso es preciso desprenderse de todo lastre, desterrar del mundo todas las palabras que a lo largo de la historia lo han cercado, “retroceder de todos los lenguajes” (Juarroz, 2012: 302).
“Hablar poco es lo natural”, aconseja un proverbio del Tao Te King. Entonces, si lo natural es hablar con mesura, ¿por qué empeñarnos en borrar el mundo con el manto al mismo tiempo verborrágico y huero del lenguaje?, ¿por qué insistir en quebrar el orden original del silencio con el ruido inane de las palabras? Propuestas poéticas como las que Juarroz y Valente llevaron a cabo con intensidad y rigor son buenos ejemplos de lo que debería ser una relación radical con la palabra en la que la acción y el acontecimiento consistan en escribir solo y sólo cuando sea inevitable, cuando estemos atrapados y no quepa otra salida entre el silencio y la desesperación, aun con la certeza de que el conocimiento del mundo —como pensaba Celan— es deudor del conocimiento de las palabras, aún con la trémula esperanza de que al final —después de todo, tras la puerta que da paso al tiempo de las pérdidas y las reconciliaciones— haya alguien ahí, un semejante, en ese lugar ocupado ahora por el poema y del que el poeta ya ha sido desplazado.
Alfredo Saldaña
Zaragoza, España, EdM, abril 2017
JUARROZ, Roberto (1980). Poesía y creación. Diálogos con Guillermo Boido, Buenos Aires, Carlos Lohlé.
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