“
n la selva hay más ojos que hojas”, dijo Lirio mientras señalaba un cartel que prohibía la caza, lleno de frases amenazantes grabadas sobre la pintura amarilla que dejaban la chapa al desnudo. Arte cazador, como en la cueva de Altamira. En ese instante se me vino la imagen de los ojos escrutadores recortados sobre la oscuridad, recurso habitual en los dibujitos animados. Pero en la Amazonía es distinto. El panorama visual me mostró una especie de interposición de muros levantados con millones de ladrillos en distintas tonalidades del verde, el amarillo y el marrón. Los ojos se camuflan con las hojas. O las hojas miran. Se hacen carne y son carnívoras. Uno se siente observado y, lo que es peor, a punto de ser comida. Aunque los animales no parezcan ser el peligro preponderante. El guía nos contó que en su primera experiencia con ayahuasca los esqueletos de los cazadores, con sus ropas y armas, emergieron de la vegetación y lo rodearon un buen rato al mejor estilo muertos vivos. La purga de su miedo ancestral tenía como objeto al mismísimo hombre depredador. Y en las oquedades de sus calaveras latían ojos fantasmas. Eso nos quería decir Lirio, en la selva no es necesario acreditar la existencia de ojos para sentir el peso húmedo de las miradas sobre uno.
En otro trayecto de la caminata por la selva, nuestro guía de nombre florido que iba adelante con su machete abriendo la picada, se dio vuelta de repente y nos preguntó de la nada: “¿Qué harían si vieran un felino?”. La perplejidad que me provocó el planteo vino acompañada de un temor irracional. “Hay un felino”, pensé. Y de nuevo la sensación de ser un eslabón intermedio en la cadena alimenticia. Pero era una joda. O en realidad había sido un interrogante autosuficiente, una especie de haiku como el de los ojos, una pregunta soltada al viento para ser inmediatamente respondida por él, nacido y criado en el pueblo quechua que habita esa zona de la Amazonía ecuatoriana. Y de paso reírse un poco de los gringos. Luego de fijar una nota mental sobre las acciones a seguir si me topaba con “un felino”, la deseché enseguida al imaginarme la situación. Actuaría como una cebra, incapaz de tener la sangre fría suficiente como para no salir corriendo a los gritos.
Los saberes en ese lugar adquieren un valor inestimable. La tan mentada ley de la selva no está escrita y menos aún requiere de personas alfabetas para su cumplimiento. De hecho, saber leer puede ser lo menos importante. A menos que descifrar las amenazas de los cazadores sea una prioridad. En todo caso, en la selva cotiza más saber cuál es el antídoto para determinada mordedura o picadura de reptiles e insectos. Y conocer los tipos de reptiles e insectos, claro, porque según de cuál se trate varía el antídoto. Lirio ostentaba como trofeos de guerra sus tres o cuatro cicatrices bordadas por distintas serpientes. “Si te muerde una, lo primero que hay que hacer es matarla” (otra nota mental, otra vez al tacho de basura). Así no se escapa y no te quedás con la duda mortal de qué menjunje hay que preparar para detener el avance del veneno en sangre. Remedio que se consigue ahí mismo en la selva, ya sea hirviendo a los tumbos ciertas raíces, dejando macerar a contrarreloj determinados yuyos en un mortero o extrayendo el jugo de una corteza específica. Pero para zafar también hay que saber distinguir entre la multitud de hierbas que crecen como hongos y viceversa.
Muchas de estas incertidumbres, angustias y dilemas que pueden aguijonear a cualquier occidental –bueno, a cualquier persona no habituada a la selva– en semejante lugar son expuestas con mayor detalle empírico y espesor reflexivo por Werner Herzog en La conquista de lo inútil, su diario de filmación de Fitzcarraldo. Un compendio de notas mentales y a la vez diario de viaje y de estancia. Entre otras postales autóctonas, el director alemán observa y describe a los animales domesticados por los habitantes humanos de la Amazonía peruana (o bien, a los humanos mimetizados con los animales). Allí conviven gatos y chanchos, caimanes y gallinas, perros y papagayos. La granja, el hogar y la selva se subsumen en un solo espacio donde una joven le puede dar la teta a un cerdito guacho. Su estadía plagada de contratiempos con su proyecto fílmico y de largas y aburridas contemplaciones lo llevó a odiar la selva: por pútrida, obscena, pegajosa. Por cárcel infinita. Por omnívora. La Amazonía se come todo, el tiempo, las máquinas, la carne, los proyectos. Es un agujero negro-verde que engulle cualquier agente extraño para asegurar el oxígeno del planeta.
Y en la línea de las metáforas planetarias, como felpudo frondoso del mundo, esconde debajo de las copas de sus árboles todo lo que la moral social tacha de indeseable: narcotráfico, pueblos indígenas, buscadores de oro, caza y tala ilegal, pobreza estructural, “salvajismo”
La antropóloga Ana Pizarro trazó un mapa de los discursos que circulan en torno a la región amazónica desde la conquista ibérica hasta la actualidad y la tónica persiste: siempre habla alguien de afuera, ajeno al lugar. Qué otra cosa, si no, hace el cronista. Ahora bien, ¿quién si no podría hablar de ese lugar con una mínima fascinación? En principio, sus propios habitantes. Lirio, sin ir más lejos, tiró varias postas. Y a pesar de tener mucho mundo encima (casado y divorciado con una suiza con la que vivió en Europa un par de años y tuvo una hija), es un amazónico de la región del Napo. De todas formas, por más que su oralidad sea respetada, en este texto aparece hablado y volvemos al comienzo del dilema. Hablamos del Amazonas como objeto pasivo. Y aunque se pueda objetar un tanto jocosamente que también somos pasivos del Amazonas (somos vestidos, alimentados, medicados, purgados, oxigenados, amoblados), ese rol aparentemente activo de la región se produce a costa de su dominio, de la explotación técnica de la naturaleza: árboles tajeados, sangrando caucho para la confección de calzado y pilotos que impermeabilicen la lluvia en las metrópolis; árboles talados masivamente para la producción maderera y el agrocultivo.
Durante aquella excursión guiada por Lirio a orillas del Río Napo, tomé nota de algunas de estas cuestiones. Notas mentales improductivas (¿la conquista de lo inútil?) que no salvarían a nadie de la caricia de un felino, el beso de una araña o el abrazo de una serpiente. Entre esos divagues, me repercutió por años lo difícil que es ver el cielo con los pies puestos en la tierra oscura y húmeda de la selva, donde nunca llega el sol. Salvo que se transite por alguno de los ríos plagados de meandros o que se llegue a una zona de tala forestal, no existe el cielo abierto en la Amazonía. Qué es la selva sino un techo verde para el machetero que sabe que para ver el cénit tiene que trepar, porque en la selva nunca es otoño. O qué para el explorador aéreo sino una alfombra sobre la que es imposible pisar y bajo la cual se esconden misterios parangonables a los del océano. Techo y suelo.
Poso la mirada sobre la imagen satelital y la incógnita de ese manto verde homogéneo se potencia. Los ojos que quieren mirar a la Amazonía cómodamente desde un monitor no pueden ver nada. La selva es lo que menos puede narrarse por medio de un mapa. Aunque un segundo pantallazo pueda sugerir lo contrario: un río serpenteante como metáfora de la ubicuidad de los ojos de la selva. Los ojos que proliferan más que las hojas se encuentran tanto por debajo como por encima de las copas soleadas de los árboles, acechándose entre sí, trazando en las trayectorias de sus miradas millones de vectores imaginarios que podrían atravesar a cualquier desventurado en múltiples puntos del cuerpo. Como las esquirlas de una explosión de vida.
Luciano Beccaria,
Buenos Aires, EdM, septiembre 2017
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