Comeríamos la mesa, si nos lo ordenasen las Escrituras.
Todo se come, todo se comunica,
todo, en el corazón, es cena.
“Hotel Tóffolo”, Carlos Drummond de Andrade
Al mediodía nunca encontramos abierto ese lugar. Abre, apenas, unas horas a la noche. Hay una señora mayor como encargada de la barra. Parece estar leyendo, aunque en su mano izquierda tiene un bolígrafo. Quizás redacte una carta, o complete palabras cruzadas. A un par de metros, en una mesa un hombre chequea papeles. Corrobora datos o los transcribe en una computadora medio baqueteada.
Nos decidimos a entrar. Antes de terminar de acomodarnos un hombre se nos aproxima. Tras el saludo cordial explica, carta en mano, cómo se llama el plato sugerido del menú. No comprendí parte de la explicación. Sonríe, desliza el infaltable licença y se retira un par de metros más allá para dejarnos elegir. Su traje azul resalta su estatura y su delgadez.
El amplio salón, enclaustrado en el tiempo, tiene su encanto. La mirada discurre hacia todos lados. Los pisos calcáreos tienen en el centro una estrella tartésica, la de ocho puntas, verde petróleo. Los bordes de cada mosaico son de color borgoña, de líneas anchas. El conjunto compone una grilla armónica. El largo de los estantes hace suponer que supieron estar abarrotados: ahora los cubre el vacío y unas pocas botellas de vino tinto. Cada mesa tiene un mantel a cuadros, los condimentos en frascos plásticos, un palillero, una pequeña lata de aceite de oliva y un salero con forma de pera invertida, la tapa roja simula ser un sombrero. De fondo se escucha un chorinho magistralmente ejecutado. No hay pretensiones de deslumbrar. Nada simula ser moderno, ni busca resaltar en lo vintage.
En la pared del fondo sobresale una acuarela, pero me distraen más las tres o cuatro fotos enmarcadas, en blanco y negro. La curiosidad requiere que el comensal miope se acerque para no perderse los detalles. Sin abandonar su mesa, aunque sí las cuentas, el hombre señala al que fue su abuelo. –Vino de Italia hace 118 años cuando esta ciudad era una aldea. Me pide que le preste atención al número de patente del antiquísimo automóvil –un Ford T, o un modelo parecido–: eso indica que fue de los primeros que hubo. Antes de entrar al local, me llamó la atención el cartel de chapa que asoma desde el balcón del primer piso. Anuncia el nombre del Hotel y un número de teléfono. No me animo a preguntar si tiene vigencia, o si sólo persiste como restaurante. El hombre advierte mi duda y responde, sin disiparla, que siempre lo atendió su familia, durante distintas generaciones. Pregunta de dónde provengo y arriesga, antes de que conteste: ¿italiano? No. La familiaridad no viene por ese lado. Le agradezco la explicación y vuelvo a la mesa.
Vuelve a aparecer la incertidumbre que teníamos antes de entrar al local. Como si confluyeran en este lugar una dosis de tentación con otra de resquemor. Ambas sensaciones vienen de un mismo lado. Habíamos pasado un par de veces, en noches sucesivas, por la puerta. Nunca vimos más de una mesa ocupada, quizá dos. Habrá que esperar.
Minutos después de pedir la comida entró una familia. Son cinco, se sientan cerca, juntando unas mesas. Piden algo de comer y cervezas. Nos sorprendió que no se dirigieran la palabra en toda la noche. Una hora y media de silencio. Las botellitas de cervezas se van acumulando. Basta un gesto apenas. Los adolescentes le prestan atención a sus teléfonos celulares. Los padres a sus vasos.
El temor a haberle errado de comedero va en aumento. Tanto como la fila que se forma en la vereda. La misma llega a la puerta de este local. Salgo a ver de qué se trata. Son cerca de treinta personas, de distintas edades, que esperan entrar en un coqueto restaurante, unos metros más allá. Habíamos cenado allí antenoche, no se entiende el por qué del gentío y la espera. A riesgo de no ser interpretado le pregunto a uno si había algo especial ese día: un recital, un invitado. Es el último de la cola, me mira con recelo y algo de desconfianza. Pero me dice es un restaurant. Obrigado, respondo obligado. Mi media lengua no da para decir: “eso ya lo sabía, tarambana”.
Vuelvo sin novedades a mi mesa. El hombre de la computadora desapareció. Su máquina también. Minutos después asoma, tras la barra. Va de acá para allá, ahora tiene la camisa arremangada. Compone una curiosa coreografía con la señora que antes llenaba crucigramas. Alternan un ir y venir: de la barra a la puerta que los separa de la cocina. En minutos, frente a nosotros aparece una pirámide gigante de colores. Puedo distinguir carne cortada y papas, lo demás no sabría explicar. La fuente tiene una plancha metálica debajo para mantener caliente la comida. Algo no nos cierra: pedimos un plato para dos personas. La promesa no se cumple: alcanzaría para los siete comensales del salón. Este lugar parece ignorar –o desinteresarse– por cotizar en los cánones de la comida gourmet o por calificar en las redes sociales. No hay bebida en frascos, ni platos de formato exótica. Afuera continúa la fila para el restaurante mejor calificado en las guías de la virtualidad, de tamaño palermitano y sabor universal.
Llega el postre sin haberlo pedido: es un sonido familiar el que suena ahora. Se escucha la respiración de un fuelle. La agitación virtuosa del choro cede paso al fraseo de un bandoneón. El hombre de camisa arremangada se acerca a explicar qué escuchamos: es Rufo Herrera, un músico de Ouro Preto. Otros datos llegarán más tarde: su origen autodidacta y su formación académica; su radicación en esa ciudad desde 1963 y su nacimiento en Córdoba cuarenta años antes; o el haber fundado –veintitantos años atrás– la Orquesta Experimental UFOP, actual Orquesta de Ouro Preto.
El contable de hace un rato, devenido cocinero, señala nuestra mesa y dice: –Hace muchos, muchos años, estuvo sentado ahí Ástor Piazzolla. Herrera tomó clases con él–. La anécdota le da un digno cierre a la cena. Su gesto merece algo semejante: con mi mejor letra garabateo un nombre en una servilleta de papel. –Cuando pueda escuche esto –le digo. –Es otro bandoneonista y compositor excepcional. Se llama Eduardo Rovira.
Tras el intercambio de dicas, llegó el apretón de manos y la partida de aquel lugar que Manuel Bandeira eligió como punto de partida para su Guía sobre esta ciudad, la antigua Villa Rica. Cuenta la leyenda que una noche, Bandeira y otro poeta llegaron al Hotel con intenciones de cenar. Era más tarde de lo previsto y la comida escaseaba. Olivio Tóffolo, el hotelero italiano, les dijo que no tenía qué ofrecerles. Los versos de Drummond sellaron la singular protesta:
Y vinieron a decirnos que no había cena.
Como si no hubiera otras hambres
y otros alimentos.
Como si la ciudad no nos sirviera su pan
de nubes.
Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, julio/agosto 2018
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