ESCRITORES EN SITUACIÓN

John William Cooke, lector del Martín Fierro, por Guillermo Korn


El 19 de septiembre se cumplieron 50 años de la muerte de John William Cooke. La Universidad Nacional de General Sarmiento organizó una jornada de reflexión en torno al pensamiento de este pensador y político. Un fragmento de este texto, reescrito para Escritores del Mundo,  fue uno de los que circuló ese día.

1934. El pibe mayor de los Cooke –Johncito– pasó en los años de secundaria por las aulas del Colegio Nacional. El Colegio Rafael Hernández, desde 1905 incorporado a la Universidad Nacional de La Plata, es otra versión de aquel al que Cané le dio un aire literario y el paso de los años un prestigio elitista. La versión platense del Colegio guarda en la manga un singular naipe a su favor que esgrime al ser comparado con el porteño: su acreditación como reformista. 1934 será recordado por un hecho de masas inédito hasta entonces, el Congreso Eucarístico; dentro del radicalismo como un tiempo de debates entre las corrientes abstencionistas y concurrencistas; y en el ámbito de aquella casa de estudios, como el pasaje entre dos rectorados: el que terminaba José Serra Renón y el que comenzaba Alfredo Calcagno. Es probable que 1934, para el nombre que hoy nos convoca, sea el año en el cuál deba consignarse la aparición –fortuito hallazgo– del primer escrito publicado por John William Cooke. Las páginas que acogieron ese trabajo son las de un periódico, tamaño sábana, que tenía un título no menor al de sus dimensiones: Martín Fierro. En el centenario de José Hernandez. El periódico de pocas páginas, durante sus 19 números, se abocó a la recopilación de datos, referencias, imágenes y anécdotas sobre ese escritor y su obra. Son muy escasas las menciones a esta publicación. De las pocas, las menos le adjudican una pertenencia a la propia Universidad. Las restantes, al grupo Martín Fierro de La Plata. Sería más apropiado cargarle las tintas al tesón de un profesor de ese colegio, que conocía cada verso del poema nacional como pocos y que llegó a sostener –en debate con los puristas de la lengua– que “nada hay en todo el ejercicio del castellano, del ‘siglo de oro’ acá, que alcance la expresividad, el lirismo, el dramatismo, la epopeya, la hermosura de Martín Fierro”. Estamos hablando del escritor José Gabriel. Español de origen y argentino de práctica, radicado desde pequeño en este país. Gabriel era también periodista del diario Crítica, cultivaba la parte cultural y las crónicas de fútbol. El diario de Botana hizo su aporte con la tipografía para la aparición de Martín Fierro. En el centenario de José Hernández, que contó con un financiamiento cambiante número a número. Entre ellos el de Raúl Oyhanarte, Ricardo Levene, el mencionado Calcagno, Alejandro Korn, Enrique Larreta, o instituciones como la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia o los Talleres Rosso. Un recuadro aparecido en el sexto número explicaba que concluía la publicación de los trabajos de los estudiantes de 4to año, del curso de Literatura. Como el que comenzaba así: “La filosofía de Martín Fierro, demás está decirlo, es una filosofía de la experiencia. Casi podría decirse que todas las palabras, todos los actos del personaje en el curso del poema responden a una filosofía, esto es, a una concepción total de la vida; y a una concepción, desde luego, congruente: todos los hombres sustanciales poseen una organización mental férrea”. El artículo era breve. Buscaba “señalar algunos indicios cardinales de la doctrina martinfierresca”. Y marcar las diferencias entre la primera y la segunda parte del poema: la actitud social del protagonista, más rebelde y activa en la primera; y más resignada y razonada en la segunda. “Pierde en esplendidez épica” lo que “gana en serenidad filosófica”. Repasaba la payada con el Moreno y los consejos a los hijos, de ahí a las conclusiones. Este breve escrito que se titula “El filósofo” concluía con una firma que aglutinaba varios nombres. Los dos primeros en mayúsculas, en el nombre y apellido. Los demás no. El primero de la lista era John W. Cooke.
     1940. El docente, polemista tenaz, cuestiona a un académico que hace una comparación en la que el Martín Fierro lleva las de perder. Gabriel levanta la apuesta y dice que “la Eneida es un problema artístico al servicio del imperialismo de una clase, Martín Fierro es un problema humano al servicio de una nación”. Seis años después, en un discurso parlamentario, Cooke enumera las características del “hijo de la tierra”, entre las cuales está el desinterés por la ley. “En cuanto a esta última característica, basta leer Martín Fierro con el auténtico espíritu de la interpretación argentina, y no con el que lo compara con los romances del Medioevo, para darse cuenta del origen y las causas de dicho desprecio”.
       En un par de años, aquel alumno de nombre irlandés, el que encabezaba el listado de los nóveles colaboradores de aquella publicación, vuelve a tomar contacto con el cultor de Carriego y de Whitman que quiere incorporarse a las filas del peronismo. El diputado Cooke le brindará argumentos en favor de esa decisión y le facilita la vuelta a José Gabriel a la Argentina, país del que había partido después de estar preso del tándem Rawson-Ramírez, por combatir –en 1943– contra el comisariato oficial del idioma, lo que lo llevó a emprender un exilio de seis años, entre Montevideo y Lima.
       Desde allí hasta 1957, año de la muerte del profesor, compartirán las mismas banderas políticas. Las que corresponden al movimiento de masas, como solía decirse cuando se hable de una fuerte presencia popular en los actos de convocatoria oficial. Ambos coincidirán en otra plaza, no tan concurrida. Precisemos la fecha: junio de 1955. Precisemos un poco más: el jueves 16. Desde el mediodía hasta pasadas las 17 horas, los cazas Gloster Meteor de la Armada bombardearon Plaza de Mayo, la Casa de gobierno, el Departamento Central de Policía y la residencia presidencial (en donde está la actual Biblioteca Nacional). En el viaje en tren que lo traslada desde su barriada obrera al centro de la ciudad, José Gabriel escuchará comentarios de todo tipo. Que Perón ha muerto, que está todo controlado, que las fuerzas armadas viajan en tren de guerra hacia la Capital. El escritor deja su testimonio: “Desembocamos de repente en el foco bélico, entre cisco de vidrio, charcos de sangre, desparramo de restos humanos, vehículos deshechos, soldados alerta, artillería emplazada, estampidos de morteros, tableteo de ametralladoras, humo, polvo y pueblo, pueblo, pueblo… Veteranos en estos nudos sociales –a seis revoluciones armadas hemos asistido ya, en distintos pueblos– el hábito no nos ha inmunizado contra el miedo, pero nos ha infundido prudencia”. Quien fue cronista de la Guerra Civil Española pondera el cuidado por sobre el sacrificio heroico. Avanza parapetándose en árboles y postes: “dando rodeos, admirando a los valientes que avanzaban por el medio, a pecho franco, aunque sin dejarnos tentar por su ejemplo”. Y se pregunta: “¿A dónde íbamos, con el viejo impermeable por coraza y las manos limpias? No lo sabíamos. Pero sentíamos que nuestro puesto estaba en el lío”. El otro que estaba en el lío era John William Cooke. Sus biógrafos lo sitúan pistola en mano, parapetado detrás de la estatua de Belgrano, con una 45. Algunos dicen que vació dos cargadores. Tres corrigen otros, como si el número agigantara la prueba de valor. Los relatos coinciden en su proximidad a las fuerzas armadas leales que combatían a los insurrectos. Y en atribuirle un pedido a Perón: la creación de milicias obreras. El presidente le ofrece, en esos días, la Secretaría de Asuntos Técnicos. El director de la revista De Frente argumenta su rechazo al cargo diciendo que “no es el momento de la técnica sino de la política”. No es improbable que el docente, devoto del poema de Hernández, haya recordado estos versos: “A naides le dieron armas/, pues toditas las que había/ el Coronel las tenía,/ sigún dijo esa ocasión,/ pa repartirlas el día/ en que hubiera una invasión”. Respecto del requerimiento de su ex alumno puede establecerse un diálogo con la crónica de los bombardeos escrita por Gabriel: “¡Armas, armas! También nosotros las habíamos reclamado”. Sin embargo, su demanda no lo inhibe de prevenir: “no olvidemos que en la Argentina hemos sobrepasado ya, evolutivamente, la revolución democrático liberal, y que, por ende, si el pueblo toma las armas, solo puede ser para emprender una etapa más avanzada. Ahora bien: ¿Quiere el pueblo argentino una revolución bolcheviche?, ¿la quiere Perón?, ¿la quieren ustedes, compañeros?, ¿la queremos nosotros? Entonces: no demos saltos en el vacío. Las etapas se aceleran, no se saltan”. Observar la coyuntura, plantear dudas y señalamientos, imaginar qué vendrá: esa es la tarea que el lector de Trotsky asume por entonces. El joven Cooke, en cambio, advertido del peligro venidero busca torcer el rumbo de las cosas.
       Pero aún en sus decisiones finales ambos conservan ciertas semejanzas. Gabriel al pedir que se aventen sus cenizas después de ser cremado. Cooke, en una humorada extrema, instando a que las suyas se dispersen “poéticamente al viento, tíralas al mar (transo con que las tires al Río de la Plata; lo mismo da cualquier otro río y aún una laguna). Yo viviré, como recuerdo, durante el tiempo que me tengan en su memoria las personas que de veras me han querido; y en la medida que he dedicado mi vida a los ideales revolucionarios de la libertad humana, me perpetuaré en la obra de los que continúen esa militancia”. Cooke es todavía el nombre de una obra viva y una trayectoria inspiradora.

Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, octubre 2018
Imprimir

No hay comentarios:

Publicar un comentario