Voltaire fue uno de los filósofos más representados de la historia del pensamiento occidental. Ello nos permite responder con una sonrisa a su característica mueca burlona, tal como la vemos en el lienzo de Maurice Quentin de la Tour de 1736 o en varias de las conocidas esculturas realizadas por Jean-Marie Houdon. También nos hace posible seguirlo en los paseos que hacía en sus posesiones de Ferney, plantando árboles y dialogando con sus campesinos, como se lo ve en la serie de lienzos que realizó Jean Huber entre 1770 y 1775. Ya dentro de su residencia principal, podemos verlo en su habitación metido en su cama con su gorro de dormir, desayunando y participando de un entretenido diálogo con un distinguido visitante, tal como aparece en el grabado Le Déjeuner de Ferney (1775), de Louis-Joseph Masquelier y François Denis Née. Más aún, en una soleada mañana lo podemos sorprender, gracias a otro lienzo de Huber, recién levantado en la alcôve de su habitación, colocándose sus pantalones y dictándole alguna carta a su diligente secretario. Si se nos ha permitido llegar a compartir tal nivel de intimidad, ¿puede sorprendernos entonces que lo podamos mirar (y quizás envidiar) haciendo el amor con una bella dama, tal como se lo ve en una estampa que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París?
Si continuáramos recorriendo la galería de representaciones de Voltaire podríamos seguir sus pasos en muchas otras situaciones de su vida. Eso sí, en un momento del recorrido sería difícil evitar la sorpresa al posar nuestra vista sobre una escultura de mármol, de gran tamaño, en la que el philosophe aparece esculpido de cuerpo entero, anciano y casi totalmente desnudo. Obra de Jean-Baptiste Pigalle, el “Fidias francés” según Voltaire, esta obra se aparta notablemente de las representaciones que tradicionalmente se hacían de los intelectuales ¿Cómo interpretar esta manera representar a un intelectual?
Comencemos por mencionar cómo surgió la idea de realizar semejante escultura. En abril de 1770, tras una cena en el salón de Madame Necker, una sociedad literaria conformada por philosophes de la talla de Denis Diderot y Jean Le Rond D´Alembert tomó la decisión de homenajear a Voltaire con la erección de una estatua. Abrieron una suscripción pública y comisionaron para su realización a Pigalle, en ese momento en el pináculo de su carrera. El escultor presentaba el proyecto con estas palabras:
“El príncipe de la literatura está sentado sobre un paño que cuelga por la espalda de su hombro izquierdo y envuelve por detrás todo su cuerpo. Lleva la cabeza coronada de laurel; el pecho, el muslo la pierna y el brazo derecho desnudos. Tiene en la mano derecha, cuyo brazo cuelga, una pluma. El brazo izquierdo está apoyado en el muslo izquierdo. Toda la posición es de genio. Hay en su cabeza un ardor, un carácter sublime”
En el pedestal de la estatua se incluiría la siguiente inscripción: “A Voltaire vivo, por sus compatriotas literatos”. Halagado y fiel a su sentido del humor, Voltaire proponía cambiar el término “vivo” por “moribundo”. La estatua, que casi lo transformaba en un emblema, era una fuerte señal de reconocimiento de los philospophes a su figura.
Pigalle puso manos a la obra, viajando a Ferney para realizar un modelo de la cabeza de Voltaire, que por su parecido al original causó una muy buena impresión. Es muy probable que el escultor haya seguido algunos consejos de Diderot, quien opinaba que las estatuas debían expresar la reputación del personaje representado [1]. Ahora bien, ¿por qué semidesnudo? Es difícil evitar la tentación de invocar aquí el ideal neoclásico: estaríamos hablando entonces de una desnudez “heroica”, propia de los héroes de la antigüedad clásica. Surgía así un “héroe” del pensamiento de la Ilustración. Pero hay un detalle no menor que agrega riqueza al significado: Pigalle no representó un cuerpo ideal, tal como lo exigía el canon neoclásico, sino el de un anciano decrépito, y por cierto que lo hizo con gran realismo. Suele sostenerse que tras ello se encuentra la idea de un triunfo del intelecto sobre la finitud y decadencia del cuerpo humano, mostrando así que el genio de Voltaire trascendía su envejecido cuerpo.
Cuando la estatua fue presentada causó un gran escándalo. La idea de representar a un anciano desnudo era impactante, y dio lugar a una abultada cantidad de comentarios sarcásticos, como el de Gustavo III de Suecia, que proponía abrir una suscripción con el fin de adquirir un saco para vestirlo. Incluso el mismo Voltaire tuvo sus dudas, aunque por otros motivos. Temía que el hecho de ser presentado como “príncipe” de los ilustrados terminara por enajenarle el reconocimiento real que tanto ansiaba desde hacía años. Aún así, más allá de sus dudas, terminó apoyando la obra en nombre de la libertad artística.
Hasta el siglo XVIII eran muy escasas las posibilidades que tenían los intelectuales de hacer gala de una verdadera independencia de criterio. Los factores que incidían en ello eran múltiples. Uno de los más clásicos era la gran dificultad para vivir de su pluma. Si un intelectual aspiraba a vivir de las letras tenía que encontrar que algún personaje poderoso estuviese dispuesto a financiar su obra y quizás hasta su vida. Tal protección, condicionante sin lugar a dudas, se buscaba ansiosamente, ya sea del rey, de algún noble o de instituciones como las universidades o la Iglesia católica. El mismo Voltaire la buscó durante buena parte de su vida, tras perderla en los inicios de su carrera como literato y autor teatral. Otro de los factores que incidían era la existencia de una opinión pública limitada. El público lector no era muy numeroso. En una sociedad donde la inmensa mayoría de la población era aún campesina, la existencia de algo parecido a la moderna esfera pública se reducía a ciertos sectores burgueses de las ciudades y sobre todo a los estratos más privilegiados de la sociedad.
El siglo XVIII cambiaría todo esto. Fue el siglo del ascenso de segmentos cada vez mayores de la burguesía; el del auge del llamado despotismo ilustrado; el del desarrollo de amplios segmentos del saber, de la expansión de las instituciones que lo producían y de la multiplicación de las publicaciones que lo divulgaban; y el de una mayor alfabetización, que a su vez generaba un mayor número de lectores que nutrían una creciente opinión pública. Todos ellos fueron factores que ampliaron notablemente la posibilidad de construir espacios de autonomía económica e intelectual, y quizás Voltaire haya sido el primer intelectual en aprovechar esas posibilidades.
En los inicios de su carrera como literato Voltaire contaba con pleno apoyo real. Sus primeras obras teatrales se representaban exitosamente en la corte y todo hacía suponer que su carrera seguiría los clásicos pasos de un intelectual patrocinado y sostenido por la corona. Pero ese dorado presente se convirtió en irreversible pasado como consecuencia del fuerte entredicho que tuvo con un poderoso noble, el duque de Rohan. Con él perdió el apoyo real y, por consiguiente, el de la corte.
Cubierto de lamentos, Voltaire no podía saber que en ese momento comenzaba a ser Voltaire. Fueron también los años en los que abandonó primero París y después Francia, viviendo alternativamente en Inglaterra, Países Bajos, Prusia y, definitivamente a partir de la década del cincuenta, en Suiza. Con todo ello surge una pregunta inevitable: sin apoyo real, ¿de qué vivía Voltaire? Si bien nunca dejó de contar con algunos de los beneficios característicos de la sociedad de su tiempo [2], lo cierto es que Voltaire se convirtió con el tiempo en un exitoso hombre de negocios. Supo aprovechar muchas de las oportunidades que ofrecían las inversiones de la época, llevando a cabo lucrativos negocios y especulaciones. Como es obvio, todo esto le permitía no tener que mendigar apoyo económico para publicar su obra y, quizás más importante, le permitía poder publicar sus opiniones con un envidiable margen de libertad. Hacia 1760 era un hombre rico, con una fortuna lo suficientemente grande como para poder comprar el señorío de Ferney, su residencia definitiva en Suiza. Deseoso de llevar a la práctica el ideal de philosophe reformista, convirtió a Ferney en una próspera comunidad productora de relojes que se vendían en las principales cortes europeas. También supo hacer buenos negocios en la edición de libros.
Y ya que de libros hablamos, ¿le reportaba su pluma beneficios? Sin duda, pues sus libros eran leídos por el gran público y se vendían bien. Voltaire sabía detectar las inquietudes de la opinión pública y aprovechar las oportunidades para publicar su opinión. Si en 1738 decidió publicar los Elementos de la filosofía de Newton, fue por estar convencido de la verdad del nuevo sistema y porque la opinión pública francesa estaba agitada por un fuerte debate acerca de la validez del sistema de Newton frente a la física cartesiana. Voltaire también supo jugar el rol de defensor de la justicia ante el público. Citemos su papel en el caso Calas (1762), el primero y más famoso de muchos casos. Jean Calas fue un hugonote acusado de asesinar a su hijo porque éste quería convertirse al catolicismo. A pesar de todas las declaraciones de inocencia del acusado apoyado por su familia, Calas fue encontrado culpable por un tribunal, sentenciado a muerte y ejecutado. El caso causó gran conmoción en la opinión pública francesa, impulsando a Voltaire a intervenir. Luego de estudiar el caso detenidamente, se convenció de la inocencia del pobre Calas y encabezó una campaña pública con el objeto de lograr la revisión del juicio. Campaña en la que naturalmente publicaba artículos y ensayos; no por casualidad en 1763, a un año de la ejecución, publicó su célebre Tratado sobre la tolerancia. Finalmente se logró la ansiada revisión, y la sentencia se revocó en 1765. Calas fue rehabilitado post mortem. Era el gran triunfo de Voltaire, en lo que podría considerarse un antecedente directo del caso Dreyfus un siglo después.
Siguiendo esta manera de ver la relación de Voltaire con la opinión pública, podemos suponer que el philosophe apoyó la realización de la estatua de Pigalle no solamente por una cuestión de libertad artística sino también porque al ser tan peculiar y provocativa garantizaba la controversia, terreno en el que su figura resplandecía y en donde podía desplegar todo su talento. Y, dicho sea al pasar, lograba también que su nombre estuviera en boca de todos. Esta desnudez del Voltaire de Pigalle puede ser vista como la desnudez propia de todo nacimiento. Porque lo que aquí estaba naciendo era el intelectual moderno, aquel que podía tener, si así lo deseaba, independencia de criterio frente a los poderes de turno. El siglo XIX consolidaría a este nuevo intelectual como un actor social por derecho propio. Voltaire daba los primeros pasos en un camino que conducía a Émile Zola. Un camino en cuyo comienzo podríamos colocar la estatua semidesnuda de Pigalle y en cuyo final sería muy adecuado acomodar al completamente desnudo Pensador de Rodin.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
[1] Es interesante destacar que Diderot no era ajeno a la representación de intelectuales desnudos, ya que él mismo posó, tal como vino al mundo, para un retrato que en 1767 le hiciera la pintora alemana Anna Dorothea Therbouche. Es decir, tres años antes de que surgiera el proyecto de la estatua de Voltaire.
[2] Citemos dos ejemplos. En 1744 fue nombrado Historiógrafo del rey de Francia y durante varios años fue cortesano de su amigo Federico II de Prusia. Imprimir
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