Muchos quienes vieron esta fotografía por primera vez comentaron haber pensado inmediatamente en el contexto de una ciudad militarizada. El hecho de que fueran soldados los que están apostados en esa esquina le dio a pensar a más de un espectador que se trataba quizás de la ciudad de Tucumán en pleno operativo independencia, o quizás Santiago de Chile en los días cercanos al 11 de septiembre de 1973. Ocupación del espacio público por parte del ejército. El punctum de esta fotografía, como Roland Barthes podría pensar, ese hombre con su bolsa de compras, indiferente, esperando para cruzar la calle, pareciera confirmar el cotidiano contacto con los soldados, la vida acostumbrada a convivir junto a las armas largas, los cascos y el verde de los uniformes.
El crítico de arte inglés, John Berger, nos dejó una cantidad de reflexiones acerca de la fotografía que bien cabría recordar para pensar en esta imagen. Si tuviéramos que definir qué ocupaba las veces de la fotografía antes de que Fox Talbot inventara la cámara en 1839; más que pensar en la pintura, en el grabado o en el dibujo, tendríamos que pensar una respuesta aún más reveladora. La fotografía ocupó el lugar de lo que antes de la modernidad estaba restringido únicamente a la facultad de la memoria. Aquello que la fotografía produce, antes de su invención, eran imágenes que quedaban atrapadas en el marco del pensamiento. Ninguna otra imagen visual está tan despojada de representación, imitación e interpretación; la pintura por más realista, hiperrealista o naturalista que sea nunca deja de ser el producto de una forma construida a través del lenguaje de las líneas, los puntos y los colores. La cámara, en cambio, al igual que el ojo, registra por su sensibilidad a la luz una imagen a gran velocidad dejando constancia del acontecimiento que tiene frente a sí en un instante. La luz impresa en la película separa, arranca, del continuo del tiempo una experiencia y la retiene tanto tiempo como dure la película o el soporte digital donde hoy guardamos infinitas fotografías.
La imagen del pasado contenida en esta foto nos vuelve a aparecer en el presente para que la interroguemos ¿Se trata de una ciudad militarizada?, ¿de una ciudad donde a la vista de todos las Fuerzas Armadas hacían y deshacían a su antojo? Podemos definir a la fotografía, nos propone el mismo Berger, como el resultado de una decisión humana: quien aprieta el botón de la cámara está diciéndonos que aquel acontecimiento u objeto que quedará en la foto vale la pena ser recordado.
¿Por qué vale la pena recordar lo que esta foto nos muestra?
Cuando la evidencia que mostraban las exhumaciones de las fosas comunes realizadas una vez vuelta la democracia en la argentina impidió la negación social de la desaparición forzada de personas, uno de los modos hegemónicos de procesar dicha negación fue la repetición incansable de una frase: «nosotros no sabíamos». La reiteración de este «rumor social» contenía el supuesto de que el accionar del terrorismo de Estado se había restringido a una zona oscura de clandestinidad y secreto, marcada por la imagen de que los secuestros se realizaban a espaldas de la población, en la indeterminación de la noche. Esta fotografía fue realizada en septiembre de 1976 y la esquina que muestra a plena luz del día es la intersección de la Av. Rivadavia y la calle Miró, a pocas cuadras del centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de flores a metros del límite con Caballito. Al autor de la foto no lo conocemos, pero sabemos que ella pertenece al archivo de uno de los diarios más importantes de nuestro país.
Pilar Calveiro, ella misma detenida desaparecida en el centro clandestino «La mansión Seré», produjo desde su exilio en México una serie de hipótesis fundamentales para pensar el terrorismo de Estado en nuestro país. En primer lugar comparte una pregunta que pareciera ser muy simple: ¿cuáles son las condiciones necesarias para que en una sociedad existan campos de concentración y exterminio? No todas las sociedades los han producido, e indudablemente no fue en la Argentina el único territorio donde tuvieron lugar.
En nuestro país hubo más de 340 campos de concentración (muchos más contabiliza hoy la Secretaría de Derechos Humanos) distribuidos a lo largo de, por lo menos, once provincias. Para comprender el fenómeno de los campos -dice Calveiro- es necesario pensar en las características de los actores que interactuaron en ellos, ya sea administrándolos, ya sea padeciéndolos. Desde su perspectiva es necesario analizar, entonces, las características previas de las Fuerzas Armadas y de las organizaciones guerrilleras. En este tarea se va a ir buena parte de su investigación.
Las Fuerzas Armadas -señala-, entre el gobierno de facto de 1930 y el de 1976, al calor de los distintos golpes militares, de los recurrentes llamados a los cuarteles para la representación de los intereses políticos de los sectores dominantes, fueron adquiriendo una autonomía política tal que, si en el 30 el ejército había intervenido simplemente para asegurar los negocios de una oligarquía golpeada por la crisis de 1929; hacia 1976, en cambio, habían llegado conjuntamente las tres armas para desarrollar una propuesta política propia, elaborada desde el interior mismo de la institución y con intereses específicos. La recurrencia constante al poder de las armas por parte de los sectores dominantes que no contaban con el poder de las urnas hizo que las propias Fuerzas Armadas elaboraran un programa relativamente autónomo de largo aliento. Pero, ahora bien, ¿qué es lo que entendían las Fuerzas Armadas acerca del ejercicio del poder?
«Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad, para modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer carne, aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios de siglo, bajo el presupuesto del orden militar se impuso el castigo físico –virtual tortura- sobre militares y conscriptos, es decir sobre toda la población masculina del país. Cada soldado, cada cabo, cada oficial, en su proceso de asimilación y entrenamiento aprendió la prepotencia y la arbitrariedad del poder sobre su propio cuerpo y dentro del cuerpo colectivo de la institución armada».
Por lo menos desde 1904, con la instauración del Servicio Militar Obligatorio, popularmente conocido como la «colimba» (porque el conscripto corre, limpia y barre), las Fuerzas Armadas venían practicando lo que ellas entendían como el ejercicio del poder sobre la sociedad. Un tipo de disciplinamiento total, mediante mecanismos de tortura y terror, que, hacia 1976, volcarían desde el Estado hacia el conjunto de la sociedad.
Las tres Armas se propusieron a partir del 24 de marzo de 1976 realizar sobre la sociedad argentina una «cirugía mayor», así es como ellos mismos la llamaron, debían extirpar del cuerpo social la enfermedad que la aquejaba. El quirófano, según el excelente análisis de Calveiro, no era otro que el campo de concentración y exterminio. No es casual que «quirófano» ser uno de los nombres que le adjudicaban a las salas de tortura dentro de los campos.
Más que pensar los campos de concentración como hechos marginales, como excesos perpetrados de manera excepcional, hay que pensarlos, propone Calveiro, como la norma. Únicamente, mediante la instauración de los campos de concentración y exterminio puede pensarse en lo que ella llama la lógica del poder desaparecedor. Los campos de concentración y exterminio, en tanto realidad negada-sabida, en tanto secreto a voces, fueron eficientes en la diseminación del terror. Nadie podía aducir el desconocimiento absoluto, ni tampoco el pleno conocimiento acerca de lo que sucedía en ellos. Los campos donde fueron a parar el mayor número de detenidos estaban en medio de los centros urbanos. Lo que produjo la parálisis de la sociedad, aquello que hizo realmente efectivo el mecanismo diseminador del terror fue más bien el «saber a medias» el hecho de que corrieran rumores –en muchos casos impulsados por los propios grupos de tareas- sobre la tortura y sobre los vuelos de la muerte; pero que no se conocieran estos acontecimientos en su real magnitud.
Vale la pena recordar lo que esta fotografía nos muestra porque, en buena medida, la acción de haber tomado esta instantánea se puede pensar como una resistencia al terror diseminado: en el ángulo inferior derecho de la imagen es posible registrar un «error» en términos compositivos, la aparición de un primer plano, el del umbral de la ventana, o el borde de la terraza; ese primer plano nos indica que esta fotografía no fue tomada con absoluta libertad, se trata de una toma vertiginosa, marcada por el miedo a ser descubierto. Aquello que observamos no hace más que cuestionar el «nosotros no sabíamos», la opción de mirar hacia otro lado, de negar los operativos militares, los secuestros y consecuentes desapariciones. El gesto de haber puesto el ojo en esa cámara para dejar constancia de la experiencia que esta foto trae al presente fue en el sentido inverso a la parálisis que impuso sobre la sociedad el accionar del terrorismo de estatal.
Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)
Participó en la escritura de Memorias en la ciudad. Señales del terrorismo de Estado en Buenos Aires, Memoria Abierta-Eudeba, Buenos Aires, 2009
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