Sarmiento muerto en su casa del Paraguay, con el cuerpo protegido bajo una manta, un brazo recostado sobre la tabla donde solía escribir y el otro, tímidamente, apoyado a un costado. La foto fue tomada el 11 de septiembre de 1888, el día en que murió, pero no en ese preciso lugar sino a unos pasos de allí, en su cama. Había dejado órdenes expresas a su hija Faustina de que llegado el momento lo cargaran hacia su sillón y lo fotografiaran como si la muerte lo hubiera sorprendido en medio del trabajo. Como si no existiese fatiga capaz de superar su voluntad. Como si la enfermedad y el ahogo sólo se animaran a interrumpirlo, no a arrancarle el deseo. Como si la muerte estuviese viva y él, Sarmiento, le impusiera la escritura de esa página, la de su cuerpo inerte.
Siempre intentó entablar un diálogo con la muerte. De niño, por las noches, sentía la presencia de sus hermanitos muertos dándole vueltas alrededor, y de adulto no dejó de interpelarla, tal como susurra en aquel paradigmático comienzo: “¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!” Es que Sarmiento necesitaba pensar en lo otro para pensarse, y a veces lo otro era el “más allá” de la vida o de su “pueblo”, del mismo modo que a veces los hermanos cobraban la forma de sus enemigos más acérrimos. Estaba convencido de que no había cuerpo sin sombra; más aún, que todo cuerpo empezaba con una sombra. Quizá se debía a eso su obstinado convencimiento de que las “cosas” hablaban por sí mismas: las cosas (o las sombras) creaban realidades. Mandó hacerse un vistoso uniforme para acompañar al Ejército Grande que lideraba Urquiza contra Rosas; esa vestimenta que era la burla de los soldados gauchos y que para él era una Letra más de la “civilización”: “Mientras haya chiripá, no habrá ciudadanos”, decía. Y así vestido escribía sus informes sobre la campaña del Ejército en una cuidada imprenta portátil. No era que el hábito hacía (simulaba) al monje sino que lo fabricaba. Bien podría haber dicho aquello de Pascal, y más de un siglo antes de la interpretación de Althusser: “Arrodillaos, moved los labios en oración, y creeréis.” Por eso tras la victoria del Ejército Grande posó, en la mismísima casa de Rosas en Palermo, para un daguerrotipo de Antonio Pozzo; era verano y, pese al calor insoportable, Sarmiento decidió envolverse en un poncho. Es que la victoria debía fundir las ropas, era un encuentro de las sombras con sus cuerpos, de lo uno con lo otro, de la “civilización” y “la barbarie”. La disyunción en Sarmiento siempre fue menor a las yuxtaposiciones, esa combinación de “cosas” transportando, incansable, la Letra “civilizatoria”: la ciudad como un libro abierto de “cosas” que fabrican el progreso, y los edificios mismos de las escuelas cargando con la fervorosa misión de “educar al soberano”.
La realidad se le imponía como una enciclopedia en la que cada detalle convocaba a otro de manera interminable. Trágica escena de lectura para quien, ambicionando encarnar el todo, no podía sino perderse en los detalles. Justamente a él, Sarmiento, que nacido en febrero de 1811 se ufanaba diciendo que había sido gestado al calor de la Revolución de Mayo.
Infructuosamente buscó descifrar los posibles mensajes del “más allá” de su hijo Dominguito, muerto en la batalla de Curupayty en 1866, la más sangrienta de la guerra contra el Paraguay. Diseñó un monumento en el cementerio de la Recoleta para contener su cuerpo, y allí las “cosas” siguen gritando secretos: una perfecta columna sin terminar es la permanente presencia de la vida tronchada a los 21 años. ¿Cuánta luz había quedado sin salir de la sombra? Pero la muerte se volvió sorda a su reclamos, y él, mientras, se empecinó en ir acercándosele a toda conciencia, con el corazón hecho pedazos, respirando con mayor dificultad cada año de los veintidós que les faltaban, y más sordo que una tapia. ¿Habrá en esos números nuevos secretos sarmientinos?
En 1887 decidió irse a vivir al Paraguay por recomendación de sus médicos, porque allí el aire era mejor que en Buenos Aires. ¿Cómo creer que fue solo por eso? En su casa del Paraguay, Sarmiento escribía y cuidaba -¿cándidamente?- su jardín. Lo que se comenta menos es que, al mismo tiempo, construía otra casa de la que había mandado hacer los planos a Bélgica. Nunca llegó habitarla; se trataba de una casa muy particular, construida de metal para resistir todas las inclemencias del tiempo. El cuarto de la casa de su última fotografía luce distinto al que podría haber en aquella otra, pensada para imponerse “más allá del tiempo”. Todo lo que vemos en la imagen acompaña la sombra de lo que Sarmiento buscó escribir en su fotografía, todo se impone como si estuviera de paso, como si su lugar fuera tan accidental como accesorio.
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
Su última novela publicada es El otro de mí, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010 Otras entradas del autor en EdM: https://escritoresdelmundo.com/search/label/Vitagliano Sobre Sarmiento en este mismo número de EdM: >https://escritoresdelmundo.com/2010/06/sobre-dfsarmiento-una-entrevista.html Imprimir
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