En un grabado holandés de 1485 encontramos una curiosa imagen. A la vera de un bosquecillo aparece Aristóteles apoyado sobre sus brazos y piernas, a la manera de un caballo, montado por una mujer dotada de un látigo en una de sus manos. La jineta en cuestión es Phyllis, una hermosa doncella de Alejandro Magno. El propio Alejandro aparece en el extremo superior izquierdo disfrutando de la escena junto a otro personaje. Cuenta una tradición que así fue como el gran macedonio se vengó de su célebre tutor. Como Aristóteles criticaba su incurable afición por las mujeres, decidió ridiculizarlo encargando a su doncella que lo enamore y lo convenza de ser montado como si fuera un caballo. La dama cumplió cabalmente con su misión: loco de amor, el filósofo terminó relinchando con la bella carga sobre sus espaldas.
Sorprendido en tan embarazosa situación por su pupilo, el Estagirita se comprometió a no censurarlo más por cuestión de mujeres, llegando a la filosófica conclusión de que el amor de una mujer es capaz de nublar incluso las mejores inteligencias. Dejando de lado cuestiones de goce sexual, ¿qué otra cosa podría estar señalando esta anécdota? En el mundo griego el caballo era símbolo de pasión desatada. Se comprende mejor entonces la paradoja. El filósofo que postulaba la conveniencia de que la virtud, punto medio alejado de todo exceso y defecto, guiara a los hombres hacia la buena vida, resultaba inundado por un incontrolable exceso de pasión amorosa. Y para ello sólo habían bastado las habilidades seductoras de una doncella.
Varios siglos más tarde nos topamos con una imagen de dos filósofos devenidos en caballos cuyas riendas están firmemente asidas a las manos de una dama. Al igual que en el caso anterior, la conductora está provista de un látigo. Se trata de la célebre fotografía en la que aparecen Paul Rée y Friedrich Nietzsche tirando un carro conducido por Lou Andreas-Salomé, amiga y amada de ambos.
No parece casual el parentesco entre ambas imágenes. Que en este caso estemos en presencia de caballos de tiro obedece quizá al hecho de que la Salomé no sedujo a uno sino a dos filósofos. Las palpitaciones amorosas de los dos amigos fueron suficientemente intensas como para permitirle a esta nueva Phyllis atarlos sin mucha resistencia a su carro.
En su breve pasaje por el ejército prusiano Nietzsche se había lesionado gravemente a causa de sus torpes intentos de montar un caballo. A punto de entrar en la última década de su vida llegó a perder totalmente la compostura ante el sufrimiento de otro de estos nobles animales. Como cuenta la conocida anécdota, a fines de 1889 el filósofo caminaba por las calles de Turín cuando presenció los terribles azotes que un impaciente conductor le propinaba a un caballo que hacía penosos esfuerzos por arrastrar un sobrecargado carro. Desesperado, Nietzsche se abalanzó al cuello del pobre animal pidiéndole disculpas en nombre de la humanidad por tan cruel trato. No había forma que lo soltara. Sólo un arduo y paciente trabajo de la policía y del dueño de la pensión en donde el filósofo se alojaba lograron convencerlo de que al fin lo hiciera, en medio de un ataque de llanto. Para muchos este hecho mostraba a las claras que la locura de Nietzsche estaba ya avanzada.
Pero quizás por haber estado atado a un carro Nietzsche percibiera algo más que el duro castigo a un caballo. La escena callejera de Turín era bien diferente de la del grabado o la fotografía. La dama que era capaz de despertar amores desbocados cedía aquí su lugar a un conductor de flagelante ferocidad, y el liviano carro de la Salomé se transformaba en otro cuya carga había aumentado dramáticamente. Si para Aristóteles la pasión desatada debía ser nuevamente atada con la filosofía, para Nietzsche se trataba de lo contrario: la verdadera filosofía develaba que el exceso de pasión era lo que nos hacía vivir plenamente. Contenerla, maniatarla (y castigarla) era justamente la misión de la moral europea tal como la entendía Nietzsche. Su solidaria reacción convertía a este sufrido caballo turinés en un perfecto símbolo de humanidad sometida por esa implacable moral de rebaño que tan afanosamente deseaba dinamitar. Porque un caballo nunca forma parte de un rebaño, a no ser, claro está, que se lo someta brutalmente. Así las cosas, no resulta difícil explicarse la desesperación y el llanto del filósofo.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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