ue los escritores porteños hayan erigido al gaucho en emblema de la nacionalidad para oponerse a los inmigrantes que les embarullaban el zaguán, es cierto. Que los movimientos nacionalistas europeos sigan teniendo una predilección acentuada por el turismo rural, también. El campo apareció muchas veces como el refugio de los valores tradicionales de un país frente al nihilismo del capitalismo moderno. Pero cuando los escritores del Centenario aderezaban sus textos con muchos pagos y paisanos, estaban recurriendo a un léxico muy anterior a la modernidad capitalista.
Se trata, por empezar, de dos vocablos estrechamente emparentados. Paisano y país provienen, en efecto, de paganus y de pagus. El paganus, en principio, era el habitante de un pagus, como el paisano de un país. ¿Pero qué era un pagus? Un territorio, sobre todo, pero también un pueblo o una nación (los romanos oscilaban entre gens y pagus a la hora de traducir el éthnos griego). Julio César hablaba, por ejemplo, del pagi Helvetiorum o del pagus Tigorinus, de modo que los pagani eran, en este caso, las gentes de esos pueblos. Un pueblo, no obstante, estaba ligado siempre a una tierra, lo que explicaría por qué pagus se oponía a civitas: a la ciudad o a la urbe pero también al orden civil o, como lo llamaríamos hoy, estatal. Esto no significa que estuviesen, por un lado, los cives y, por el otro, los pagani. Se trataba más bien de dos maneras de interpelar a los sujetos: como conciudadanos, en la medida que respetaban las leyes y las instituciones de una misma civitas; como paisanos, en la medida que observaban las costumbres y las tradiciones de un mismo pago o pueblo. Y por eso muchos textos oponen tribus y pagus: el vocablo tribus aludía a una división administrativa de la población, relacionada con la política tributaria estatal, mientras que pagus se refería más bien a una división consuetudinaria, anterior a los censos civiles.
Frente a las conmemoraciones religiosas o cívicas organizadas por las autoridades estatales, los pagani celebraban esas paganalia, cuyo momento culminante era el sacrificio de animales: corderos, lechones o terneros que, una vez asados, para que el humo se elevase hacia la pituitaria de los dioses, se convertían en el plato principal de una comida comunitaria rica en libaciones. Esto explicaría por qué los cristianos van a llamar más tarde pagani a los infieles: la Iglesia encontró una firme resistencia en los medios rurales del Imperio, con esos campesinos celosos de sus divinidades y fiestas. “Estúpidas devociones de los pagos”, escribía un autor cristiano del siglo IV, Prudencio, prosiguiendo con el clisé del paisano bruto, esto es: del rusticus.
Desde muy temprano, por ende, aparece la doble significación de paisano: en el sentido de coterráneo, o miembro de un mismo pueblo, como cuando el inca Concolorcorvo hablaba de “mis paisanos” o cuando Nicola Paone cantaba “Uéi paesano”, y en el sentido de campesino, también, como cuando Hernández asegura haber conocido esa tierra “en que el paisano vivía” (una ambivalencia semejante, dicho sea de paso, se encuentra en el paesano italiano y el paysan francés). Tal como se lo emplea en Argentina para aludir a los miembros de la “colectividad”, el apelativo “paisano” no proviene, claro está, de la segunda acepción sino de la primera (ironía de la historia, el vocablo paganus había sustituido a goy, o gentil, en el léxico cristiano).
Desde mucho antes de la llegada del cristianismo, encontramos la figura de este paisano, habitante del país y campesino, aferrado a sus costumbres ancestrales, reacio a la cultura letrada de las ciudades, refractario a las leyes e instituciones civiles y claramente diferenciado, además, de los militares enviados por la capital, como lo prueba el hecho de que todavía hoy se diga en muchos países que una persona anda vestida “de paisano” para significar que no porta uniforme policial o militar (algunos filólogos llegaron a pensar incluso que los cristianos habían llamado a los infieles pagani porque éstos no participaban de la militia Christi).
La figura del gaucho rebelde a la autoridad estatal y conservador, a su vez, de las tradiciones populares, del campesino desconfiado hacia los doctores y los militares, del habitante, por excelencia, “del país”, a diferencia de las poblaciones urbanas, del rústico renuente a los usos y saberes de la civitas, o la civilización, del agrestis ignorante de la urbanitas, esta figura, digo, se forjó con vocablos que existían mucho antes de la irrupción de ese implacable destructor de los “vínculos patriarcales” que es, según Marx, el capital. De modo que el conflicto entre los pagi y la civitas, entre las tradiciones populares y las instituciones estatales, entre los rústicos y los letrados, entre el campo, en fin, y la ciudad, precede en muchos siglos los debates entre tradicionalistas y modernizadores o entre conservadores y liberales. Si algo nuevo existe en este dominio, sería más bien la tendencia moderna a confundir el pagus y la civitas, los paisanos y los ciudadanos o, si se prefiere, los países y los Estados.
Dardo Scavino (Bordeaux, Francia)
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